Nereu

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Conocí el mar cuando tenía diez años. Quedé maravillada, una fuerte alegría se apoderó de mí y no paré de saltar olas hasta caer vestida en el agua, aunque el calor no había llegado. No me importó, pero tuve que salir: a mi mamá le preocupaba que el frío me hiciera mal.  

A los catorce años, tuve la suerte de reencontrarme con él.  El destino quiso que mi nombre saliera en el sorteo que decidiría quién acompañaría a mis abuelos en sus vacaciones a Santa Isabel, una playa ubicada justo antes de que la ruta doblara con destino a Chapadmalal. Aunque no se tratara de unas vacaciones típicas, ya que los adultos tenían como objetivo hacer la loza de una nueva casa y avanzar todo lo posible con las paredes, aquel verano fue inolvidable. Los más jóvenes éramos ocho, con edades de entre 12 y 17 años y teníamos asignadas tareas:  sacar agua con la bomba manual, poner los tablones para armar la mesa, apilar ladrillos haciéndolos saltar de mano en mano, alcanzar baldes con materiales, hacer las compras, pero, así y todo, estaba feliz, estaría nuevamente cerca del mar.  

Fuimos la mañana del primer día y, si tuviera que decir qué sentí diría que era amor, amor con todos los sentidos: amé verlo, oír su rumor, tocar el agua, olerlo, paladear el sabor salado impregnando mi boca, sentía una alegría visceral. 

La casa que nos alojaba mientras construíamos una más grande, tenía un gran dormitorio que, como cuadra del ejército, nos permitía el descanso a todos. Además, compartíamos un baño y una cocina sin espacio para la mesa, por lo que nuestras comidas se volvieron rituales al aire libre, bajo el cielo estrellado del verano. 

En una de esas noches, cuando los relámpagos danzaban en el cielo y nosotros cantábamos y reíamos ruidosamente, apareció Nereu. Un hombre esbelto con piel dorada, delgado, pero con los músculos bien marcados y cabellos despeinados y pajosamente blancos, como lavados por las olas.  Saludó muy respetuoso y preguntó si teníamos un lugar donde pudiera dormir. Lo único que podíamos ofrecer era un rincón de la casa en construcción y nos agradeció haciendo muchas reverencias y juntando las palmas frente a su corazón. Le convidamos con lo que había quedado de la cena y al sentarse quedó frente a mí. Pude verle los surcos que dibujaba la sonrisa que no se borraba de su cara y los ojos verdes de una mirada profunda y algo lejana, como si una fina película blanca sirviera de distancia.  Me hizo un guiño que selló entre sus ojos y los míos la complicidad, como si ya nos conociéramos. 

Un rato más tarde nos preguntó dónde podía dejar su pobre equipaje, porque antes de dormir iría a nadar.  Los más jóvenes cruzamos miradas incrédulas, los rayos iluminaban el horizonte y nadar en la noche nos pareció temerario. 

Me atreví a preguntarle cómo era el mar de noche y me dijo que hermoso, casi igual que el cielo, un espacio infinito de paz. No supe qué decirle, pero podía sentir la inmensidad.

Mientras juntábamos los platos que todavía estaban sobre la mesa, lo vi alejarse con un andar sereno, alegre. 

A la mañana siguiente el sol brillaba sobre la tierra mojada y de la casa en construcción emergió Nereu, con una sonrisa que perduraba de la noche anterior. Se acercó a saludar a cada uno de nosotros y nos hizo a todos la misma pregunta: ¿tu corazón danza feliz? 

Llegó mi turno, me tomó la mano y repitió la pregunta: ¿tu corazón danza feliz?  Sí, respondí tímidamente mientras sentía el calor de sus manos y como si una ola fría llegara a mi panza se me erizó la piel. 

Nereu se volvió parte de nuestra rutina, aportando vitalidad y alegría.  Cada mañana repetía el saludo ritual y se aseguraba de que ningún alma infeliz se hallara entre nosotros, luego ayudaba en la tarea de construir la casa, por momentos desaparecía, y por las noches, después de la cena, partía hacia el mar. 

Cada atardecer me ilusionaba con que me invitaría a nadar con él, aunque sabía que no me sería permitido acompañarlo.  Entonces, cuando llegaba la hora, lo seguía con la mirada hasta perderlo en la oscuridad mientras me imaginaba deslizándome con él rodeados de algas y pequeños peces que sumaban caricias a nuestros roces.

Una tarde, mientras no estaba, se hizo necesario mover sus cosas del rincón dormitorio  y me ofrecí para la tarea. Mientras enrollaba cuidadosamente su bolsa de dormir pude oler su perfume marino, mezcla de sal y arena húmeda, un aroma dulce, inagotable. Pegué mi nariz a la tela impregnada de su cuerpo y después guardé todo sobre mi cama, para entregárselo como ofrenda cuando él llegara.

Logré armar un pequeño grupo de cómplices: impulsados ​​por la curiosidad de unos y la desconfianza de otros seguimos a nuestro huésped en su excursión nocturna. Caminábamos a unos pocos pasos de distancia de él, aunque no tan cerca como hubiera querido. La luz de la luna destacaba su figura y yo no podía apartar los ojos él, quería captar el movimiento de cada uno de sus músculos.

Descendimos por el acantilado sin necesidad de linternas. La marea estaba alta pero el oleaje era tranquilo. Vimos a Nereu sacarse la ropa y caminar hacia el mar.  Un fuerte sentimiento se apretaba en mi pecho, pero no lo lograba identificar de qué se trataba.  Cuando el agua le llegó a las rodillas dio un salto con los brazos hacia arriba. Se me escapó un grito de sorpresa. El corazón me dio un golpe, uno solo, y después quedó como mudo.  Miré rápido a mis compañeros, para ver si habían visto lo mismo. Nereu dio un nuevo salto y otro más, jugueteaba en el oleaje mientras su cola plateada brillaba bajo la luz de la luna. 

Nos quedamos mirando hasta que se perdió en la negrura del mar. Sentí la humedad en las mejillas, quizás era sudor, quizás lágrimas, o tal vez el rocío de la noche. 

No pude dormir y salí de la cama en cuanto se presentó el día. Pero Nereu no estaba, no llegó esa mañana, ni esa noche, ni los días que siguieron, hasta que el verano llegó a su fin. 

Miro el mar y puedo sentir la danza de mi corazón: libre, liviano. Voy a nadar cada noche: me pierdo en la oscuridad del océano, me dejo abrazar por el inmenso azul del mar y del firmamento mientras me envuelve su respiración.  Puedo sentir su murmullo cuando los oídos quedan bajo el agua.

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