Rumia amarilla

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El trayecto para ir a verlo había sido bastante interesante. Para empezar, llegué muy temprano. Por suerte, me había llevado un librito que había encontrado en casa de Abuelo, sobre un itinerario de lugares de la India. Era verde, de bolsillo, y me gustaba porque estaba doblado y con las páginas amarillentas. Pero, aunque lo intenté, no hubo caso: la prosa era pobrísima y el argumento peor aún. De un realismo inerte y agrio. Personajes de cartón, sin nombres ni voces relevantes. Y ahí estaba yo, ya en el café que habíamos quedado.

Mientras Catalina rumiaba dentro de sí, a su alrededor se desencadenaban escenarios de lo más pintorescos.

En la esquina del extremo izquierdo, había ocurrido un choque. El herido (un hombre grueso y calloso) acababa de ser trasladado al hospital. Se había lastimado la cabeza, pero la herida no había sido mortal.

La escena en cuestión transcurría en plena avenida Colón. A causa del accidente, estaba cortada por unos patrulleros. La gente que debía desviarse en la esquina opuesta, sin poder ver lo que ocurría, puteaba enérgicamente. Estamos hablando de las siete y piquito de la tarde.

Desde los edificios que bordean la avenida, la gente se asomaba por los balcones a enterarse de lo que sucedía. Se quedaron por mucho rato. Una señora observaba con parsimonia mientras le acariciaba detrás de las orejas a su gato avejentado. Unos niños gritaban y preguntaban a su mamá si el señor se había muerto o qué. Una nena había visto sangre y lloraba con un chillido que se oyó en toda la manzana. Varios perros ladraban. Los felinos, por su parte, circulaban en una dimensión alterna, mirando lo que nosotros no podemos ver ni veremos jamás.

Ella (es decir, yo) así como los gatos, seguía rumiando. Pensaba en su cita que aún no llegaba.

Se está tardando bastante. No me acuerdo su cara. Extraño suceso: conocer a una persona, intimar, haberle visto hasta la uña del dedo chiquito del pie, haber intercambiado todos los fluidos posibles y después no te acordás la cara.

Mi ansiedad iba en ascenso. Por eso recurrí a la táctica, famosa entre yo y mis otras cuatro yoes, de hacer como si me interesara lo que sucede a mi alrededor.

Me di cuenta, al salirme de la rumia, que la ciudad tenía un aura amarillenta.

Un chico con el que salí unos días me había dicho que Mar del Plata era una ciudad color sepia.

-Ya ni sé que hago todavía acá, casi treinta años atrapado en esta ciudad careta color sepia.

No volví a verlo. Se llamaba Tomás.

De todas maneras, no me saqué de la cabeza lo del color sepia. No pude evitar empezar a mirar la ciudad de ese color. Sobre todo, las noches: los carteles de neón de la Peatonal eran los responsables. Toda la zona céntrica en sepia. El casino naranja reflejaba la Rambla, los lobos y la arena de sepia. ¿Es, acaso, un color? Me hace acordar a cosas horrendas: ladrillos pelados, condimentos demasiado fuertes, un sol de cuarenta grados centígrados en un desierto, sentir que se te baja la presión, los efectos especiales de los primeros celulares inteligentes. Nada de romance ni misterio ni magia.

Yo siempre preferí el color azul: lo azulado de la noche, las sombras caminando por las paredes, las personas que uno conoce en algún bar y luego olvida. Los recuerdos épicos, el pasado idealizado y su nostalgia.

Pero luego estaba yo acá parada, la ciudad estaba de amarillo y yo sin poder explicarme la sensación que me transmitía. Caí en la cuenta de que nunca había tenido nada que ver con el amarillo, como si hubiese estado ausente de mi gama de todos los días.

Hice el ejercicio de proyectar el color amarillo en mi mente y solo pude asociar ideas repugnantes: capitalismo (por Ronald McDonald supongo), la forzada pretensión de felicidad perpetua profesada por los tiempos modernos (yo siempre tan absurdamente anacrónica), las doce del mediodía (el horario estadísticamente más propenso al suicidio), calor sin matices, sudor, lluvia ácida, estar en la playa sin sombrilla ni protección solar ni buenas compañías, sonreír sin siquiera desearlo, casas con frases motivacionales encuadradas en los rincones más visibles. Ese era el campo semántico.

Ahora: la percepción de amarillo que me transmitía la esquina en cuestión era completamente diferente. Yo veía:

Estar acá. Anclarse. Quitarse la máscara. Arena. Incomodidad cómoda. Pies mojados en una orilla. Brillo. Fortuna. Exotismo. Tormenta eléctrica. Una playa perfecta. Tarde noche cálida. Una sensación de jueves. Esperanza. Aprender a querer el sol. Dejarse ver sin pretender ser otra cosa. Estar en silencio con alguien. Dormir la siesta al rayo del sol con un desconocido. Permitir ser acariciada por un desconocido. Acariciar a un desconocido como si supieras quién es. Olvidarse de la sensación de miedo. Claridad. Sentir que estás de viaje estando en tu ciudad natal. Sentirse de viaje estando en tu patio o en tu cuarto. Pasar página. Ser otra cosa. Inteligencia. Perspicacia. Intuición. Improvisar. No pensar demasiado, divertirse, humor, frescura.

– ¿En qué estás pensando?

La voz de su cita desconcierta a nuestra protagonista y logra sacarla de su rumia incesante.

-En nada.

– ¿Cómo que en nada? Estabas como teniendo una visión.

Nuestra protagonista mira a su cita y cambia de parecer. Le contesta (o confiesa):

-Bueno, honestamente, estaba pensando en el amarillo.

Lo que pasó después queda para otro capítulo.

Catalina Maniago

Catalina Maniago
Catalina Maniago
Nació y vive en Mar del Plata. Estudia Profesorado en Lengua y Literatura y actualmente dicta un taller de escritura creativa (@tallersobresa). La escritura es su terreno de exploración constante, su manera de entender el mundo y de entenderse, pero, sobre todo, de buscar (y encontrarle) sentido y belleza a las cosas.

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