Viaje en Tren

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Bitácora del escritor. Jueves 9 de abril de 2015. Tren 305, coche 501, asiento 57. Estación Constitución. Rumbo a Mar del Plata. Destino: FILBA. Hora estimada de llegada: 20:20, justo para la cena.

Faltan 30 minutos para que la formación comience el viaje. 400 kilómetros de vías, campo, cielo y ganado salpicado por la pampa nos esperan. La temperatura en el tren es agradable: 24 grados adentro, 28 afuera. El aire acondicionado está a punto. Ya se siente la vibración de la locomotora lista para salir.

En el asiento de al lado viaja un chico de unos 12 años. Los padres, pasillo de por medio, se sacan algunas fotos con el celular. Comentan las comodidades del tren. Dicen que no es como el de antes. Y es verdad que sorprende. La última vez que viajé no fue hace mucho. Recién se ponía en marcha la renovación. En la ventanilla de la Ferroautomotora de Mar del Plata nos engañaron: con el discurso de los nuevos trenes, Ferrobaires vendía pasajes para el viejo servicio. Las quejas fueron en vano. La formación salió poco después de las 13 y llegó a Buenos Aires nueve horas después. Juré no volver al ferrocarril. El viaje fue cruel no solo por las demoras: los asientos destartalados, maderas en remplazo de vidrios, baños hediondos. Viajar en pulman no se parecía siquiera al viejo recuerdo de los ya desaparecidos vagones turistas. Ganado.

***

Bitácora del escritor. Misma fecha, mismo lugar, mismo destino. 13:45.

Se escucha el silbato y la aceleración del motor. El tren emprende su marcha. El esfuerzo de la locomotora por romper la inercia de la quietud se siente en el cuerpo acorazado de esta especie de gusano que repta por las vías. Abro las cortinas. En la ventana empiezan a sucederse imágenes como una secuencia infinita de fotos: atrás, quedan Constitución, los patios de algunas casas, los galpones del esplendor quinquenal, el Riachuelo, las estaciones del primer cinturón, un parque de diversiones desvencijado, la ciudad, el cemento.

Para un escritor de policiales viajar en tren no es algo más. Es habitar el escenario de una de las mejores historias del género. Una de las pocas que pudo reunir, en una lucha de egos sin cuartel, a tres de los máximos exponentes. “Extraños en un tren”, novela creada por Patricia Highdmith, adaptada en parte por Raymond Chandler para que Alfred Hitchcok, en 1951, la convirtiera en una obra maestra. Es inevitable pensar que entre los compañeros de vagón puede ocultarse Guy Haines. O que, quizás, Bruno Anthony espera en el vagón comedor para elegir su presa. Ojalá no me proponga matar a su padre.

Hay algo en el sonido del tren que hipnotiza. Esa repetición cíclica de ruedas de metal que rebotan en las juntas de los rieles. TUC–TUC… TUC–TUC. Más lento. Más rápido. Igual que las imágenes que se dibujan en las ventanas.

***

Bitácora del escritor. Misma fecha, lugar incierto, mismo destino. 14:30.

Por el alto parlante, una voz distorsionada de mujer, pide que nos quedemos en nuestros asientos. En breve servirán el “refrigerio”, anuncian. Lo llama así: “refrigerio” y el enigma se instala. Dos azafatas –¿en los trenes también se las llama así?– recorren el pasillo con un carrito. Un agua saborizada, un paquete de galletitas, un alfajor. Fin del juego.

Adelante viaja una pareja. No tienen más de 20 años y por la intensidad de las peleas y reconciliaciones, menos de dos años juntos. Quizás sea su primer viaje como novios. Él tiene un chupón en el cuello que luce como una cucarda. Ella, el pelo desordenado y cara de haber dormido poco. Él parece haberse comido una radio. Llevamos casi dos horas de viaje y no supo quedarse en silencio. Ni siquiera cuando ella habla. Tampoco cuando le reprocha que haya hablado más de su familia. “Me molesta –le dice– es como si yo dijera que tu papá es un boludo”. Ahora sí se queda callado. No por mucho. El vagón entero lo agradece.

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Bitácora del escritor. Misma fecha, Altamirano, mismo destino. 15:02.

El tren se detiene en el medio del campo. Corrales de madera reseca, sin animales. Un paisano pasa al galope en un zaino percherón. Algunos autos muertos. Una plaza vacía de hamacas inmóviles. Un viejo cartel anuncia que estamos en Altamirano. Afuera la temperatura aumenta. El tren no se mueve. Dicen que están esperando el cambio de vía, por la formación que viene de frente. 15:25 se escucha el quejido de la locomotora. El tren vuelve a la marcha.

El pasto en la pampa es más amarillo que verde. La osamenta de una vaca se asoma en un claro raído. El cuero seco se aferra y resiste a las alimañas y al tiempo. A lo lejos se ven banderas rojas. Un santuario del Gauchito Gil se levanta solitario en el medio de la nada. Pienso en el Retobado colgado de cabeza, crucificado como un anticristo, degollado por el filo de su propia faca. La sangre inocente baña la tierra. Como otras sangres en tantas leguas. Quizás por eso el pasto no es verde y sí amarillo. Como la piel pálida de la muerte.

Un cañaveral bordea la vía. Cortina erguida y firme. Detrás una manada de caballos. Marrones, blancos, negros. Un molino que no descansa. La brisa inclina los cardos secos. Silos en bolsa, orugas gigantes rellenas de soja, devoran la tierra. Un chimango se lanza en picada.

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Bitácora del escritor. Misma fecha, lugar incierto, mismo destino. 16:30.

El puente cruje con el paso del tren. O al menos eso parece por el sonido a dolor en el metal. Abajo, cruza el lecho de un canal. Algunos pescadores lanzan sus cañas parados en los islotes de tierra humedecida.

Quedan atrás. Aparece una escuela, arbustos, árboles desparejos. Un mar amarillo de soja seca se pierde hasta el tendido eléctrico.

En el exterior, 29 grados. Acá, 21.

El nene que viaja a mi lado duerme abollado contra sus piernas. Lo mece el movimiento de la marcha. El viaje es largo. Hay que matar el tiempo.

17:14 El tren frena en la vieja estación de Dolores. Un banco de madera se arquea debajo de una Virgen de Luján.

Nadie baja. Son pocos los que suben. Esta es la única parada prevista antes de llegar a destino.

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Bitácora del escritor. Misma fecha, vagón comedor, mismo destino. 17:50. Exterior 27 grados, interior: 29.

Acá no anda el aire. El sol baja a mi izquierda. Las ventanillas se prenden fuego. El campo no es más que un espectro a contraluz.

El olor a café de filtro le da un aire familiar al espacio. Este vagón no es como los otros: no lugares, ajenos, efímeros.

Del otro lado del ocaso, lagunas cenagosas se estiran por la velocidad. Garzas. Un poco más de ganado. Campo. Infinito y silencioso.

La luz empieza a desaparecer. El fluorescente anuncia la noche.

Afuera todo es oscuridad.

Oscuridad. El vacío infinito. Los faros de los autos, luciérnagas a lo lejos. Algún pueblo que espera el paso del tren que no para. Un relámpago lo hace todo violeta. Vidal, se adivina el cartel iluminado por el fogonazo. 20:00 horas. Interior: 22 grados; exterior: 19. La lluvia golpea el metal.

***

Bitácora del escritor. Misma fecha, Mar del Plata. 21:03.

Llegamos a destino. Un poco antes anunciaron el cierre del vagón comedor. El pasaje espera en los pasillos que el tren se detenga. Atrás quedaron el aeropuerto, La Florida, las cruces de San Andrés y las barrerras bajas.

Exterior 18 grados, interior: 21. Mar del Plata siempre trae aire fresco.

Juan Carrá

Juan Carrá
Juan Carrá
(Mar del Plata, 1978) Periodista y escritor. Publicó las novelas Agazapado (Hojas del Sur, 2021); No permitas que mi sangre se derrame (Random House, 2018); Lloran mientras mueren (Vestales, 2016); Lima, un sábado más (Vestales, 2014) y Criminis Causa (Letra Sudaca, 2013). También la novela gráfica ESMA (Evaristo, 2019) junto al dibujante Iñaki Echeverría y el libro de cuentos Ojos al Ras (Alto Pogo, 2021). Fue distinguido con el premio Alfonsina en el rubro “Creación literaria”. Como periodista trabajó en diferentes medios gráficos de alcance nacional. Es docente de la carrera de Periodismo en TEA y de la carrera Artes de la Escritura en la Universidad Nacional de las Artes. Dicta talleres y clínicas de escritura.

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