Una siesta cualquiera, en otoño

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A la nena, este año que pasó a quinto grado, las siestas en otoño se le hacen interminables. Paula, su amiga de la cuadra, la compañera de juegos en la vereda, y Mariano, y Patricio, sus otros vecinos, van al colegio de tarde. La hermana es más grande y ya no se divierte jugando con ella. Se pasa el día encerrada en el cuarto con los walkmans prendidos a todo volumen.  Además, escucha música rara, dice la nena. Sus papás cierran la puerta y las cortinas de la habitación y duermen un rato. Ella no puede dormir, nunca pudo hacerlo, entonces busca el modo de entretenerse. En la tele a esa hora no dan nada que le guste. Las novelas le parecen muy aburridas, y demasiado románticas. Le dan asco esos besos mentirosos y exagerados que muestran en primer plano.

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Mora está acostumbrada a que cuando sale del colegio tiene que volver a su casa caminando sola, almorzar, lavar los cacharros, hacer la cama y las tareas que le haya dado la seño. Tiene también que alimentar a Teo, limpiar las piedritas, cambiarle el agua. La mamá trabaja todo el día y vuelve a la tardecita cansada, con el tiempo justo y los mandados para la cena. Mora hoy llega sin hambre, cierra la puerta del departamento con llave y cerrojo, apaga la radio que la mamá se olvida siempre prendida y se tira un rato en el sillón del living a mirar el celular. El gato se acuesta sobre sus piernas. Ronronea.

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La nena sale sigilosa de la casa, se sienta en el porche y juega a adivinar de qué color será el próximo auto que pase. Azul, azul, azul, se concentra. Abre el oído, cierra los ojos, y cuando el sonido metálico delata la cercanía de un auto los abre, pero pasa un Citroën naranja, apurado, por la esquina. Decide que el próximo será blanco, y que en la patente va a tener una B. Ya casi no quedan autos de las otras provincias circulando por Mar del Plata. Cuando el verano terminó se fueron todos los turistas y entre ellos también volvieron a sus casas sus amigos de la playa. Chasquea la lengua. Los extraña. 

Cuando escucha los silbidos del heladero, revisa los bolsillos por si todavía tiene el vuelto de los mandados. Sabe que no puede, que no debe, bajo ningún punto de vista, entrar en el cuarto de sus papás. Esa puerta no se abre. No encuentra más que el papel del alfajor que comió en el recreo. Se guarda las ganas del bombón de crema americana para cuando vaya a la casa de los abuelos. Se ahorra, además, el reto que le hubieran dado por gastar un vuelto sin permiso. No pasan más autos, ni camiones, ni siquiera bicicletas. El único en pasar fue el heladero, que igual ya está lejos. 

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A eso de las tres Mora almuerza, mientras sigue mirando videos en el celular, una porción de tarta de jamón y queso. Le duele un poco la panza. No le gusta ensuciar tantos platos y si condimenta la ensalada tiene que lavar también el bowl. Escucha risas en el departamento de al lado. Se asoma al balcón y ve que hay pocos autos por la calle y una manifestación pasando por la esquina. La cuadra está cortada. Vuelve a entrar y se acuesta ahora en su cama. Su mamá la llama, hablan. Bien, Ma. Si, ya comí, no, no tengo tareas, dale.

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Para la nena la tarde parece detenerse. El tiempo se le hace lento, y largo.  El sol todavía la abriga y los tilos –el calor es muy intenso– le ofrecen calma y refugio. Le encanta sentarse ahí, a la sombra de los árboles, también le encanta treparlos, pero hoy no tiene ganas. Le gusta mirar el baile de las hojas cuando empiezan a caer a la vereda. Se imagina dibujadas en el aire las estelas que trazan al desprenderse de las ramas.  Las del árbol más chico, imagina, son rosadas, y las del grande, violetas. Sólo ella puede verlas. Paula, no.  Mira el borde marrón en las hojas. Hay muy pocas caídas. La mamá, que todavía no empezó a rezongar por culpa del viento, tampoco ve los dibujos que las hojas hacen en el aire. A los varones ni les contó, para qué, si lo único que quieren es ponerla de arquera en la plaza, o que les convide caramelos cuando compra bolsas grandes con la plata que le regala el tío.

Se le ocurre por un momento entrar a la casa a buscar las revistas y armar el kiosco para vender, pero es muy temprano, los chicos no salen todavía de la escuela. No anda, además, casi nadie caminando. Pasa, ahora sí, un auto azul. Igual, ya perdió en ese juego y no va a seguirlo con tan poco tránsito. 

Descubre en la vereda una fila de hormigas que cruza del cantero de un árbol al otro. Se acerca a mirarlas. Son negras, no pican. Las observa un buen rato, sigue el recorrido, encuentra el hormiguero. Arranca un pasto y lo ofrece de tobogán a una. No se sube, se da cuenta que ninguna quiere salirse del camino por el que andan apuradas. Resopla.  Las mira chocando antenas, agarra una piedra y dibuja, en la calle, pegado al cordón las siluetas de dos hormigas enfrentadas. 

-Qué lindo eso que hiciste -dice un hombre al que no escuchó llegar. Es morocho, alto, tiene el pelo un poco largo, despeinado.  Usa una remera azul descolorida, un jean negro y zapatillas con los cordones desatados.

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A Mora le dan ganas de jugar un juego pero justo cuando pasa de nivel se acuerda que tiene que dar de comer al gato, y limpiar y renovar las piedritas.

Vuelve a su habitación, la cama deshecha la desanima. Estira las sábanas y las mantas, abolla el piyama y lo mete debajo de la almohada, pero el viento que entra por la ventana es fresco así que se mete abajo del cubrecama a seguir jugando en el celular, entonces uno de los jugadores que están también en línea quiere hablar con ella. ¿Sos Mora de quinto B? Yo soy Mariano de sexto A. ¿Querés pasarme tu contacto así te doy mis puntos en el juego, yo no quiero jugarlo más? Mora entusiasmada por la necesidad de puntos que tiene para poder seguir pasando de niveles le pasa su contacto. 

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– ¿Te gusta? – Responde la nena mientras termina las antenas y los ojos de sus hormigas.

-Me encantan.

-A mí me encanta dibujar, y como estaba aburrida encontré esta piedra y la usé como tiza. Anda requete bien. -La nena, sonriente, se da vuelta y mira por primera vez al hombre. – ¿De veras te gustan mis dibujos?

-Están buenísimos. Pero mirá qué esto que tengo. –Dice el hombre ahora, agitado.  –Es mucho más lindo. ¿Lo querés tocar?

La nena mira extrañada. Frunce el ceño. Tiene frente a sus ojos algo raro, algo que nunca había visto. El hombre desliza la mano, de adelante hacia atrás, apretando eso que quiere que la nena vea. Se lo acerca. Se ríe. Ella no entiende, se queda paralizada. Tiene ganas de llorar. Da un paso hacia atrás, cae –por más que se lo tengan prohibido– a la calle. Cuando descubre que el hombre tiene la bragueta del pantalón abierta, grita y cruza, asustadísima. El hombre sale corriendo. La nena vuelve a su vereda y entra, silenciosa, a la casa. 

***

Cuando abre el WhatsApp le llegan desde un número que no tiene foto de perfil, un saludo de “Mariano”, un montón de fotos de genitales masculinos y el pedido de que ella se saque fotos desnuda y se las mande, que sólo así le va a pasar los puntos del juego. 

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La nena entra apurada a la casa y encuentra a la mamá en la cocina, de pie frente a la mesada. Se acerca a paso lento, levanta la mirada, la abraza y se queda ahí, quieta, seria, hasta que el agua para el mate está lista. 

***

Mora apaga el teléfono. Al ratito vuelve a prenderlo, borra las fotos, bloquea al contacto y se acuesta a dormir la siesta, a la nochecita cuando llega la mamá encuentra la casa en orden y a su hija esperándola con un abrazo.

Luciana Balanesi

Luciana Balanesi
Luciana Balanesi
Es diseñadora industrial. Nació en Mar del Plata en 1974. Cursó talleres de escritura creativa. Algunos cuentos suyos fueron publicados en el suplemento de cultura del diario La Capital. En el año 2018 quedó finalista en el VI Concurso de Relato Breve Osvaldo Soriano que organiza la Universidad Nacional de La Plata. En el 2019 fue seleccionada en la categoría general del Premio Itaú de cuento digital. En el mismo año recibió una mención estímulo del Premio Guka de Poesía. Y fue premiada en con el segundo puesto en el X Concurso Literario de Cuentos Breves de la Biblioteca Nacional del Paraná. En 2020 el Premio Guka de microrelato le otorgó una mención especial. En 2021 publicó su primer libro Siempre quise ser pelirroja.

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