¡Buster, a escena!

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El silbido lo tiene a maltraer. Desde la mañana temprano lo escucha. Incluso antes de levantarse. Con los ojos cerrados piensa. Trata de buscar en su cabeza cuándo fue la última vez que sus oídos funcionaron sin interferencias. Le llega la imagen del campamento de las tropas en Francia. El escenario improvisado bajo unas telas de campaña. Él sosteniéndose en equilibrio en una escalera sin soportes ni barandas. La risa de los soldados. El olor a tabaco: una nube suspendida sobre la primera fila improvisada. También recuerda los insultos: sabía que más de uno lo detestaba. Después de todo él había evitado el frente de batalla por sus dotes de actor. El ánimo de la tropa es la base de la victoria, le había dicho el general que lo recibió apretándole la mano, declarándose admirador de sus padres, incluso de él, de su valentía cuando niño, capaz de soportar las caídas más estrepitosas en pos de las risas y los aplausos.  Y entonces, por un segundo, el silbido se desvanece y el reverberar de las ovaciones es lo que le trae el recuerdo. 

—Buster, a escena…

La voz de Eddie lo devuelve al mundo. Buster, repite él y se mira en el espejo. La cara de piedra, que tanto le costó conseguir para dotar a su clown de algo diferente, se refleja deformada por las imperfecciones del acero lustrado rodeado de focos que se hizo montar en el camarín. Buster, repite y se acuerda de la primera vez que así lo llamaron. Tenía tres años y la escalera de su casa se le antojaba una aventura. Su madre lo perdió de vista en la planta alta. Su padre, demasiado ocupado en los cálculos de los dividendos que le dejaba el negocio de tónicos medicinales que mantenía en sociedad con el gran Houdini. Y fue él, el rey del escapismo, el que lo vio caer rodando por los escalones desnudos de alfombra. Fue él también el que lo vio levantarse como si nada, sin rasguños ni moretones, tampoco lágrimas.

—That was a real buster! —exclamó Houdini y en ese acto de acrobacia innata quedó bautizado para siempre. 

—Buster, a escena —repite Eddie y él agradece haberlo elegido para que lo acompañara en la dirección de su primer corto en solitario. Volver al ruedo después de la guerra le está costando. Aunque no se note. Aunque todos lo vean como una gran promesa en el cine, él sabe que cada día es una proeza, un verdadero esfuerzo para sentirse vivo. Él solo sabe que escucha el silbido penetrándole el cerebro. El mismo silbido que aquella tarde escuchó, antes que nadie, mientras estaba en escena y los soldados del frente francés se preparaban para soltar la carcajada que prometía el último acto mil veces practicado. Entonces el silbido. Las sirenas que anunciaban un bombardeo. Y las corridas a las trincheras mientras él también corría pero lejos del posible fuego del ataque enemigo.

Buster, a escena. Cree escuchar, pero sabe que no es posible. Ya lo llamaron dos veces y nadie se atrevería a insistirle una tercera. Es él mismo el que se dice que tiene que salir. Que todavía queda rodaje. Que hay que aprovechar la luz del día porque no falta mucho para que el sol se corra del cenit y dibuje esas sombras que tanto le gustan a los pintores pero que él detesta cuando tiene que filmar. 

Se para. Se acerca al espejo, hace una mueca que podría parecerse a una sonrisa y enseguida recupera el rictus que lo caracteriza. La boca un guión rosado que tajea el maquillaje pálido. La máscara detrás de la que se oculta para no mostrar su verdadera tristeza. Respira hondo. Suelta el aire por la boca para calentar las cuerdas vocales. Es una rutina que heredó del teatro. La preparación necesaria para los sonidos que muchas veces acompañaban a los gags y que en el cine de nada le servirían. Pero no abandona la rutina. Ni siquiera cree que sea una cábala. No está para esas cosas. Sabe que lo suyo no es la suerte y la vida se encargaría de mostrárselo con el tiempo. 

Revisa el libreto. Le molesta que las R se vean tan débiles. Tengo que arreglar la máquina, piensa demorándose una vez más en nimiedades que lo alejan del plató. La marca que le dejó Eddie está en la página 32. Ya había quedado atrás la secuencia de la iglesia. La bajada por las escaleras, los zapatos volantes.  Sabía que la toma había sido buena por más que aún no revelaran los rollos.  También las peripecias con los autos. Todavía le dolía la entrepierna después de una pirueta fallida: la moto demasiado rápido, el salto poco elevado, el golpe. Corte. Va de nuevo. Dolor. El reproche de siempre: ¿Por qué, Buster, por qué no usar un doble? Y eso nunca. Nunca en mi vida, se dice y  piensa en su padre y en su madre en el vodevil arriesgándose en cada pirueta, en la vez que, a los ocho años, quedo inconsciente durante dieciocho horas después de un mamporro mal calculado, en la sociedad protectora de niños exigiéndole a la ley que él, Buster Keaton, no pudiera salir a escena, que eso era explotación laboral, que sus padres abusaban de su inocencia. En todo eso piensa y se avergüenza de la sola idea de salir a escena cuando el guion le pide acción. Pero también se avergüenza de esas mujeres que lo sacaron de los escenarios. Infames, piensa, viejas infames. Otros niños seguro necesitaban de su ayuda… yo no.  

Lee: 

Exterior/Construcción de la casa/Día 

Buster intenta cortar un listón del techo que sobresale de la línea de las paredes. Lo hace sentado en la altura, sosteniendo la madera con las piernas. El listón se mueve, lo clava y se sienta a caballito…

De solo leerlo lo duele la entrepierna. Por eso le cuesta tanto la toma del serrucho. Ya la pasaron tres veces y nada. El dolor no lo deja concentrarse. Sabe que en el montaje va a quedar poco de esa primera parte en la que tiene el listón entre las piernas. Quizás un plano a Sybil mientras prepara el café y volver al final del corte, cuando la madera cede y la caída, por más obvia que parezca, se vuelve cabriola y efectiva. 

Ya no hay excusas. Toma aire. Se acomoda el pelo. Retoca apenas el maquillaje. Miente una sonrisa y sale. El sol le golpea los ojos. El tráiler donde descansa en cada corte está apenas apartado del set. Desde ahí puede verlos a todos en sus cosas. Engranajes de una máquina que él debería poner en movimiento. Eddie charla con Sybil, le señala la coreografía de sus movimientos para cerrar la toma del desayuno. Buster los mira a la distancia. Le gusta ver a su colega en acción. También le gusta verla a ella. Es una buena actriz. Quizás demasiado expresiva. Pero está bien, piensa, compensa conmigo.

Camina hacia ellos. Eddie marca con la claqueta y da acción. Sybil —vestido a cuadros— pone la sartén al fuego y revuelve los huevos. Se da vuelta y revisa la cafetera. El vapor le toca la cara. Entonces mira hacia fuera del plano, la vista en un contrapicado hacia donde debería estar él cortando el listón. Grita con una mano haciendo de corneta: ¡El desayuno está listo! Y lo llama agitando la mano. 

—¡Corte! —grita Eddie mientras lo busca con la mirada, a lo lejos. Buster levanta la mano anunciándose y empieza a caminar. Deja atrás el tráiler. Busca el serrucho y se sube al listón de madera donde deberá cumplir con lo que dice el guión. 

El silbido vuelve. Respira hondo. Trata de olvidarlo. Parece que lo logra… otra vez la voz de Eddie: Acción. Buster se agita sobre la madera comprobando su resistencia. El silbido le gana al libreto. ¡Bajo ahora mismo!, dice. Agarra el serrucho. Corta. La madera cede. El silbido cada vez más fuerte. Buster hace su cabriola. CORTE, impresionante, queda, grita Eddie eufórico. Todos los presentes aplauden. Buster los mira desde el piso. Rompe su cara de piedra y el silbido parece que se desvanece.  

Lógica de la perturbación. Salta el Pez. 2022

Juan Carrá
Juan Carrá
(Mar del Plata, 1978) Periodista y escritor. Publicó las novelas Agazapado (Hojas del Sur, 2021); No permitas que mi sangre se derrame (Random House, 2018); Lloran mientras mueren (Vestales, 2016); Lima, un sábado más (Vestales, 2014) y Criminis Causa (Letra Sudaca, 2013). También la novela gráfica ESMA (Evaristo, 2019) junto al dibujante Iñaki Echeverría y el libro de cuentos Ojos al Ras (Alto Pogo, 2021). Fue distinguido con el premio Alfonsina en el rubro “Creación literaria”. Como periodista trabajó en diferentes medios gráficos de alcance nacional. Es docente de la carrera de Periodismo en TEA y de la carrera Artes de la Escritura en la Universidad Nacional de las Artes. Dicta talleres y clínicas de escritura.

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