En ese lugar de tierras duras donde la soledad y el desamparo amanecen con el día, la muerte se la traga en el parto. La comadre entrega al padre, el niño envuelto en trapos tibios y en silencio, señala al pueblo con urgencia.
El hombre cuelga a su cuello el saco vacío de semillas. De las manos que lo ayudaron a nacer, toma al niño que no llora y lo acomoda en el fondo.
En pelo monta el caballo, y disparándole a la parca, ávida de otra presa, taconea las ancas que lo conocían.
A lo lejos, el pueblo se le antoja de luces.
Él cabalga con el hijo y el miedo pegado al pecho. Se apea frente al hospital y corre hasta las manos que emergen de las mangas blancas. Ellas parecen de Dios al recibir al niño.
Ninguna palabra es dicha por esos dos hombres conocedores del peligro. El hombre queda en espera. No existe tiempo que pueda ser medido por quien aguarda la vida.
El médico retorna con el niño envuelto en paños fríos y cruza con el hombre una mirada sabedora de la muerte. Al padre, el dolor le hincha las venas y sus manos se crispan al recibir al hijo que nunca lloraría.
Sin prisa, el caballo lleva de vuelta al amo.
En la entrada del rancho los vecinos aguardan. Algunos brazos ayudan al padre con el cuerpo inerte y otros abrazan sus hombros hasta entrar a la pieza.
Ella, con la cara blanca y las manos cruzadas sobre el pecho, yace en la cama. El mismo lecho dónde tantos horizontes habían trazado.
El padre apoya al niño sobre el vientre de la madre.
Entonces, y sólo entonces, el hombre llora acompañado de otros llantos silenciosos entendidos de la muerte y de la vida, que en cada simiente, cada uno plantará al alba, mañana.