Un sábado de vigilia pascual V y M se encontraron en el bar Rivendita, libri, cioccolata e vino, ubicado en Viccolo del cinque número once del Trastervere. Faltaban pocas horas para la medianoche. Dicen que ninguna de estas circunstancias fue fortuita. La noche era agradable. El frío punzante no llegaba todavía a la ciudad romana y la luna, que había empezado a perder sus primeros gramos, enfriaba con su brillo las sombras metalizando la calidez de las calles milenarias.
M, que es exacta, acertada y minuciosa, que desconoce de prisas e impuntualidades, llegó orientada por su instinto natal y natural. Esperó, pálida y paciente sentada en la puerta del bar. V apareció pocos minutos después, guiada por el localizador que tenía instalado en su celular. Estaba un poco cansada, agitada, sedienta, y bastante ansiosa.
A ambas les urgía abordar ciertas cuestiones. Por eso decidieron el encuentro. Querían, sobre todo y, además, pasar un tiempo, un buen momento juntas.
Una vez adentro del bar, donde el olor a humedad era intenso, desfilaron entre altísimas estanterías colmadas de libros de todo género e idioma y eligieron una mesa alejada de los turistas y asistentes que coincidían con ellas en tiempo y lugar. Sonaba un saxo de fondo. Se acomodaron en las pesadas sillas de madera y una vez que la vista se les habituó a la semi penumbra se observaron largamente, y en silencio.
V tenía la mirada desbordada de colores, de recuerdos, de proyectos, de volúmenes que irradiaban luces y sombras. Texturas de todo tipo de aspereza y densidad hacían el deleite de sus ojos y los llenaban de contenidos sensoriales. La mirada hueca, envidiosa, incolora y sin fondo de M congeló, por un instante, la pulsión de V, que se sabía parte y protagonista de un encuentro inevitable.
A medianoche, las campanas de las iglesias circundantes al bar comenzaron a cantar con sus voces graves, densas. Este canto las sorprendió con dos botellas de vino vacías y una tercera por terminar, las manos sostenidas de las copas siempre llenas, un sólo plato con pocas migas y una canasta sin pan sobre la mesa vestida con un mantel a cuadros blancos y rojos. Afuera reinaba la emoción en las almas de miles de creyentes católicos que celebraban, en ese preciso momento, el encuentro.
Ellas, indiferentes, siguieron brindando. Tantas fueron las botellas de vino que vaciaron que M entró en coma.
Desde esa madrugada V anda errante. Vagabundea perdida, desorientada y sin descanso. ¿Podré ser eterna? Solloza pesada mientras el cuerpo se le despedaza. Vida sabe que hasta que Muerte no salga de ese estado su penosa existencia no tendrá fin.
Luciana Balanesi