Pacto de amigos

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Siempre fuimos cuatro. Va, tres y ella.

Ella parecía ser una más entre nosotros. Pero no. No lo era.

Nos sentábamos todas las tardes en la misma mesa del mismo bar. Casi como si fuer un cordón de la vereda. El primero en llegar era yo. En realidad, salía de casa y caminaba las dos veredas que me separaban de “Dick” y me sentaba a esperarlos. A Ella más que a los otro dos. Pero siempre llegaba primero Federico y después Santiago. Eran hermanos. Y Ella llegaba última. Parecía una rutina estudiada, casi ensayada. Pero no, la casualidad se daba a diario y así los cuatro, los tres y Ella, nos encontrábamos en el “Dick”. Cerveza y maní. No había otro menú.

Éramos un grupo muy unido. Podíamos hablar de todo. O al menos eso pensábamos entonces. Hasta que una de esas tardes, era verano me acuerdo, Ella tardó en venir y Federico contó un secreto.

– Les tengo que contar algo

– ¿Qué? –pregunté sin dejar de estudiar las líneas de la mesa de madera.

– Primero tienen que prometerme que no sale de acá.

– Dejate de joder Fede, siempre el mismo pelotudo…–contestó su hermano.

Santiago era más chico, pero parecía dominarlo. Federico lo miró y con lo cachetes un poco colorados de la calentura lo mando a la mierda y amagó a irse sin contarnos nada. A lo mejor, hubiera sido lo correcto. Pero en ese momento lo único que queríamos era que Fede nos contara su historia. La expectativa que teníamos era grande. Sobre todo, porque se había largado a contar antes de que llegara Ella. Era algo entre hombres. Y esas conversaciones me gustaban. Así que, para darle fuerza a Fede pedí la birra y le serví el primero de los chops de la tarde. Una buena historia a pico seco no es lo mismo. Menos si se trata de sexo. El sexo y la birra van de la mano. Va, por lo menos para mí.

–Dale papá, arrancá… ¿Qué te pasó?

Federico miró por la ventana. Parecía nervioso. Pero la sonrisa que tenía calcada en la cara era la seña que la historia venía buena.

–Arranco, pero si viene, corto.

No hacía falta nombrarla. La única que faltaba era Ella. Y si faltaba algo para sospechar que la historia venía jugosa, Fede se había encargado de aclararlo. No quería que Ella lo escuchara.

La camarera se acercó con la segunda botella de la tarde. La presencia de la chica retrasó el relato. Federico estaba raro. Más desenvuelto que nunca. Y más sediento también. Ya se había clavado dos chops casi sin respiro. En silencio. Se podía escuchar a Federico tragar. Hasta que la camarera se alejó y mientras yo recargaba los vasos, empezó el relato:

–Me la cogí.

Nada más. Ni nada menos. En ese momento para nosotros coger era como agarrar un pleno en la ruleta. Habíamos pagado un par de veces. Los tres juntos en el boliche de la Turca. Pero coger coger, así gracias a la conquista, nunca.

–¿A quién te cogiste gil? –soltó Santiago mientras manoteaba su chop transpirado y lo empinaba en un sorbo largo y ruidoso.

–A Ella.

Federico giró la cabeza y otra vez miró por la ventana. Desde nuestra mesa se veía, en diagonal, la esquina por donde debía aparecer la actriz del relato. Hacia ahí miró Federico. Como si quisiera aclarar lo que ya no hacía falta. Ella era Ella. No había otra. Y Federico se la había cogido y esa tarde lo estaba contando antes de que llegara, mientras se liquidaba la segunda botella.

–¿A Ella? –dije como si hiciera falta mayor explicación.

–Sí…

–Contá más forro –encaró Santiago, mientras yo no podía sacarme de la cabeza la primera frase de Federico: “Me la cogí”. Eso había dicho. Él, uno de nosotros, se había cogido a Ella. Él, el más boludo de nosotros, se la había garchado. A Ella. A la mujer del grupo. A la que muchas veces habíamos dicho que era intocable. No por fea. Sino por un supuesto honor a una supuesta amistad que Federico se había pasado por las pelotas. Ella, dueña de la imagen etérea con la que, en secreto, nos matábamos a pajas, sabiendo que nunca en la puta vida íbamos a poder tocarle una teta. Y Federico se la había cogido.

Todavía hoy no sé qué mierda me pasó esa tarde. Después de que escuché “Me la cogí” y supe muy dentro mío que se refería a Ella, todo cambió. Federico, Fede, uno de mis amigos del alma pasaba a ser un hijo de mil putas. El forro, ortiva, sin códigos que se cogió a Ella. La mina del grupo, la “virgen eterna”, cómo el muy pajero de Federico la había bautizado. ¡Hasta en eso se había cagado!, la “virgen eterna” ahora había dejado de ser “virgen” porque él se la había cogido.

No le dije nada. Me quedé callado. Agarré la botella y me serví el último tramo. Con espuma y todo. Tomé hasta sentir que me ardía la garganta. Mientras, Federico retomaba su relato, mientras Santiago hacía señas a la camarera para que trajera otra.

–Ayer a la tarde. Cuando nos fuimos de acá. Ella quiso ir hasta casa a buscar unos discos… Nada, fuimos. En el camino empezó a contarme que había soñado conmigo. Yo nada. Me reía. Le pregunté qué soñó y bueno, me contó.

–¿Y qué soñó? –pregunté como si quisiera que me removieran el puñal clavado en el pecho.

–Que me chupaba la pija… Nada –Federico intentaba minimizar su hazaña, quitándole importancia, usando una muletilla irritante: “nada”.

–¿Nada? La puta que te parió… –Santiago parecía excitarse con el relato de su hermano. Por eso lo insultaba mientras servía una nueva ronda.

–Bueno, sí eso, que me chupaba la pija. Y que cuando se despertó estaba empapada…

La risa de Santiago rompió todo tipo de clima. Era el más chico del grupo y para él el sexo todavía era más travesura que necesidad. Por eso se cagaba de risa de todo y metía bocadillos zarpados.

–Y cuando te lo contó, qué le dijiste –pregunté

–Nada, la miré y me sonreí. Ella se cagó de risa y me agarró la mano. Así fuimos hasta casa. Yo no sabía qué hacer. Ella estaba distinta. Cambiada. Como caliente, digamos. Va, eso me di cuenta después. Tenía los pezones al palo. Parecían dos balas de nueve tratando de salir por la remera.

La comparación me hizo cagar de risa. Fede tenía esas cosas. Contaba buenas historias. Sabía decorarlas. Por eso, la primera vez que fuimos a lo de la Turca, él entró primero y cuando salió nos contó todo. Cuando me tocó pasar a mí, ya la tenía parada. Era un capo contando historias. Pero comparar los pezones de Ella con dos balas era lo máximo. Me cagué de risa, por más que me doliera lo que estaba escuchando.

–Pedite otra.

Santiago extendía un billete de diez pesos todo doblado. Agarré la guita y caminé medio a los tumbos hasta la barra. No sé por qué no llamé a la mina para que trajera la botella. Creo que quise alejarme un poco. Sentía la cara hirviendo. Y no era por el alcohol. Recién íbamos por la tercera…

Cuando me dieron la botella noté que estaba bien fría. El vidrio verdoso de la botella estaba blanco por hielo seco. Le tiré el billete al cajero y volví. Santiago jugaba con las cáscaras del maní. Fede con un platito. Lo hacía girar como un trompo sobre la mesa de madera. Parado, serví una nueva ronda empezando por el vaso de Fede. Necesitaba que retomara el relato rápido.

–Bueno… llegamos a casa y justo mi vieja había salido. Este boludo se había quedado con vos… y mi viejo no llega hasta tarde… Estábamos solos.

–Fue a propósito…– dije, y muy adentro mío pensé que Ella era una puta bárbara.

–No sé… puede ser… En casa, Ella se sentó en la cocina mientras le buscaba los discos. Quería uno de Los Redondos.

–¿Los Redondos? –grité sorprendido, yo le había hecho escuchar Los Redondos a Ella. Yo. Y ahora con esa excusa se garchaba a Federico.

–Sí… yo ni sabía dónde mierda había dejado el disco, pero me lo puse a buscar. Pero al toque entró a la pieza con dos latas de cerveza que había encontrado en la heladera. Estaba rara, se reía de todo. Me parce que le había pegado la birra. Me dio una a mí y la otra se la clavó casi sin respirar. Yo tomé un par de tragos, pero no tenía muchas ganas. La cosa es que de un momento a otro se me tiró arriba y me dio unos besos.

–¿Y vos?

–Nada –El muy hijo de puta seguía con la muletilla –No entendía qué onda, pero empecé a meterle mano. Primero por arriba de la ropa. Hasta que ella se sacó la remera y me puso las tetas en la cara.

–¿No tenía corpiño? –preguntó Santiago, que no quería que su hermano se ahorrara detalles.

–No usa –dije casi en un murmullo que pasó desapercibido.

–Le chupé las tetas mal… hasta que medio me sacó y empezó a buscarme la pija por la bragueta. La sacó y me la chupó toda. Al toque acabé…

–¿En la boca? –lo dijimos al unísono. Santiago y yo no podíamos creerlo. Ella se había tragado toda la leche.

–No se la tragó… la escupió en la latita de la birra y se enjuagó la boca con la que yo había dejado. Después me volvió a dar un beso y me pidió que le hiciera la paja.  Se sacó el pantalón con la bombacha y todo, y empezó a meterse mis dedos en la cocha. Y bueno nada, mientras se me paraba otra vez le metí dedos, se la chupe un poco y Ella se ponía como loca….

“Qué puta de mierda”, pensé. No podía ser que Ella haya hecho todo eso con Federico. Estaba mintiendo.

–¡Mentira! –dije como hipnotizado en mis pensamientos.

–Posta, boludo. Después me la garché una vez.

–¿Una vez? –preguntó Santiago en medio de una risa burlona que trataba de quitarle méritos a su hermano.

–Sí, llegó mamá.

La birra estaba por la mitad. Ya no estaba tan fría, pero le di un trago directo del pico para tratar de calmarme un poco. Federico se la había cogido y Ella se la había chupado. ¡Hija de puta! A mí me gustó toda la puta vida y por respetar el pacto de amigos nunca se lo dije. Y ese pelotudo lo había logrado. No aguanté más. Y se lo dije:

–Ella es una puta de mierda… y vos…

Federico me miró y se cagó de risa y me cortó justo cuando iba a atenderlo a él.

–Sí… de una. Eso es lo primero que pensé cuando se fue.

Federico, otra vez, miró por la ventana hacia la esquina cagándose de risa. La figura de Ella crecía a cada paso. Venía caminando. Por eso Fede apuró el relato y antes de que llegara remató la historia.

–La cosa es que le puse. Ella me la chupo toda y se comió los caramelos.

La carcajada de Santiago me desencajó más que todo lo que había contado Federico. Tomé otro trago. Largo. Áspero. Cuando bajé la botella, Ella ya estaba saludándolo a Federico como si nada. Me cagué de odio. Y ahí me la mandé. Cuando me vino a saludar me paré y en vez de darle un beso le estiré la botella.

–Tomate un trago…

–Gracias –dijo Ella mientras sorbía del pico y Santiago pedía otra vuelta y un vaso más.

–Por ahí te entonás y nos chupás la pija a todos.

Federico me miró. Todavía hoy me acuerdo del cagazo que tenía en la mirada. Se ve que Ella le había pedido que no nos contara nada. Pero el forro nos contó y con lujo de detalles. Ella también estaba sorprendida. Santiago se cagaba de risa, lo único que sabía hacer más o menos bien.

–¿Qué te pasa? –dijo Ella.

–Nada…

–¿Nada?, pelotudo de mierda… ¿Por qué me bardeás?

–No te bardeo, te digo, que por ahí te dan ganas de chuparnos la pija…

Ahí vino la piña. Ella cerró la manito de minita que tenía y me puso una piña en la nariz que me dejó más boludo de lo que estaba.

Al toque Federico se paró y la quiso frenar, pero fue para cagadas.

–Te dije, pendejo, que no le contaras a estos dos pelotudos. No ves lo que pasa…

–Yo no conté nada, qué decís…– Federico intentó una defensa con menos estilo que la mierda. Ella contraatacó.

–Sos un pendejo… pero espero que les hayas contado bien todo…

–Pará, cortá…–dijo Federico.

–Cortá nada gil… ¿Les contó que no se le paró? Que se la chupé como una hora y nada…

Federico se transformó. Con los ojos llorosos por la piña que me comí, pude verlo ponerse rojo de calentura. Estaba ciego. La empujó. Ella cayó de espaldas. La nuca le dio contra el escalón que separa la barra del salón. Al toque se tiñó de sangre. La botella voló por el aire y se hizo mierda contra el suelo. Ella respiraba con dificultad. Parecía ahogada. A Santiago no le daban las patas para correr. Mientras el dueño del bar llamaba al a cana. Federico lloraba de impotencia y la seguía puteando.

–Puta de mierda. ¡No mientas! Bien que gritaste como una perra…

Yo estaba inmóvil. Me dolía la nariz. Estaba asustado. Lo miraba a Federico enloquecido insultando a Ella. Hasta que se le tiró encima. Y empezó a pegarle. Ella tenía los ojos cerrados. Ya no respiraba. Federico se había dado cuenta y por eso le pegaba. Quería despertarla.

 

Todavía siento el calor de la sangre en mis manos. La imagen de Ella muerta es un sello estampado en mi memoria. Igual que el pico de la botella. Filoso. Verde. Lo tenía en la mano. No sé cómo ni cuando lo levante del suelo. Lo que sí me acuerdo es que se lo clavé en la panza. A Federico. Y mientras su sangre me teñía las manos, lo miré a los ojos y le dije:

–Ella era una puta de mierda, pero vos… Vos sos un mentiroso y un traidor. Rompiste el pacto de amigos.

Juan Carrá

Juan Carrá
Juan Carrá
(Mar del Plata, 1978) Periodista y escritor. Publicó las novelas Agazapado (Hojas del Sur, 2021); No permitas que mi sangre se derrame (Random House, 2018); Lloran mientras mueren (Vestales, 2016); Lima, un sábado más (Vestales, 2014) y Criminis Causa (Letra Sudaca, 2013). También la novela gráfica ESMA (Evaristo, 2019) junto al dibujante Iñaki Echeverría y el libro de cuentos Ojos al Ras (Alto Pogo, 2021). Fue distinguido con el premio Alfonsina en el rubro “Creación literaria”. Como periodista trabajó en diferentes medios gráficos de alcance nacional. Es docente de la carrera de Periodismo en TEA y de la carrera Artes de la Escritura en la Universidad Nacional de las Artes. Dicta talleres y clínicas de escritura.

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