Una navidad entrañable

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El living de la casa grande había alcanzado un brillo poco común. Era víspera de Navidad y mi madre lo abrió junto con el comedor. Nos dejaba entrar en algunas excepciones, y las fiestas de fin de año lo merecían. 

Esa mañana del 24 de diciembre, la ciudad despertó con un calor tan agobiante que no daban ganas de asomar. Mi madre había baldeado los dos patios y la larga galería de mosaico damero. Decía que había que refrescar la casa temprano para luego oscurecer los ambientes. Regó los jazmines, cambió de lugar los macetones con geranios y corrió el toldo. 

La claraboya del living con vidrios esmerilados era muy grande, tanto que en verano se ponía una lona. Había que subir a la terraza, pero mi padre decía que tenía vértigo así que subía Beto, el más grande de mis hermanos, que con doce años era ágil y arriesgado.

Mi madre había traído un pino muy alto y frondoso del Instituto de niños sin hogares, de los que era maestra. Los alumnos más grandes cultivaban diferentes tipos de árboles que vendían a fin de año.  Ese día   mis hermanos mayores, Javier, Beto y Tomás, lo único que hicieron fue correr   alrededor del árbol navideño tirándole con la honda. Yo lloraba y trataba de colocar la estrella de Belén subida a una escalera.

-Hoy será una Navidad especial, tendremos una visita.- Anunció mi madre emocionada.

– ¿Y también tendrá regalo?

– No sé por qué decís eso, Javier.

– ¡Mamá, si apenas tenemos un regalo cada uno!

– ¡Bueno, pero la abuela Josefa también nos trae regalos!- Tomás siempre  tenía esperanza.

– ¡Sí, seguro que calzoncillos!- Beto lo dijo y se arrepintió. 

En eso tenía razón mi hermano, la abuela regalaba medias y calzoncillos; a mí, caramelos porque prefería a los varones de la casa. Mi madre me conformaba diciendo que ella me compraría los lápices de colores acuarelables. Eran el mejor regalo.

Mamá quería mucho a sus alumnos. Algunos procedían del Instituto de chicos huérfanos y otros, de hogares pobres. Por esta y otras razones, las Navidades en mi casa eran diferentes.

 Las horas pasaban y mi madre se veía nerviosa.

– Mis alumnos sí que son carenciados.- dijo mamá  pensando en  voz alta  y  en sus chicos.

– ¿Por qué carenciados?

– ¡Chicos pobres, nena! –  me contestó Javier.

– ¿Y nosotros qué somos?

– Laurita, nosotros no somos pobres, pero en Navidad parece que sí.- Menos yo, todos festejaron la ocurrencia de Beto.

A la tardecita los ventanales del living comedor que daban al patio estaban abiertos. La noche presentaba un aspecto único. El firmamento se veía plagado de estrellas. Si hasta la viajera de la noche nos espiaba grande, redonda, luminosa como pocas veces.

A las ocho de la noche ya estábamos los cuatro bañados y vestidos de gala, como decía mi abuela Josefa. Mi padre nos hizo sentar en la galería, había sacado el toldo y corría aire. Papá pidió, sobre todo a los varones, que no corrieran para no transpirar. Era difícil con mis hermanos. 

Cuando sonó el timbre de la puerta mi madre aceleró el paso y yo atrás. Pensé que era la abuela. Nos encontramos con un nene de la mano de una señora, que lo dejó. Volvería a buscarlo al otro día, dijo. Había llegado la visita, y cuando la miré supe para siempre el significado de la palabra ¨carenciado¨

– Me llamo Laurita y ¿vos?

– Luisito. 

Me agarró fuerte la mano y no me soltó hasta mucho tiempo después. Éramos de la misma altura y los dos caminamos, recorrimos la casa, le mostré mi cuarto de nena de siete años y la cama que él ocuparía, según mamá, esa noche.  Luisito me miraba y sonreía. Quizás la complicidad de la edad lo llevaba a actuar de esa manera. Javier se había desprendido de dos autitos y los había puesto en mi mesa de luz, muy raro en él.

Así, de la mano, fuimos hacia el comedor, a medida que avanzábamos, mis hermanos nos seguían mudos de asombro. Una nube de estrellas entró por la claraboya y nos envolvió a los cinco. Un infinito encanto de villancicos aturdió el lugar, las estrellas fugaces bajaron todas y un sinfín de cascabeles anunciaron al Papá Noel más fantástico y real nunca imaginado. Beto, Javier, Tomás, Luisito y yo reíamos sin parar cuando subimos a los renos agarrados a escaleras chispeantes de luces, y salimos en trineo. Después de muchas vueltas en remolino caímos, por la claraboya, en el living junto a la bolsa de los regalos y Luisito de mi mano.

– Y así fue, chicos, cómo el tío Luis se convirtió en nuestro hermano en la Navidad de 1960.

– ¡Fantástica tu historia, abuela!


Liliana Irigoin

Liliana Irigoin
Liliana Irigoinhttp://Irigoin
nació en Mercedes, Provincia de Buenos Aires el 28 de octubre de 1952. Es Profesora de Letras. Ejerció la docencia en la cuidad de Rio Gallegos, Santa Cruz y en la ciudad de Mar del Plata donde reside desde 1989. Amante de la lectura, concurrió al taller literario El péndulo donde inició su escritura de cuentos y poesías. Ganadora del primer premio “Certamen de Poesía Letras Marina de la ciudad de Mar del Plata” en el año 2019. En el año 2020 publico su primer libro de cuentos El cuaderno de notas y otros cuentos.

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