En las manos blancas, de piel tersa, lucían sus uñas rojas, largas y almendradas.
Bajo las manos de de la experta peluquera del barrio, los cabellos habían sido enrulados por la permanente con “planchitas”, última novedad que desplazaba a los tubos de agua hirviendo conectados por cables a toda la cabeza.
Los pelos castaños, y el carmín del lápiz labial, hacían contraste con la blancura de su cara enmarcada por rulitos que caían sobre la frente..
Ella hablaba en tono suave mientras movía sus manos, y mis ojos, seguían la cadencia de esas uñas siempre rojas.
El vestido, drapeado a un costado de la cadera, marcaba el talle estrecho. El corpiño realzaba sus tetas puntiagudas.
Mi tía Livia era hermosa.
Yo quería parecerme a ella y copiaba sus uñas con los pétalos del malvón rojo. La planta reinaba en el macetón de cemento, ubicado en el centro del patio de la casa de mis abuelos.
Cortaba las flores, mojaba con saliva los pétalos y los pegaba a mis uñas deformadas de tanto comérmelas, como lo hacía mi mamá. Observaba mis dedos hasta lograr convencerme de que las uñas parecían largas y rojas. Pero…, no resaltaban en mi piel mate de “negra fea pariente de la gallina”
Esa frase la pronunciaba mi tía Chola, fascinada por el pelo rubio y los ojos celestes de mi hermano.
Alfredo, el novio de Livia, la visitaba los sábados por la tarde y salían a dar una vuelta por la calle principal del pueblo. A mi tía no le permitían salir sola, mi abuela me mandaba de lastre.
Yo caminaba delante de la pareja, norma impuesta por ellos para dejarlos solos.
Esos paseos me aburrían, saltaba sobre un pié y luego sobre el otro hasta que arrebatada por el calor y el ejercicio, levantaba las polleras haciendo de ellas un hato alrededor de mi cintura. La bombacha de mis seis años quedaba expuesta a la mirada de los transeúntes.
Livia me pellizcaba los brazos mientras sonreía con cara de boba a su apuesto novio. Me aguantaba los pellizcos, pero la pollera continuaba arrollada a mi cintura.
—Si le contás a la nona no te acompaño más.
—Si lo volvés a hacer, a la noche no te doy ninguna tableta de Milkibar.
Pasaba muchos días en las casa de mis abuelos, a veces me llevaban mis padres y otras me iba sola. Amaba ese mundo, cada cuarto poseía magia.
El que daba a la vereda tenía muebles extraños. Un banco de patas altas frente a una mesa enorme, encima de ella, varias reglas y un sinfín de lápices y gomas.
Mi tío Mario se sentaba en el banco, mi abuelo se apoyaba en los codos y señalaba con el dedo el papel pinchado sobre la mesa.
Los miraba arrobada, sin decir una sola palabra.
La figura del abuelo desaparecía y yo comenzaba a cantar “luna lunera cascabelera dile a mi chiquita que por Dios me quiera” Mi tío levantaba la cabeza, reía. Los bigotes se le movían.
Cantábamos juntos, yo a los gritos, mientras espiaba a la palmera petisa que se encontraba en el jardín de entrada a la casa. Las hojas dentadas hacían susurrar los vidrios de la ventana y acariciaban la verja. Detrás, la calle.
Al regresar mi abuelo, volvía a mis pétalos de malvón y soñaba con ser hermosa como mi tía, algún día, en algún lugar, con algún buen mozo que me llevara del brazo por alguna calle de cualquier ciudad.