Estoy en la colina con Faunes. Le decimos la colina porque nos gusta la palabra pero es apenas un monte o ni siquiera eso: tierra amontonada y árboles que sobreviven, toscos, deformes, en la sequedad. Ninguno de nosotros sube solo; es un lugar para ir con amigos, a fumar y charlar sobre el futuro, sobre las mujeres y la vida. Abajo se ve el pueblo, con sus casas bajas y sus calles.
Estamos en la colina. Subí detrás de Faunes. Subimos sin hablar. Yo no sabía qué decir. Antes, al venir caminando a su lado, mirándolo de reojo, pensé: ¿De qué vamos a hablar? O, mejor dicho, ¿cómo haremos para no hablar de eso?
Esta última semana, mi comportamiento fue vergonzoso: esquivé a Faunes todo lo que pude; lo evité en el bar, en el club. Me recluí para no verlo, como si mi desaparición negara o destruyera la ofensa.
Fue inútil. Faunes, finalmente, apareció esta tarde por mi casa, como ha hecho tantas veces. Estaba vestido como siempre, con su camisa oscura y esas botas que le quedan inmensas. Pero me pareció envejecido. Tal vez era el bigote que se había dejado crecer. Vamos a la colina, dijo. La voz también era vieja. Me miró en silencio. Tuve que bajar la vista. Acepté.
Acá estamos. Subimos sin hablar. Faunes no trajo sus lápices ni su cuaderno; trajo cigarrillos y la petaca con el halcón tallado, que le regaló su abuelo. Pero no la abrió; sólo fumamos en silencio. Dentro de una hora se hará de noche. Miro el cielo. Sé que Faunes hubiera elogiado ese rojo que aparece desde atrás de la estación.
Para decir algo, hablo del club. Mezclo confusamente nombres y expectativas, busco un territorio limpio, sin vilezas. Faunes no me mira. Mira la tierra, llena de colillas y hojarasca. No dice nada.
Cuando termina su cigarrillo -creo que el segundo- escupe en la tierra y se levanta. Estamos sentados en el tronco, donde tantas veces hemos conversado; él se levanta. Queda frente a mí. Me parece más alto y desgarbado que nunca. Algo entre su cuello y su boca, tiembla.
Me levanto despacio, ya sabiendo que esa mano que Faunes está cerrando, con asco y furia, acaso con miedo, va a darme, plena, en la cara. Pero nada en mí se defiende. Sé de ese puño antes que Faunes y no hago nada. Sólo espero. El cielo, en algún lado, tras los hombros de Faunes, es violeta.
Soy golpeado. No tan duro como esperaba. Pero pierdo el equilibrio porque tropiezo con el tronco. Faunes me está insultando. A los gritos. Lo veo desde el piso. Con la oscuridad violeta, en jirones, rodeándolo.
Está por llorar y para que no llore, me levanto y voy hacia él con los brazos bajos. Siento la sangre en mi boca, caliente, extraña. Lo miro y Faunes, insultando, vuelve a golpearme. Pero su brazo ya no tiene fuerza, no siento el puño, es como un empujón. Tengo que forzar mi propia caída, para que Faunes comprenda que no hace falta más, que ya puede bajar, digno, vengado, la colina.
Me quedo en el piso. Con la cabeza apoyada en las hojas secas, sintiéndome viejo y afín a la mugre, miro cómo el violeta del cielo se vuelve de un negro profundo y cómo se encienden, dispersas, parpadeantes, las luces del pueblo. Bajaré en plena noche.
Mauro De Angelis