Rastro

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Me le prendí del lomo. Cuando sintió la mordida, clavó los dientes a fondo —lo tenía colgado del antebrazo— y yo, ni corto ni perezoso, hice lo mismo. La cosa era no orientable: mordía al perro que me mordía. Una cinta de Moebius, un circuito eterno; sin embargo, quizás a pesar de los dos, se cortó. Con el perro estábamos unidos por el dolor. Durante unos segundos, fuimos hermanos de suplicio. Y por esa razón nos entendimos de inmediato. Aflojamos en el mismo instante. Ser víctimas era ser socios. Me alejé dos pasos y le calcé una patada terrible en la cabeza. El bicho quedó noqueado y aproveché para rajar. Corrí como loco. Me metí de cabeza en lo de Coki. El gordo estaba con su bata de toalla. Adornado con tres anillos –uno en el meñique− y con un gin tonic en la mano. Parecés un fantasma, dijo. Y cuando vio que tenía el brazo roto, se tapó la boca con su mano enorme de estibador. El perro de mierda de tu vecino, le aclaré.
Fuimos al Santoyani en el Taunus. Me atendió un tipo con cara de momia. ¿Tiene la antitetánica?, preguntó. Si me mordió un perro, ¿de qué antitetánica me hablás?, le dije. No respondió. Trabajó con bronca, como si quisiera lastimarme. Quince puntos.
Llegamos y nos tiramos en el sillón. Coki prendió un porro y me lo pasó con una caricia. Gordo de infinita ternura. En esas estábamos cuando sonó el timbre. Deuda o desgracia, dijo Coki, y se levantó a atender. Escuché el griterío. Degenerados, se escuchaba. Porquerías de mierda. El perro había muerto. Fue en defensa propia, explicaba Coki. El vecino, un forro marca cañón, zapateaba como un energúmeno. Se llamaba Peña y trabajaba en el gobierno. Hice lo que tenía que hacer. Me paré, saqué del bolsillo unos pesos –no los conté, no sé cuántos−, me acerqué a la puerta y se los di. El tipo siguió rebuznando, pero menos convencido. Al rato se mandó a mudar. Lo imaginé contando billetes, estimando si la compensación había sido justa. A mi quedó una cicatriz con forma de herradura, una curva perfecta y morada. Es mi adorno, mi huella de guerra; en realidad, mi manera de relacionarme con el mundo.
***
Hace poco, llegué temprano al dojo de Aikido. Hitoshi, mi maestro, estaba en posición de loto con los ojos vacíos. No se distrajo un segundo. Para no interrumpirlo, salí al balcón a mirar el tráfico. La ciudad había explotado en mil chispas. Crucé los brazos sobre la baranda y apoyé la cabeza. Pensé en mi vida. Cuando entré, Hitoshi se había parado en medio del salón. ¿Problemas?, preguntó. Casi nunca hablaba. Siempre cedí al dominio de los callados: conté intimidades. Las grandes almas tienen voluntades; las débiles, deseos, dijo Hitoshi. Y no pude evitar asociar su estilo con el del ciego de la serie Kung Fu. Hitoshi había nacido en Saiki, la ciudad de las flores, pero acá vivía en Monserrat. Me confesó que no le gustaba el barrio, pero que, por el momento, le resultaba práctico. Derivamos de un tema a otro hasta que dijo que necesitaba conectar un disyuntor. Yo me dedico a la electricidad, comenté. No mezcles trabajo con arte, aconsejó Coki, pero no le di la más mínima bola.
Fui a la casa de Hitoshi un viernes a la mañana. El japonés tenía puesto un equipo de gimnasia Adidas y una vincha sobre la pelada. Estaba con su mujer −también japonesa− y con un chiquito –terriblemente cabezón− de unos tres años. Fueron amables conmigo: me ofrecieron té matcha y un bombón de anís. Trabajé concentrado en la cocina un buen rato. De pronto, mientras guardaba las herramientas, estalló una discusión. Se gritaban entre ellos; el chiquito lloraba a grito pelado. Yo no quería ser testigo de esa intimidad, así que me calcé el anorak y encaré para la puerta. Cuando estaba frente al ascensor, me interceptó Hitoshi. Se deshizo en disculpas y me rogó que lo acompañara. Entré al departamento otra vez, de compromiso. Sin prólogo ni explicación alguna, me llevó al cuarto del chico. Señaló la pared. Insólito: el pibe había usado caca para hacer ilustraciones. El olor era insoportable. Los garabatos eran círculos y curvas pronunciadas. Me tapé la nariz y observé con atención: uno de los dibujos era igual –y cuando digo igual me refiero a algo absolutamente idéntico− a la cicatriz de mi brazo. Nada en este mundo es gratuito, pensé y me llevé la mano a la frente. Busqué apoyo en el marco de la puerta y, ni bien me repuse, miré fijo a Hitoshi. Abrazaba a su mujer. Por encima del hombro de ella me hizo un gesto llamativo −entrecerró los ojos, enarcó las cejas y arrugó la nariz− pero la verdad, la pura verdad, es que hasta el día de hoy no alcanzo a entender si esa mueca tan poco oriental, entre lastimera y sobradora, fue de rechazo o de entendimiento.

Jorge Consiglio
Jorge Consiglio
Nació en Buenos Aires y es licenciado en Letras por la Universidad de Buenos Aires. Ha escrito artículos, poemas y cuentos cortos para diversos suplementos culturales nacionales y extranjeros. Publicó cinco novelas: El bien (2003, Premio Nuevos Narradores de Editorial Opera Prima de España), Gramática de la sombra (2007, Tercer Premio Municipal de Novela), Pequeñas intenciones (2011, Segundo Premio Nacional de Novela y Primer Premio Municipal de Novela), Hospital Posadas (2015) y Tres monedas (2018); los volúmenes de relatos: Marrakech (1999), El otro lado (2009, Segundo Premio Municipal de Cuento) y Villa del Parque (2016) traducido al inglés, cinco libros de poesía: Indicio de lo otro (1986), Las frutas y los días (1992), La velocidad de la tierra (2004), Intemperie (2006), Plaza Sinclair (2018) y un libro de miscelánea, Las cajas (2017), en el que reúne una selección de textos publicados en el blog de la editorial Eterna Cadencia.

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