La mañana del último día

spot_img

El despertador sonó diferente esa mañana. Sebastián se levantó sabiendo que ese día sería el fin. No estaba seguro de si sentir alivio o impaciencia, estaba simplemente agotado. Intentaba convencerse de que todo pasaría en un instante y nadie repararía en que había sido el fin. Pero se mentía, no había forma de disimular. Resignado, preparó el café y lo tomó mientras escuchaba la radio. Todo parecía normal. El tráfico y el clima eran los de siempre. Era cuestión de esperar al mediodía.

Cuando salió para alcanzar el colectivo de las 7 en punto, la calma presagiaba la tormenta. El sol ya brillaba fuerte en esa época, pero el colectivo iba vacío. Sebastián tomó sus auriculares, los conectó al celular y eligió la cantidad exacta de canciones que sabía que escucharía hasta llegar. Por la ventana veía pasar a les uniformades, suponía que eran quienes más esperaban esta ocasión. Quizás, incluso, más que él. 

Sería un final vertiginoso, lo pudo sentir al pasar por las altas puertas de madera labrada. Pensó en que no iba a extrañar esas puertas que siempre le dieron una horrible sensación de encierro lujoso y de mentira. De mentira porque al entrar al cuarto donde esperaba cada día que llegara el final, solo había un escritorio de melamina y un archivador metálico que contaba casi los mismos años que el edificio. Lo único lindo de ese espacio era su taza de café. No tardó en llenarla y sentarse a trabajar como siempre. Entonces vio que le habían dejado, apoyada en una servilleta, una medialuna, como si todavía no supieran que no podía comer y que la terminaría regalando o tirando. O como si una medialuna pudiera mejorar en algo su última mañana. 

Dejó pasar las horas sentado detrás del escritorio. Nadie invadía su espacio a esta altura además de la medialuna; solo tenía que pasar registros de una carpeta a otra, revisar números y llenar planillas. Su piel parecía resultarle irresistible al filo de las hojas, que incluso hoy cortaban uno de sus dedos cuando las daba vuelta. Miró el ardiente y pequeño tajo, esta vez llegó a sangrar. Se levantó y salió hacia el baño para buscar una curita en el botiquín. Mientras cruzaba el pasillo vacío, un sonido hizo que se quedara inmóvil. 

Todavía faltaba casi una hora para que el reloj indicara el momento decisivo y las campanas comenzaran a hacer eco por todo el edificio. Sin embargo, pudo oír los tempranos golpes en el piso de arriba. Olvidó el dedo sangrante y la curita, la medialuna y los papeles. No servía de nada volver a quedarse de brazos cruzados en el viejo escritorio de melamina. Caminó hacia la escalera y ya pudo sentir una densa humedad en el ambiente. A lo lejos, unos gritos anunciaban el desenlace. Por las ventanas pudo ver caer hojas destrozadas, garabateadas de forma incomprensible, inservibles. El final se había adelantado. Sebastián subió los últimos escalones percibiendo el aire más enviciado y turbio que de costumbre. Chillidos y más golpes lo aturdieron antes de llegar a la catastrófica escena. Sabía lo que sucedería y aun así miraba atónito el espectáculo: era peor de lo que había imaginado.

Las mujeres, con sus delantales, intentaban sacar los ladrillos huecos de encima de cuerpos que aún se sacudían. Algunos yacían vencidos y otros aún pataleaban y chillaban. No faltaba quien aprovechara el momento de confusión para correr de un lado a otro, pateando los escombros y a las caídas y caídos, despedazando papeles y tirándolos al techo, muchos de los cuales desaparecían por las ventanas. Ninguna puerta quedaba siquiera entornada, habían sido abiertas de par en par por los rebeldes. Esto era el apocalipsis. El ambiente apestaba a humanidad revuelta y no quedaban rastros de civilización. Las mujeres seguían arrojándose al campo de batalla para chequear a los heridos. Alguna se enjuagaba las lágrimas de impotencia y fatiga, mientras recogía los ladrillos y los hacía a un lado para que nadie más se lastimara. Algunas buscaban refugio en el pasillo, escapando de los anarquistas, llorando y temblando de miedo. 

Sebastián observaba ese pequeño desastre desde el umbral de la escalera, preguntándose por qué todos los años seguían repitiendo el error de darles ladrillitos Rasti a les nenes de jardín el último día de clases. Siempre se desbandaban, se lo había dicho a la directora, pero ella insistía en que merecían el agasajo. Quizás el año próximo pediría el traspaso a otra escuela, o al menos a un nivel superior, sin ladrillitos Rasti, sin escritorio de melamina, sin medialunas que no pudiera comer.

Guadalupe Carvani

Guadalupe Carvani
Guadalupe Carvani
Nació en 1995 en Mar del Plata, donde aún vive, escribe y reparte su tiempo entre amigues y trabajos. Es docente y más artesana que artista; produce más poemas y menos cuentos de lo que le gustaría. Es una de las organizadoras de Papeles en el tacho (@papeles.enel.tacho), ciclo de arte autogestivo que se realiza de forma mensual hace casi cinco años.

También te puede interesar

Visita

En sueños, el hombre escucha ruidos detrás de la...

Amelia y Papá Noel

Mamá me lee un cuento en la cama. Uno...

Paso del Tigre (fragmento)

Hablaron torpemente, como hacían cuando gastaban minutos y palabras...

El jardín de los Oé

En 1994, Martha Argerich tenía que dar un concierto...
Publicación Anterior
Publicación Siguiente