Justicia lacustre

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Frente a la laguna me considero un hombre de las Pampas. Chupo mate y reafirmo. Soy de acá. El verde que ahora penetra mis ojos entra gustoso, como a una casa amiga. Viajan el aroma del eucalipto, el gorgoteo del agua y el graznido del faisán. Me convenzo de que este bioma me es provechoso y orgánico, más aún, es mi lugar en el mundo. 

Nacido y criado en ciudad, fantaseé durante meses con un fin de semana imposible de lograr en un monoambiente, en la Avenida Independencia o a bordo del 533. Me siento en el pasto, como bizcochitos con las manos terrosas y duermo sin almohada: un permitido de incomodidades. No soporto, en cambio, la fauna.

Hay animales mejor considerados. Si pudiera ubicarlos en una poco probable tabla de ascensos y categorías, diría que los hay de primera, con referentes claros como perros y gatos y en general todos aquellos domesticables. Otros, en cambio, que son bien ponderados por su provechosidad en el sentido más pragmático y efectista: la vaca o el cerdo, que provén el bife o la costillita. Más atrás, algunos que caen en gracia y son recreados por el cine o visitados tras las rejas de un zoológico. Pongamos por caso el mono o la jirafa. 

Sin embargo hay otros que podrían ubicarse en el olvido o la intrascendencia, en la nula empatía e incluso la aversión brutal. Este es el lugar al que pertenecen los artrópodos e insectos. Aquello de que más es mejor queda refutado por completo; de todas las clases de animales son las más prósperas en términos de variedad. Sin embargo, un niño no rompe en llanto por no poder tener de mascota un alacrán o un moscardón.

Yo, hombre de las Pampas, los detesto y no pierdo oportunidad de despenarlos por la vía más próxima. Me molesta su presencia, que aparezcan de la nada. Los observo hipnotizado por la existencia de algo tan despreciable. Son unos segundos preparatorios, una afirmación del odio previo al golpazo exterminador. 

Buena parte de los códigos éticos alguna vez prodigados aseveran que a una acción le sigue otra que la compensa o subsana. El ojo por ojo de Hammurabi, los padres nuestros cambiados por pecado o la multa labrada por un agente de tránsito. Ahora, yo, frente a la Laguna llego a una premisa que me inquieta: ¿hay castigo por la masacre insectal? Se lo pregunto a él, que absorto por el paisaje, corta en rodajas un salamín. Ignora la pregunta y comenta, en cambio, un árido detalle laboral.

La idea persiste aunque logro mantener una actitud adecuada para la hora de la picada. Arrebatado por la intuición tomo una decisión de la cual ignoro alcances y efectos. Espero paciente una aparición para accionar. Se desliza entonces, como si levitara, una araña blanca. Tres aterradores centímetros albinos que aterrizan sobre la mesa de madera. Con el vaso de chapa le doy muerte. Y espero. 

Pasa algo más de una hora y los gritos vienen desde la orilla. Entre los juncos y los pastos húmedos, un hombre desplomado sin signos visibles de violencia. “Un infarto”, aventura alguien, que dice ser médico, y nadie lo cuestiona. Elijo el silencio y aprieto el puño. Es una victoria parcial de la teoría pero un caso no explica la regla. Sobre el camping se ciñe un clima gris entre el advenimiento del otoño y el hombre finiquitado. Él, salamín y pan en mano, larga un “qué mala leche” y se queja por la interrupción del descanso. Aclara, hasta el hartazgo, que no volverá a tener dos días de franco hasta quién sabe cuándo. El pequeño mitin en torno al occiso revela que hemos sido pocos los de voluntad campestre este fin de semana. El detalle me es refrendado por el regente que, a su vez, asegura que se trata de la primera vez que algo así le ocurre.

 Él, decididamente frustrado, resuelve ir a por chapas y cartón: la lluvia parece un hecho. Mientras se aleja en la oscuridad, el traqueteo repugnante de un ciempiés me abre una nueva ventana de confirmación. El riesgo existe. Le echo sal, la misma con la que adobé la carne hace unos momentos. El ciempiés se arquea sobre sí mismo. Se expande y rota. Por si hace falta, lo sepulto con la punta del borcego. Pasan los minutos y él no retorna. 

Me enfurezco. Mis aptitudes insecticidas llegan al límite de lo tolerable. Camino unos metros hacia un hormiguero. Arrojo por el agujero la bencina del encendedor, pongo luego, como tapón, hojas de diario enrolladas de forma cilíndrica. Me acerco a las brasas dónde caliento la pava. Enciendo por la punta una vara. Entonces, ésta pasa de torpe ramita a arma de destrucción masiva. Despavoridas las hormigas brotan candentes y se oye un chillido que es la suma de su agonía masiva.  No pasará más de media hora para que un motorhome, habitado por una familia de Otamendi, se encienda en ascuas 

La muerte asola el camping. No estoy, sin embargo, satisfecho. Coincide mi vocación insecticida con el terror desatado a lo largo de carpas, motorhomes y dormis. Pero la conexión no es clara: fuego, infartos, desprevenidos que no se erigen luego de la siesta.  El silencio sepulcral -nunca mejor dicho- me encuentra sentado en el medio de la carpa. Una gota impacta el cubretecho y luego otra. La sinfonía de golpecitos es fina y sutil. Se oye, ahora, al cielo crujir. La tormenta, sin embargo, parece más bien un amague, una garúa que no prospera. 

Los sapos braman un canto de avance tras la lluvia. Croan a la par. Con disciplina impensada, en el segundo entre cada grito batracio, dan un salto y se acercan. Oigo ahora, también, el fino trabajo de las hormigas que trazan caminos entre los pastos. Las arañas, de todos colores y tamaños facturan un sendero colgante propio y solidario. Los ciempiés quieren colarse por debajo. Algunos pájaros picotean las sogas y los tirantes y el cubretecho pierde vigor. El viento se lo lleva. El agua penetra la carpa como si esta fuera invisible. Mi visión del horror se hace patente ante los refucilos del cielo. Allí, entre los fogonazos, un verdadero ejército se dispone a ultimarme. 

Thom Lahitte

Thom Lahitte
Thom Lahitte
Nació en el oeste del conurbano bonaerense en 1996 pero vive en Mar del Plata desde los 11 meses. Tiene 26 años y se dedica al periodismo en La Tecla y Bacap. Bajo la forma de Thom Con Hache hace humor en redes, en Noches de Barrio (Vorterix MDP) o donde la necesidad lo convoque. Prepara un primer volumen de cuentos llamado "Gárgaras de Yerba".

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