Un narrador se ha puesto a escribir un relato en el que cada tanto un hombre, un inventor, tiene una idea fabulosa, una acertada intuición, acertadísima incluso, salvo que todas las veces, encontrándose en una fase avanzada del ineludible proceso de desarrollo o ensayo de su idea, otro le gana de mano y anuncia antes, meses antes, días antes, el mismo invento o uno muy similar que, a fines prácticos, anula o neutraliza el suyo.
La cosa es de lo más frustrante. Un buen día, el inventor despierta con la idea del semáforo, el nylon, el microscopio, los pañales descartables, las lentes de contacto o el café instantáneo. Convencido, entusiasmado, se consagra a hacer realidad lo que, de momento, es un concepto abstracto, una intuición. Pero alguien se le adelanta, fatalmente. Alguien que pasa a la historia como inventor del semáforo, otro que pasa a la historia como el inventor del nylon y así sucesivamente.
El personaje del cuento es un anciano longevo, de modo que el escritor, aunque no era su intención, al narrar su vida y obra enumera las últimas maravillas del progreso y la tecnología. A pesar de los años y de la suma de frustraciones, el inventor no se amilana. Algún día llegará primero. Para ello, no lo duda, no solamente ha de ser cada vez más rápido en el proceso de concretar la idea. También le será de ayuda tener una idea muy audaz. Una idea tan, pero tan «adelantada» (como se dice) que nadie pueda por una vez ganarle de mano.
El narrador ha escrito ya dos tercios, no, tres cuartos de este relato. La idea es buena, se felicita a sí mismo. Su única duda (o, más bien, su única duda importante) es el final. El inventor, reflexiona, tiene que acuñar una idea singular, revolucionaria, ¿pero cuál? El narrador piensa en una máquina maravillosa que permitirá elegir lo que uno quiere soñar. La programadora de sueños. Algo así. ¿Una botonera con distintas opciones: personajes, argumentos, escenarios? ¿Una serie de fotos que el usuario puede emplear como punto de partida? ¿Una especie de pizarra donde dibujar una escena que la máquina pondrá en acción? ¿Una función que permite hallar en sueños aquella respuesta esquiva que no encontramos despiertos?
No está mal, piensa el narrador. La idea no está nada mal, ¿pero qué? ¿El inventor muere antes, horas antes, minutos antes, de concretar el invento y, vaya ironía, es la muerte el rival que esta vez le gana? Otra posibilidad: en su apremio, en su carrera contra el tiempo, no sea cosa de que alguien le arrebate eso que –intuye– es su idea más genial, el inventor se atolondra, se desordena y comete un par de errores garrafales, tanto que el primer hombre en probar la programadora (porque debe haber un cobayo, un hombre que sea el primero) no sobrevive a la experiencia. O sobrevive, sí, pero no logra despertar y vive años, décadas, atascado en ese sueño. Interesante, reflexiona el narrador. El sueño más largo del mundo. La humanidad espera que se despierte, que cuente lo que ha soñado. Y la máquina, entre tanto, hecha pedazos. ¿Carbonizada, también? Por qué no… Esa imagen concentra algo interesante.
El narrador considera que puede escribir el cuento. Que puede y que debe hacerlo porque –intuye– es su idea más genial: la programadora de sueños, en el fondo, ¿no es una metáfora de lo que él hace como escritor, inventando, combinando, reescribiendo personajes, escenarios y anécdotas? Sí, ya es hora de escribir. Tiene, al fin, lo que hace falta. Pero ya no vale la pena; otro escritor, descubre, se ha adelantado. Ha escrito un cuento que es el mismo o que es casi idéntico. Tanto que anula o banaliza el suyo. Tanto que destruye el sueño.
De « Inventario de inventos (inventados) », publicado en 2017 por editorial Impedimenta.