El cuarto lugar

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Siempre  fui  el  cuarto  en  la  lista.  De  primero  a  quinto  grado:  Álvarez,  Arrué,  Bibanco, Caldera…  después  vino  la  muerte  de  Arrué.  Se  ahogó  en  una  pileta  en  plenas  vacaciones entre quinto y sexto grado. Me acuerdo que en el velorio se me cruzó el pensamiento de que iba a quedar tercero. Pero el primer día de clases, uno nuevo ocupó el lugar vacío. Carlos Antonio se llamaba. Entonces: Álvarez, Antonio, Bibanco y recién, en cuarto lugar, yo. En la secundaria fue diferente. No lo del cuarto lugar, eso siempre fue así: si había una lista, el cuarto lugar era mío. Lo diferente fue que los tres primeros fueron cambiando casi todos los  años.  En  primero:  Albarracín,  Bobio,  Buenaventura;  al  año  siguiente  y  hasta  cuarto, Bobio cambió por Blanco. Después, el que dejó la escuela fue Albarracín, pero justo había repetido el Moncho Albornoz. Siempre en el cuarto lugar. Me acuerdo, también, del baile de  egresados:  me  tocó  el  vals  con  una  chica  de  una  escuela de  monjas.  La  lista  que propusieron  los  organizadores  era  por  apellido.  De  los  hombres.  El  Moncho  se  quejó,  no quería  salir  primero,  el  paso  le  salía  como  el  culo  y  prefería  perderse  en  el  montón  a  tener que abrir la pista. La lógica hubiera sido que Bobio saliera primero, Buenaventura después y  yo,  en  tercer  lugar.  Pero  no;  Marcos  Ugarte  se  propuso  abrir.  “Yo  sé  bailar”,  dijo  y  a  los organizadores  les  pareció  suficiente  como  para  romper  el  orden  de  la  lista.  Ser el cuarto nunca  me importó. En realidad, nunca lo había pensado, hasta ahora.

***

Soy un asesino. Lo soy desde que tengo uso de razón. Uno de mis primeros recuerdos es la cabeza de un canario anaranjado en mi mano. La palma cubierta por unos hilos de sangre viscosa, el cuerpo del pájaro en la jaula de mi abuelo. Me acuerdo la sensación en el cuerpo. El corazón latiéndome tan fuerte que podía escucharlo. Un zumbido extraño en los oídos que me impedía escuchar los gritos de mi abuela mientras me arrastraba a la pileta del lavadero para quitarme la sangre con detergente y puloil. Después el cuerpo laxo, débil, gelatinoso y solo ganas de dormir. No me acuerdo cómo le arranqué la cabeza al canario, sí me acuerdo patente cómo y cuándo ahorqué por primera vez. Tenía doce años. Un perro cimarrón me corría siempre que volvía de la escuela. Le tenía miedo. Una tarde me metí en el taller de mi papá, al fono de la casa. Un rollo de cable rojo me llamó la atención. Automáticamente corté unos dos metros y le hice un nudo corredizo de esos que había aprendido en los scout. Lo probé dos o tres veces enlazando una morsa de banco y lo primero que descubrí fue que como cowboy no hubiera tenido demasiado futuro. Esa tarde puse el cable en la mochila sin que mi madre se diera cuenta. Me acuerdo de que en la escuela no podía concentrarme en nada. Me picaban las manos. Sentía un calor excesivo en la cara. Transpiraba de más. A tal punto que una profesora me sugirió ir a refrescarme al baño. No le hice caso. Lo que me pasaba era parecido a lo que sentí después de matar al pájaro. Creo que esa fue la primera vez que tomé conciencia de que tenía que aprender a disimular. Apenas sonó el timbre salí de la escuela. Corriendo, atravesé la plaza y doblé en la avenida. Lo vi de lejos. El cimarrón acechaba tirado al lado del mismo árbol de siempre. Recién entonces saqué el cable, lo ajuste a mi mano con dos vueltas y abrí el lazo lo suficiente como para que pasara la cabeza del perro. Caminé como siempre, con ese temor que los perros perciben, con el que alimentan el deseo de ataque. Pero esa vez iba a ser diferente: justo cuando iba a empezar a ladrar, salí corriendo. Él me seguía unos pasos atrás, los suficientes como para que, al doblar en la esquina, pudiera esperarlo con el lazo tendido. La cabeza entró justa. Sostuve el cable con fuerza y esperé el tirón. Lo siguiente fue el remate. Con un pie hice palanca mientras tiraba para vaciar de todo aire al animal. Cuando llegué a casa tenía la marca del cable en la mano. Mi madre se preocupó. Yo me encerré en el baño y lloré.

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Matar a un pájaro o a un perro no es lo mismo que cargarse a un humano. La semejanza nos hace compasivos, nos alimenta el remordimiento. Pero para alguien como yo, lograr vencer esa barrera, es lo más cercano al éxtasis. La primera vez es imborrable, pero con el tiempo uno solo se queda con la última. La primera fue una mujer del barrio. Cuando era chico, la veía en el almacén y siempre tenía la manía de preguntarme cosas: cómo iba en la escuela, la salud de mi abuela, qué iba a ser cuándo fuera grande. Pelotudeces que ella creía tener el derecho a preguntar, solamente por vivir a una cuadra de mi casa. Con el tiempo, la obesidad la postró y se quedó sola. Mi madre era una de las mujeres del barrio que se organizaron para darle una mano con sus necesidades. Todavía yo no había cumplido los dieciocho. Una tarde fui a la casa de la mujer a buscar a mi madre. Ella no estaba. La puerta estaba abierta y la mujer vociferaba cosas desde la cama. Caminé despacio, me metí en el cuarto y la miré desde un rincón, junto a un ropero que me sirvió de cobertura. Su mirada no alcanzaba a cubrir ese fragmento de habitación. El acotado radio de giro de su cuello se lo impedía. Las manos me empezaron a arder. Me acerqué unos pasos, siempre oculto. Agarré una almohada y me arrebaté sobre ella. No me acuerdo mucho más de ese día. Solo que unas horas después mi madre entraba a casa llorando por la muerte de la vecina mientras yo acomodaba unas herramientas en el cuarto del fondo.Desde ese día la voz de esa mujer me acompaña cada vez que siento el ardor en mis manos. 

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Treinta años tenía la primera vez que me tocó hacerlo por dinero. Para entonces ya estaba trabajando en el depósito de una de las empresas de herramientas más conocidas. Mi rol: controlar stock. El encargado me daba una lista y yo tenía que contar y cotejar. Veinte cajas de martillos, cincuenta rollos de cable rojo, treinta y cinco amarillo, cien palas de punta, ciento treinta destornilladores Phillips número tres y así. El horario era de noche y en el galpón no éramos más de cuatro. Un guardia de seguridad, dos de limpieza y yo para el conteo. Pocas veces socializamos. Alguna que otra charla de pasillo. Después cada uno a lo suyo. No necesariamente al trabajo. Al menos yo, dedicaba parte de la noche a mis otros asuntos. Una de esas noches me ardieron las manos. Traté de concentrarme en el stock, pero fue imposible. Dejé todo, agarré mis cosas y salí sin avisar. El guardia dormía en su puesto. Caminé unas diez cuadras y me metí en un bar. Necesitaba tomar algo. Me acodé en la barra, pedí una cerveza. A mi lado, un hombre insultaba a una mujer. Le decía que lo había estafado, que por el precio pagado le correspondía toda la noche. Ella forcejeaba y trataba de explicar que ese no había sido el acuerdo. El tipo le cruzó la cara de un revés; ella se me vino encima y no me quedó otra que meterme en el medio. El tipo se echó atrás y mostrándome las palmas de las manos se fue. Ella, entonces, expresó su deseo: “Pagaría para que lo mataran”. Y a mí, que estaba ahí por casualidad, las manos me ardieron como nunca.

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Mi problema no era ser un asesino. Mi problema era el desorden. La falta de un método que me permitiera canalizar eso que me pasaba y que desde chico supe que era incontrolable. Convertirlo en un trabajo me ayudó bastante, incluso me dio menos ganas de matar. La rutina mató al deseo. Como con el sexo en el matrimonio. 

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Los clientes llegan de maneras inesperadas. Los pedidos suelen ser simples de resolver. Ninguno sabe mi nombre y ninguno lo sabrá nunca. La calle es la que sabe cómo hacer para encontrarme. El caso en el que estoy ahora sí que es extraño. Desde que acordé hacerlo supe que los objetivos eran cuatro. Fui conociendo los nombres uno por uno. El primero: Abel María Cristino, ex policía, 60 años. Jugador empedernido. Su debilidad: los burros. Vivía solo en un departamento de San Isidro.  Lo seguí durante dos semanas. Los jueves el tipo era un reloj: salía a las ocho de la mañana, café en avenida Libertador, lectura de diario (La Nación para informarse, Crónica para buscar la fija), pagaba con cambio antes de que el mozo fuera a la mesa. Después, volvía al departamento hasta las tres y media, de ahí al hipódromo. Programa en mano marcaba las apuestas y se sentaba en las gradas más atento a las indicaciones de los carteles que a los caballos. Las veces que lo vi no se llevó nada. Con la noche encima volvía al departamento. Siempre solo. El laburo era fácil: esperarlo a la vuelta, mitad de camino, seguirlo unas cuadras, encerrarlo en un semáforo y chau. Dos tiros: el primero para dejarlo quieto, el segundo para asegurar el trabajo. 

Al otro día, el diario lo dio en primera plana. Esa fue la confirmación para mi cliente. Entonces efectivizó la segunda parte del pago y me dio el otro nombre. Ismael Fuentes Palma; empresario textil. Falso judío, 45 años, local en Once, departamento en Belgrano. Casado, dos hijos. Una amante. Rutina desordenada. De nada servía una emboscada. Había que estar atento y aprovechar la oportunidad. Arma: de cercanía, sin ruidos. El único momento que respetaba un horario en la vida de Fuentes Palma era cuando bajaba la persiana del negocio. Ponía en marcha el automático y mientras la cortina de metal se desenrollaba, el tipo se fumaba un pucho en la vereda. Un apriete leve y adentro. El cuerpo lo dejé entre unos rollos de tela, debajo de una mesa de corte. A cobrar y que pase el que sigue. En este caso, la que sigue.

Sabrina Anchorena: 46 años, abogada penalista con gran exposición pública. Refinada. Peluquería tres veces por semana para lavados y baños de crema. Una vez al mes recorte de puntas y flequillo. También tintura, sutil, en las raíces para emparejar el castaño que la acompaña desde la adolescencia cuando el rubio de la niñez quedó como recuerdo en las fotos. Después una rutina dura en el estudio hasta la tardecita: momento para una hora diaria de gimnasio. Separada. Sin hijos. Una amiga muy presente, sobre todo fines de semana. Salen a comer y suelen dormir juntas en el piso que Anchorena tiene frente a la Costanera. Muchas veces me intriga el porqué de los crímenes que cometo. En este caso, puedo imaginar un cliente al que las cosas no le fueron del todo bien en los tribunales y quiere cobrarse algo. No descarto al exmarido y una división de bienes en la que su hombría se vio afectada. Todas especulaciones. Nunca sé el porqué, nunca sé quién contrata como ellos nunca saben quién soy yo realmente. Para las mujeres tengo una regla: certeza. Sin dolor posible. Arma corta, poca distancia, una sola bala en el lugar preciso. El objetivo solo siente que se le apaga la luz. Así fue con Anchorena. La seguí hasta la peluquería, me fijé dónde estacionó su camioneta y la esperé a que se hiciera el color. Apenas la vi volver caminé hasta cruzarla. “Perdón, ¿tenés fuego?”, le pregunté y mientras buscaba en su cartera le di el pase al otro barrio. La mirada fría me quedó clavada en la retina. Era una mujer hermosa. 

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Dejé la pistola arriba de la mesa. Recién termino de limpiarla. Unas gotas de aceite en la corredera. Las balas, una al lado de la otra, se duplican en el reflejo del cristal. En el cargador dejé una sola. Hace una hora me llegó el cuarto nombre. El cuarto objetivo de la lista, como no podía ser de otra manera, soy yo. Alguien quiere matarme. No puedo imaginar quién. No hay herencias pendientes, ni mujeres despechadas, ni clientes disconformes, mucho menos objetivos que hayan vivido para tomar revancha. Lo cierto es que mi nombre está en el cuarto lugar de una lista en la que los primeros tres –a quienes nunca había conocido– ya son historia. Me toca matarme y no puedo dejar un trabajo inconcluso. Me cuesta sostener el arma; las manos me arden más que nunca.

Lógica de la perturbación. Salta el Pez. 2022

Juan Carrá

Juan Carrá
Juan Carrá
(Mar del Plata, 1978) Periodista y escritor. Publicó las novelas Agazapado (Hojas del Sur, 2021); No permitas que mi sangre se derrame (Random House, 2018); Lloran mientras mueren (Vestales, 2016); Lima, un sábado más (Vestales, 2014) y Criminis Causa (Letra Sudaca, 2013). También la novela gráfica ESMA (Evaristo, 2019) junto al dibujante Iñaki Echeverría y el libro de cuentos Ojos al Ras (Alto Pogo, 2021). Fue distinguido con el premio Alfonsina en el rubro “Creación literaria”. Como periodista trabajó en diferentes medios gráficos de alcance nacional. Es docente de la carrera de Periodismo en TEA y de la carrera Artes de la Escritura en la Universidad Nacional de las Artes. Dicta talleres y clínicas de escritura.

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