Un poquito más

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Las crónicas de mañana dirán que besó por cuarta vez la lona. Qué frase estúpida, piensa Rodrigo, mientras deja sudor y baba en esa lona que no besaría en ningún round. Cada vez que cayó, le dio con la cara. Paf. Distinto a Jesús, siempre trató de poner el mismo cachete a la hora del golpe, así la hinchazón le crecía en un solo ojo y podía seguir viendo con el otro. Pero el Nazareno no boxeaba, según los libros.

 Así que ahí está, el nunca extraordinario Alfonso Rodrigo, intentando levantarse por cuarta vez. Apoya el antes fiel guante diestro en la lona y hace fuerza. El brazo le flaquea con el cansancio de veinte años de peleas que no le dejaron más que lapsus en la memoria, cada vez más frecuentes y cada vez más largos.

 Bufa y escupe otros hilitos de saliva, desacomodándose el protector bucal que amenaza con abandonar los dientes y correr su misma suerte: terminar estampado en la lona.

 Rodrigo piensa que tiene unos segundos, todavía. Con el ojo derecho encandilado por las luces trata de enfocar algo, lo que sea, en un poco exitoso intento para ver si logra que las cosas dejen de dar tantas vueltas. Las gotas de transpiración que le entran por la comisura del ojo lo hacen pestañar. El ardor que siente es una mancha más en el lomo del tigre. Le duele todo.

 El ojo izquierdo no responde, ha quedado sepultado bajo esa masa uniforme que le empezó a crecer en la ceja con las primeras trompadas que recibió. Y hoy recibió muchas. Pestañea otra vez, una película roja y transparente le empaña la vista. Lo poco que ve se le representa en un ángulo extraño, las luces destellan puntadas de dolor en algunos sitios dentro de su cabeza. Late, como si el corazón, a fuerza de piñas bien dadas, se le hubiera refugiado en la frente. Pero la cara sigue pegada a la lona. Ahora hay más sangre que sudor. Pero la lona es roja y nadie nota que la mancha que crece desde la comisura de esa boca abierta se expande.

 Intenta con el codo izquierdo, gustaría de hacer palanca con ese brazo, pero no puede: un malestar intenso, como una puñalada repetida, le aguijonea el costado. Fueron golpes arriba del cinturón, todo permitido. Pero siempre en el mismo lado. Uno, dos, diez, ya no sabe cuántos fueron. Menos mal que su oponente no se concentró en el flanco derecho, su hígado ya había batallado toda una vida contra el vino barato. Su hígado es un reconocido perdedor de asaltos en bares de pueblos que no recordará nunca más.

 ¿Cuántos segundos pasaron? ¿Por qué el árbitro no empieza a contar? Es que no escucha la voz de trueno que ahora retumba más allá del cuadrilátero: 3, 4, 5… Que nadie tire la toalla, piensa Rodrigo, yo me voy a levantar. Me voy a levantar con ayuda de la lona, se dice. Otra frase de mierda, cree que murmura a través de una media sonrisa que es apenas una mueca de esfuerzo. Quizá, en otra cara, en otro momento, sería un gesto jocoso. Pero es un mohín que apenas le modifica un poco el costado de la cara que no está estampado en la lona. Esa lona que, en realidad, no ayuda a que vuelva a ponerse de pie.

 Alfonso Rodrigo. Casi 38 años. Nariz achatada a las piñas, pelo negro, abundante y grueso que nunca le va a escasear. Unos 87 kilos de boxeador amateur desparramados a lo largo de su metro 85. Quieto.

 La toalla que aprieta El Pupi con sus dos manos permanece ahí. No la tira. El Pupi, el amigo que lo banca en estos encuentros por poca plata, lo conoce. Es un toro, se va a levantar, piensa, mientras estruja el trapo con los nervios de quien ya se acostumbró a mentirse. Dale, Alfonso, dale, le grita. Pero Rodrigo no escucha nada. O escucha todo, pero mezclado. Alaridos, rugidos, abucheos, aplausos: esa ha sido siempre la musiquita de sus peleas, las voces de los que pagan por verlo romperle las manos con su cara a los adversarios del momento. Dale, negro, que mañana hay fideos en lo de tu vieja, piensa El Pupi, pero no dice nada más.

 Alfonso siente un frío nuevo, que le congela la transpiración en todo el cuerpo. Nunca sintió algo igual, menos cuando pelea, claro. Se imagina de golpe en su cama, pero en la cama que usó de chiquito, la reconoce por la forma del colchón de lana, que le clavaba los nudos en la espalda. Porque no sólo imagina, siente. Está ahí, ahora. Boca abajo, con un sueño antiguo, profundo, ese que hacía tan difícil levantarlo por las mañanas para ir a la escuela.

 Un ratito más, murmura Alfonso. Y no sabe si se lo dice al réferi o a su vieja. Un ratito más y me levanto. Qué les cuesta esperar, con el frío que hace, con todo ese sueño que le pesa en los hombros, en la nuca. Desea que lo aguanten un poco. Por una vez en su vida, que alguien frene todo, que esperen, él puede. Que lo aguanten, loco, una vez en la puta vida que alguien lo aguante un poquito más. O que lo tapen con algo, o que lo abracen un instante para recuperar el calor, que le den una mano y pueda volver a erguirse y pelear de nuevo.

 La toalla blanca vuela. Atraviesa el aire de humo que flota sobre el cuadrilátero desvencijado. El trapo cae en la lona en el momento exacto en que el árbitro grita nueve. No hace falta contar hasta diez.

María José Sanchez
María José Sanchez
1982. Marplatense. Estudió Gestión Cultural y estudia Historia en la Universidad Nacional. Publicó dos libros de poemas, Último Desierto y Hoy, así, con Letra Sudaca Ediciones. En España se publicó en 2013 su primera novela, El amor y sus tumbas, por Algón Ediciones. Escribe notas de opinión para algunos medios.

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