La mudanza

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Cuando tomaron la autopista a la altura de Sarandí vieron que, en la mano contraria, los autos ni se movían. En cambio, rumbo al sur, el tránsito era fluido, como ve-nía anunciando el locutor de la radio desde que salieron de la casa. 

—Todos pelean por entrar y nosotros nos vamos, ¿viste, mamá? 

La madre no le contestó, apoyada contra el vidrio de la puerta, profundamente dormida. Por el espejo echó una ojeada a la carga: las sogas que sostenían el armario parecían firmes. Lo demás estaba bajo una lona azul bien sostenida. El Gitano hizo las cosas como corresponde, por una vez en la vida. 

—Mamá, ¿estás segura de que querés irte? 

—Este departamento no es mío. 

— ¿Cómo que no es tuyo, mamá? Lo compraste cuando vendiste la casa grande. 

—Pero no es mío, está a nombre de tu hermana. La casita de la costa sí que es mía. La compró mi papá cuando yo era chica. 

— ¿Querés un té, mamá? ¿O mejor un mate?

—Amargo, nena, porque si viene tu hermana se queja de que le queda gusto dulce al mate. 

Contá hasta 10, hasta 100, hasta 1000. Respirá hondo. No es para tanto. 

— ¿Y la vas a dejar ir? 

— ¿Qué queréis que haga? Ya es grande. 

—Es vieja, no es grande. 

El Gitano se levantó porque alguien había entrado al taller. Lo vio alejarse acomodándose los pantalones caídos. Pensar que antes estaba tan fuerte. 

—Usá la chata, nomás… —le dijo cuando regresó—. Cuidala porque la tengo negociada. 

—Entonces no. Mirá si pasa algo. 

—Son cuatrocientos kilómetros, va a aguantar. Dame un beso, rubia. 

—Siempre el mismo idiota, Gitano. No aprendés más.

Al pasar por las villas, la madre roncaba. Pocos kilómetros más allá, los barrios cerrados de Hudson. Iba a ser un lindo día de sol. 

Más adelante la Ford tosió por primera vez. Uno, dos, tres, y retomó el ritmo. Las casas empezaban a ralear. Barrio El Peligro. Lindo nombre, esperanzador. 

El tipo salió de atrás de la estación de servicio prendiéndose la bragueta. Se limpió las manos con un trapo sucio que tenía en el bolsillo trasero y la miró como para preguntarle algo, pero se puso a conversar con el conductor de un Renault 19 que acaba de parar junto al surtidor de GNC.

—¿Querés un chocolate blanco? —le ofreció la madre, desperezándose. 

—No me gusta el chocolate blanco, mamá. 

—De chica te encantaba. Y se lo sacabas todo a tu hermana. Ella se quedaba llorando y vos le ibas con cuentos a tu padre. 

Se bajó dando un portazo. Tomó una regadera y la puso debajo de una canilla que goteaba. La madre se acercó. 

—El baño acá debe ser un asco, mamá. 

—No me importa. 

La madre se fue para el lado de atrás del local mientras ella echaba agua al radiador. El tipo de la estación de servicio se despidió del conductor del Renault 19 con un apretón de manos y se acercó a la Ford. 

—Recalienta —le dijo al empleado, señalando con la cabeza la camioneta. 

La madre salió de atrás de la oficina y gritó: 

—Oiga, en el baño no hay agua. ¿Dónde me puedo lavar? 

El tipo no dijo nada, pero le señaló la canilla que goteaba. La madre se agachó con dificultad, se lavó las manos. Después hizo un cuenco y se lavó la cara. Se mojó la ropa y, en parte, los pelos. 

—Vamos, mamá. 

— ¿En serio no querés un chocolate blanco? Con lo que te gusta… 

El tipo había desaparecido cuando ella empezó a revisar las cuerdas y la lona. Todo parecía en orden. Esperó un rato y dio arranque. La temperatura de la Ford estaba bien.

—Dormite, mamá. Que todavía falta. 

Antes del peaje de Samborombón la chata volvió a levantar temperatura. Pagó en la casilla y estacionó unos metros más adelante. 

— ¿Llegamos? 

—No, mamá. Esta mierda sigue recalentando. 

— ¿Querés unos mates? 

Sin contestarle, la hija se bajó y caminó hacia la oficina del peaje. Los baños estaban limpios y, después de orinar, se lavó las manos y la cara. El agua la despabiló: a la rabia se sumaba el cansancio. 

—Tomate un mate, nena. Me dieron agua caliente en la oficina. Una chica encantadora. Tenía la misma pava eléctrica que yo. La trajiste, ¿verdad? 

El empleado del peaje vino con un balde lleno de agua y la tiró encima del motor. Salió una nube de vapor que no dejaba ver nada. Le quiso dar una propina, pero él no aceptó. Cuando se disipó la niebla, no encontró a la madre. No estaba en la camioneta, ni junto a la administración del peaje ni en el baño. Tampoco detrás del edificio, donde estacionaban los autos del auxilio mecánico. Preguntó al empleado que le había traído el balde, pero nada. Insistió. El hombre la acompañó a dar una vuelta por las cabinas. 

¿Por qué la dejé sola? ¿Por qué la dejé sola? ¿Por qué la dejé sola?  

La madre conversaba con una familia que estaba haciendo cola para pagar. Llevaban dos bicicletas sujetas en la parte de atrás del auto. La tomó de un brazo y casi a la rastra la metió en la camioneta. 

—De acá no te movés —le gritó, y se fue a fumar un cigarrillo bajo un árbol, desde donde podía vigilarla. Le pareció que lloraba, pero no se volvió para asegurarse. 

Antes de llegar a Chascomús vieron un cartel grande que decía “mojarra y lumbrí”. La madre se rio mucho. Qué paisanos brutos, decía, y seguía riendo aun-que ya habían andado varios kilómetros. Todos brutos en Chascomús, decía, llorando de risa. Mojarra y lumbrí. 

Cuando pasaron un puente, una de las sogas se cortó y algo salió volando. La hija hizo una maniobra brusca y estacionó en la banquina. La madre bajó corriendo: un auto pasó a toda velocidad y les tocó bocina, enfurecido. En la laguna flotaba una silla. 

—La silla del comedor, me las regaló tu abuelo cuando me casé. 

—Quedate en la banquina, mamá, que te va a atropellar un auto. 

La madre se sentó en el pasto húmedo mientras la silla se alejaba como un barquito. Levantó la mano, tímida, e hizo una seña de adiós. Lloraba. Ella ató las sogas y revisó la carga, puteando contra el Gitano. 

—Yo le dije a tu hermana que el juego de sillas era para ella cuando me muriera. Ahora va con una silla de menos —decía la madre entre hipos. 

—No llores, mamá, no es para tanto. 

—Para vos no será tanto. Para tu hermana seguro que sí. 

Llegaron a un lugar en que la ruta atravesaba un pueblo por la mitad.

—Mirá, kilómetro 152. ¿Hicimos 150 kilómetros nomás? 

138 kilómetros, para ser exactas. En 6 horas. No llegamos más. 

Aprovechó a parar en una estación de servicio al lado de un almacén. Un viejo estaba acodado en uno de los surtidores mientras otro muchacho lavaba los vidrios de un Audi negro. Le pidió al viejo que le revisara el motor, por la temperatura, y fue a comprar algo de queso y pan para almorzar. También se llevó dos manzanas ver-des y una roja: a la madre le encantaban las manzanas ácidas. Y a la hermana también. Mierda. 

—Van a tener que esperar un rato. Así no pueden seguir —les dijo el viejo. 

Agarró a su madre del brazo y se fueron a sentar al boulevard de enfrente. Abrió el pan, hizo un sándwich y se lo dio. En una fuente que echaba agua del pico de un cisne lavó la fruta y llenó la botella de agua que tenía en la mochila. 

— ¿Será buena esta agua, nena? 

—En el campo siempre el agua es buena —le dijo, y la madre se bebió media botella, confiada. 

Después dieron una vuelta por el pueblo. Dos cuadras de asfalto y más allá la pampa. Bien marcado el límite: una vereda con casas prolijas y la de enfrente, alambrado y vacas. Detrás de un portoncito de hierro salió un cuzco a ladrarles como loco. La madre se agachó a chumbarlo. 

—A tu hermana le encantan los perros, como a mí. ¿Qué dijo la tía Carmen cuando le llevaste al Negro? En otro viaje me lo vas a traer a la costa, ¿no es cierto? 

—Sí, mamá. Ahora era imposible. La tía Carmen tiene patio grande y lo puede tener. 

No se podía hacer otra cosa; estaba sufriendo mucho. El barrio está lleno de perros callejeros; le consigo uno parecido, ni se va a dar cuenta. Estuvo bien el Gitano cuando se llevó al Negro al fondo del taller: yo nunca hubiera podido. Al final, está en las malas también. Es de fierro el hijo de puta. Bah, no tanto. 

No les tomó demasiado dar la vuelta al pueblo. El viejo seguía apoyado en el surtidor cuando volvieron. Tocó el capot de la camioneta y les dijo que todavía no era conveniente que siguieran. 

Una vibración en el bolsillo del pantalón, mensaje del Gitano. 

— ¿Cómo va la Ford? 

—Una cagada, recalienta a cada rato. 

—Como me calentás vos, rubia. 

—Morite. 

La raya del horizonte ya se estaba enrojeciendo y, a medida que caía el sol, empezó a hacer frío. ¿Qué le pasa al tiempo? ¿Ya anocheciendo? 

Intentó encender la calefacción pero no hubo caso. Paró en la banquina y buscó en uno de los bolsos unas mantas y se las alcanzó a la madre por la ventanilla. El silencio del campo al atardecer era poderoso. No se veían autos en ninguna de las dos direcciones. Le dieron ganas de orinar: sintió el viento helado en el culo, mientras hacía piruetas con el jean y la bombacha. La madre se reía, espiándola por el espejo lateral. Se enjuagó las manos con el agua del termo que le quemó la piel helada. La madre protestó porque no iba a alcanzar para tomar mate. La Ford arrancó con perfección de violín. La lona, movida por el viento, marcaba un ritmo raro. Otro zumbido, otro mensaje del Gitano. “¿Cómo van?”. Como el culo. 

— ¿Es tu hermana? —preguntó la madre, ansiosa. 

—No, mamá, ¿cómo va a ser ella? —dijo con rabia que la madre tomó como una ofensa personal. Había mu-chas sombras en el camino: la de las nubes, las de los árboles, las de los carteles de publicidad. 

—Pasame un mate, dale, que tengo frío. 

—Donde veas algún lugar pará y cargo más agua. No queda casi nada y la yerba está lavada. 

Pasaron una casa de madera que tenía un cartel muy iluminado: ARÁNDANOS. 

—Son buenos para las infecciones urinarias, me lo dijo el médico. 

—Son carísimos, mamá. ¿Por qué no recetan cosas baratas? 

—Cosas baratas recetan los curanderos. Ojo que hay algunos muy buenos. Tu tía Carmen iba a uno que la llevaba muy bien de las várices. ¿Vos le avisaste a Carmen que nos veníamos? ¿Le diste la nueva dirección? Debe seguir enojada y más porque me fui sin despedirme. 

Joderse; es vieja, no estúpida. Y, al final, la muerte a ellos no los afecta igual. ¿Habrá que decírselo? Era la hermana, después de todo. 

Pararon en otra YPF que estaba frente a una estación de ferrocarril. 

— ¿Van empujando la chata o el camino se les hizo chicle? 

Hacía frío y la voz del Gitano le venía bien. 

—Paramos un montón para que esta mierda se enfríe. No me grites. 

—A ese paso vas a llegar mañana. Ojo que una luz no funciona, no te vaya a parar la cana. 

La estación vacía, la madre en el baño, el termo recién lleno, dándole calor. 

—Mudanza, buena suerte —dijo una chica con uniforme azul que se acercó a cargarles gas. 

El Gitano seguía hablando del otro lado de la línea. No prestaba atención a lo que le decía pero le alcanzaba con oírlo. De golpe, la comunicación se cortó. 

— ¿Querés comer un sándwich, mamá? —dijo, después de pagar el combustible y contar los pesos que le quedaban. El celular volvió a vibrar. 

—Pará en algún lado, gringa. Algo raro pasa. No podés andar de noche por la ruta con la camioneta cargada. Te van a dar un palo en la cabeza para robarte. 

— ¿Dónde querés que pare? Si me roban todas es-tas porquerías me hacen un favor —y cortó, enojada. Casi no le quedaba carga en la batería. 

En el bar, la madre dormía con la cabeza apoyada en la mesa, como los nenes. En la tele, un partido mudo y detrás del mostrador, una chica gorda abstraída en su celular. Juntó las migas del sándwich que había comido la madre. Le pidió a la empleada permiso para cargar el teléfono: el llamado del Gitano le había consumido un montón de batería. Y encima da consejos. ¿Qué se cree? 

De golpe, se había hecho totalmente de noche. La camioneta parecía un camello enano y deforme, junto a un tremendo camión de carga. El camionero entró al bar y pidió un café en portuñol. Ella se levantó a tirar la basura en un cesto y él le hizo un gesto amigable. Le acomodó el abrigo por los hombros a la madre dormida y se sentó junto al camionero dos mesas más allá. El hombre le convidó un cigarrillo. Hablaba bajito, como una marea leve, como un río que da vueltas. ¿Y por qué no? Que se vaya a la mierda el Gitano. La empleada no levantó la cabeza para verlos salir hacia el estacionamiento oscuro. 

Cuando volvió al bar, el camión ya estaba en la ruta y su madre seguía durmiendo. Le pareció que respiraba agitada. Hervía de fiebre. La sacudió para despertarla y llevarla a la camioneta. El celular tenía apenas una rayita de batería. Baja en vez de subir. Maldición gitana. Qué estupidez. Revisó la caja de la camioneta y comprobó que faltaban un bolso y otra silla. La madre comenzó a llorar con un gemido leve, como los niños que tienen mucho sueño y no se pueden dormir. 

—Con dos sillas no podés hacer un juego. Tu hermana no va a querer un comedor rengo. 

La Ford arrancó a los saltos. El armario seguía firme como un granadero, pero lo que estaba debajo de la lona se movía y golpeaba contra los laterales de la camioneta. La estación de servicio era ya una luminosidad lejana cuando la puerta de la caja saltó. La hija frenó de golpe y se derramaron ollas, bolsas y las dos sillas restantes. Giró la camioneta en U para iluminar con los faros delanteros la calzada llena de trastos, aunque mucho más iluminó un relámpago que cruzó el cielo y descargó un chaparrón impensado. 

— ¡No te bajes, mamá! —gritó, pero ya la madre estaba corriendo bajo la lluvia, tratando de detener lo que el viento se llevaba rodando de contramano. 

El aguacero dolía sobre la piel. Peleó contra el viento para subir y sujetar la tapa de la caja de la camioneta. Los objetos sueltos rodaban enloquecidos. Tanteó el colchón y la alivió comprobar que la envoltura de nylon resistía la humedad. El viento llenaba de ruidos extraños la noche. Un auto pasó por la calzada contraria: tocó bocina pero no se detuvo. En la zanja de la banquina se había formado un canal y allí flotaba una bolsa celeste que tenía ropa de abrigo. En medio del asfalto, la madre estaba sentada en una de las sillas del comedor con una cacerola en la falda. Posiblemente llorara. 

A lo lejos vio venir una luz. Trató de arrastrarla con silla y todo, pero parecía muy pesada, más allá de toda fuerza humana. Se sacó el pañuelo del cuello y empezó a agitarlo tratando de advertir al vehículo que se acercaba. Un auto gris clavó los frenos y esquivó a la figura sentada en la mitad del camino. Derrapó sobre la banquina, recorrió unos metros por el pasto y alcanzó a subir a la calzada más adelante. El bocinazo siguió sonando aun cuando el auto había desaparecido hacía rato en la oscuridad mojada. Tomó a su madre del brazo con firmeza y la obligó a levantarse. 

Parecía sonámbula, con los ojos muy abiertos, mirando fijo. 

—Tu hermana se va a enojar si no le dejo el juego completo.

—Se murió hace 20 años, mamá —dijo con el cansancio de quien repite algo que sabe inútil. 

—Yo se lo prometí —insistió la madre, y empezó a caminar por el asfalto arrastrando detrás de sí la silla. 

— ¡Te va a atropellar un auto! —gritó, mientras intentaba limpiar la ruta. Pateó cacerolas, bolsos, bultos que fueron a dar a la zanja. Una olla flotó en el agua que se iba acumulando. La otra se enterró de costado en el barro. Se subió a la camioneta y giró hasta dejarla en la dirección correcta. La madre avanzaba, empapada, con la silla detrás. Se veía pequeña en la lluvia. Se deshacía, más bien, como si fuera de barro. Puso la Ford a la par. 

—Subite, mamá. Te vas a agarrar una pulmonía. 

La madre caminaba con un paso intenso que la hija no recordaba haberle visto desde su propia infancia. 

—Allá se ve la luz de la casa —dijo la madre, señalando el campo tendido, pura oscuridad sin alternativas—. Tu hermana nos debe estar esperando con la cena —insistió con entusiasmo. 

Anduvieron así un buen trecho, una a pie, la otra motorizada, hasta que la Ford volvió a toser y se detuvo una vez más. La hija bajó, abrió el capot: un enjambre de piezas mudas que humeaban. 

Intentó nuevamente con la llave de arranque, pero nada. 

¡No te me quedés ahora, desgraciada! ¡Ahora no! 

La madre seguía caminando, mientras ella pateaba el guardabarros con furia hasta que le empezó a doler el pie. Se detuvo para mirar alrededor. Vio la Ford roja lavada, casi brillante pero inmóvil. Vio el armario enhiesto en la caja de la camioneta, la lona que iba haciéndose cuenco bajo la lluvia. Vio la madre que se perdía en la noche, con la silla a la rastra. Vio el celular muerto sobre el asiento. Vio su ropa sucia y sus manos engrasadas. 

Por un instante pensó en el Gitano, pero apartó la idea con un sacudón de cabeza. 

Cargó la mochila y empezó a caminar bajo la lluvia.


Gabriela Urrutibehety

Gabriela Urrutibehety
Gabriela Urrutibehety
Escritora, profesora y periodista. Publicó las novelas Caras Extrañas (2001), La Banda de los Seguros (2011), Con la Muerte a Cuestas (2014) y Mecanismo de relojería (2020), y los ensayos, de Tras las huellas de Girondo. De muertos y revivos yoes (con Verónica Meo Laos y Juan Carlos Pirali) (2011) y Tres tipos difíciles: Borges, Girondo, Arlt (2016).Ha publicado cuentos en numerosas antologías y revistas literarias, así como trabajos académicos sobre literatura y educación en revistas y volúmenes colectivos.

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