Agustina

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Silencio. Materia y esencia de quienes alojamos una radio en nuestras cabezas. Me senté a escribir para aplacar un poco la programación diaria después de dos horas de estar escuchándome. Casi dos horas de silencio, sin ni siquiera ruido blanco por fuera de la radio. Me lancé con la lapicera en la mano sobre la hoja en blanco. Y destruí, para construir, para jugar. Bien pensamos que casi todo en nuestra mente tiene tabiques sólidos, pero también la torre de Babel -la que Escher retrató- era sólida y aun así resultó inútil. Mejor siempre construir, ¿o no? Como ir probando. Agarrar la lapicera es entonces un acto de valentía, de justo medio para investigarnos y más si pensamos que ocupa tiempo, ese tiempo que vendimos y vendemos todos los días sin nuestro consentimiento. 

Destruir la poesía interior, la prosa para convertirla en párrafo y así repensar todo. Método, formato, línea o claridad. El corazón no viene con todo eso, hay que pensarlo y eso es lo que no queríamos. 

Se levantó a escuchar el mundo. Era un día gris marplatense, de esos que dicen ser primaverales, pero que con el viento nos vuelan hasta las ideas. Y salió sin nada, sin buscar, pero sí encontrando. Claro está que no encontró lo normal, porque encontró esencia. Fue a parar a un cafetín de mala muerte, de esos que todavía son atendidos por un señor canoso y que mantienen una pátina inconfundible de color amarillento. De esos estacionados en el tiempo, para bien o para mal. A pesar de. 

Se sorprendió porque el pequeño viejito, adorable, bailaba con una compañía invisible un tango. Porque estaba sonando su radio mental en público, en silencio todo lo demás. Dos radios, sintonizando en la misma AM, y haciendo que setenta y largos años se muevan al compás de las ondas. Y sí, es raro. Se ve poco. Mar del Plata es una ciudad en grises, de frascos humanos envueltos en esas camperas negras que salen de las mismas cuatro tiendas ubicadas estratégicamente para la comodidad del personaje que habita este terreno, el marplatense. Envueltos para que no se vean pasiones, esperanzas, ilusiones y personalidades – hay un par que se animan a ser disonantes, pero no es habitual. 

Y ahí está la dificultad de lo que acababa de hacer esta muchacha. ¿Es redactable? No, la verdad que no. ¿Es conocida así por todos todos los marplanautas? Tampoco, pero es cuestión de tiempo. El silencio siempre está ahí acechando, expectante para atacarnos. Porque quien calla otorga, y ¿quién calla más que Mar del Plata? Porque hoy, así, la ciudad se torna en la protagonista de esos amores, tristezas, de esas pasiones y esperanzas vividas bajo focos de baja intensidad. Porque nos hemos acostumbrado al bajo consumo vital y hoy nuestra muchacha se animó a preguntar por qué. Ahí está lo valiente. Porque pensar mucho es violento, para uno mismo y para las y los demás. Y pensar poco es dañino. Pensar lo justo para preguntar, ver, pispear y ahí encontrar. Y encontrarnos.

 Porque el silencio marplatense ya es un poco parte de nuestra forma de ser. Porque el silencio articula sentires y así, como un hilo imperceptible que entra por nuestros poros nos hace entendernos, es entretenido si uno reflexiona con eso porque se humaniza y creo que eso siempre es divertido. 

Salí del local con una pátina de café en sus labios, como quien quiere despertarse. Empecé a caminar, crucé la plaza Pueyrredón (no, la plaza Dorrego no) como yendo para Independencia. Hay un par de cuadras y más si por los auriculares suena Charly García. Puede ser un viaje como para ir en avión, es que a esas horas de la mañana mucho no me doy cuenta de lo que va sucediendo hasta que de pronto tengo qué. Igual tiene su cuota de diversión el estar recién despierta, malhumorada nunca porque para qué. Si total laburar lo tengo que hacer igual. O por ahí no, qué sé yo- ¿acabo de ver bien? ¿Me acabo de ver bien? Con razón había arrancado distinto, todavía seguía con el pijama puesto así que me toca volver a casa, donde me espera Capitán y la cama. Hoy era un día de esos para dormir con el perro en la cama, así sin más. Así que entré a caminar, y llegué. Y todo estuvo bien.

Maipú y Chaco, una casa que asimilaba una estética colonial, casi que palaciega. Con ese clásico piso ajedrezado, con un patio al frente donde había plantado un romero y un par de flores que habían resistido las tempestades invernales. Entré, me encontré con mi hijo canino que tenía una mirada que ya me predispuso como para ir a la pieza. Dormí, sí, pero en algún momento hubo que almorzar. Así salí caminando, intuitivamente hacia el almacén que estaba sobre Libertad. Y sí, la verdad que merecía el pasaje de avión. Hacía parecer sensato el sketch de Capusotto, el del mochilero. Saco mi celu para revisar, por si acaso, no vaya a ser cosa que el sueño me haya pasado una mala jugada. Pero al mirar para abajo ya me di cuenta de algo, esos adoquines no eran normales. O no en este tiempo. Esas franciscanas acharoladas tampoco lo eran, eran bastante horribles. Y al final tampoco estaba el celular, pero sí una lista de compras escrita en una cursiva impecable como la de- como la de mamá. 

Y bien podría ser una mala jugada de mi estado de sueño, porque había salido a comprar en un estado muy poco lúcido. Pero llegué con las cosas de esa lista y abrí la puerta. Y ahí estaba, María Agustina. Y yo, Agustinita, y él, el pequeño cachorro que todavía no tenía nombre. Tenía algo de frasquito ese momento, algo de reencuentro, pero al final claro está que tuvo más de frasco. De contener, porque sí. Y más entonces cuando hubo un momento que tuvo algo de pacto tácito con Capitán que me esperaba sentado como si se acordara que ayer estuvimos un par de horas hasta que aprendió a quedarse quieto por cinco segundos. 

O sea, que no sólo había tardado más porque me había confundido, sino que me habían corrido las calles y me habían hecho volver en el tiempo. Raro, sí. 

Claro está que todo esto tiene que ver con nuestra protagonista real y su manera de castigar, con ese retroceso constante que quienes vivimos acá sentimos cada vez que nos acercamos a alguno de los barrios que detuvo el tiempo, que sólo deja demostrar que los relojes funcionan acorde a la realidad con las persianas bajas de los locales que algún don o doña atendió hasta que su energía vital se agotó. Normal podía ser, pero esa vez no tenía nada de común. Por ahí porque la ciudad advierte cuando pisamos esos barrios, pero a quien pregunta le hace estas cosas. ¿Por bondad o por maldad? Porque bien volver a nuestras infancias puede ser una pésima idea o la mejor idea que alguien puede tener. Pensémoslo, sí, hay que ir al colegio y todo eso, que tiene sus beneficios y sus contras, llegar a casa con la comida hecha después de haber jugado. Sí, no hay tanta autonomía, pero ¿autonomía de qué? Al final no había que laburar, ni nada de eso que significaba esa escala de grises. 

Y el tiempo corrió lentamente. Crecimos de vuelta con el Capi. Mamá fue igual de buena que la vez pasada conmigo, la verdad es que es raro esto de tener dos infancias, de revisarse y revisarnos. Entiendo un poco más, pero a fuerza de mantener prendida la radio de la cabeza siempre. Entiendo por fin a los de las camperas negras, porque uno los ve en el colegio. Es algo gracioso, particular, pero también tiene su cuota de tristeza. Porque el silencio tiene un poquito de todo. Porque todas y todos tenemos un poquito de silencio en nuestro todo. ¿Pero cómo sería volver? Volver por volver nomás. Por saber, por curiosidad. Porque la joda había estado buena un rato pero uno tiene chongo, viste, las cosas normales. 

Salgo de casa y ahí estaba el café. Avejentado de tantos tangos que sonaron adentro de esas cuatro paredes, revitalizado porque ahora iba gente joven porque quedaba de paso para no sé, nuevos lugares que se habían ocupado de aparecer en ese barrio. Algo sí que se mantenía igual, el señor. Encorvado, con una camisa en composé con el lugar y con el pelo canoso, pero no blanco. Canoso en tonalidades, como si fuera metamensaje. Me senté, pedí un café doble y claro está que me puse a boludear con mi nuevo celular. Y al final, sucedió lo que siempre sucede cuando voy a un café. Me levanté y encaré para el baño. Subí tranquila me dice el viejo. Y tranquila empecé a subir esa escalera que parecía angosta al principio. A cada peldaño que iba hacia arriba, se ensanchaba un poco más. Casi como si hubiera una correlación, casi como si fuera lógico que se ensanchara hasta tornarse una escalinata de las que sólo vemos en películas. Llegué, lo normal, tres puertas. Mujeres, varones, personal. Entro, salgo. Y salí. 

Es raro esto de salir continuamente. De entrar y salir, pero al salir por última vez entendí todo. O al menos eso parecía. Había desaparecido la escalinata enorme, pero sí había un balcón desde donde se podía ver lo que estaba pasando abajo. Donde me podía ver llegar, pedir y usar el celular. Siempre un café doble, al principio me asusté porque sí. Empecé a correr, luego a subir y a bajar escaleras. A mirar del derecho y del revés esa escena. A mirarla más de dos veces al mismo tiempo y en distintos lugares. Siempre igual, pero siempre tan distinta. Cambiaba el piso, cambiaba el mostrador o la tacita donde me servían ese café doble. Mi corte de pelo, mi ropa, incluso había veces que no me reconocía. Todo seguía igual, todo tenía esa esencia, esa pátina y esos grises. Lo que sí el señor nunca cambiaba, siempre estaba igual – ¿qué es eso? Un espejo, una mano que siente, que me toca y me acaricia.

  • ¿Cómo está Capi? Al final nos encontramos. 

Se redactó lo inredactable para tornarse en historia, en mito o en verdad en lo más profundo de algún corazón.

Ihan Quiroz
Ihan Quiroz
Nació en Vildecans, en 2003, aunque reside en Mar del Plata desde su temprana infancia. Es estudiante de licenciatura y profesorado en Ciencias de la Educación (UNMdP), militante y, en sus ratos libres, apasionado de la literatura argentina.

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