Siempre amé Nueva York. No sé de dónde viene esa fascinación, pero viajar hacia sus calles, recorrer sus edificios, sus museos, sus puentes, se me hizo, desde chico, la imagen misma de la felicidad. Todavía tengo un cuaderno donde a los cinco años dibujé un edificio inmenso, rodeado de otros más pequeños. El dibujo no tiene título -apenas sabía escribir-, aunque sé bien que el edificio es el Empire State. Por suerte, esta ciudad amada es reproducida hasta el cansancio en miles de películas y fotos. Digo hasta el cansancio por un decir: no me canso de verla. La evoco y la admiro como si hubiera nacido allí o como si alguna vez hubiera podido ir.
Mi padre vivió en Nueva York, de los 24 a los 26 años, antes de conocer a mi madre y antes, claro, de que yo naciera. Tengo una caja llena de polaroids de su estadía. Son fotos de un plástico duro, con la fecha impresa en el borde. Mi padre tomando un helado en la quinta avenida; parado ante una disquería; con un pie apoyado en un banco del Central Park, como si fuera a lustrarse los zapatos. Empezaba la década del setenta, y en las fotos él siempre estaba vestido con su característica ropa marrón o gris, demasiado clásica, con las patillas largas muy prolijas, mientras que detrás se veían, en segundo plano, los carteles de los negocios en inglés y algunos hippies, con sus ropas de colores chillones y sus melenas.
Si los personajes y los fondos cambian (en vez de una lavandería, un bar llamado Miller; en vez de un hippie, una negra con peinado afro y tapado de piel), hay algo, sin embargo, que se mantiene inalterable: en ninguna de las fotos la cara de mi padre transmite felicidad. Diría, más bien, que lo que deja ver su mirada, su postura, en general, es algo cercano a la indiferencia, como si dijera “sí, estoy acá, pero podría estar en cualquier lado y me daría exactamente lo mismo”.
Nunca, casi nunca, escuché a mi padre hablar con gusto de Nueva York. Si uno lo presionaba (¡cómo deseaba oír de su voz algo, unas palabras siquiera, sobre mi ciudad preferida!) podía llegar a contar alguna anécdota, pero eran anécdotas que escondían, bajo el tono de leve jocosidad que él intentaba darle, bastante de recelo y sarcasmo; que rebajaban hasta lo nimio lo que se podría llamar su aventura de juventud (acaso la única cosa alocada y fuera de orden que hizo en su vida) y que consistían, casi siempre, en una descripción despectiva de los trabajos que tuvo y de las compañías relativamente peligrosas (latinos ilegales, buscavidas) que conoció.
Esos momentos de remembranza, impuestos por mi deseo, fueron, en los últimos años, cada vez más escasos. La estadía en Nueva York se reveló como lo que siempre fue: algo tan alejado de la esencia de mi padre, como si fuera el pasado de otro, de un desconocido. Hoy que él ha muerto, la ciudad que despreció y que yo amo, se alza entre nosotros como una entidad fantasma, un cúmulo irreal de edificios y laberintos, donde mi padre se pierde y yo lo busco, sin suerte, hasta que también me pierdo.
*
Sobre el escritorio donde escribo, en un estante con algunos libros y recuerdos de mi casamiento, tengo unos binoculares que eran de mi padre. Están en exhibición, apoyados sobre una pequeña valija negra, de cuero, que supo contenerlos originalmente entre sus paredes acolchadas. Mi padre los trajo de Manhattan. Fanático de las carreras de caballos, los usaba en el hipódromo de La Plata, donde pasaba tardes enteras. Ya casado, viviendo en Mar del Plata, donde no hay carreras, perdieron su razón de ser. Mi padre no supo encontrarles otra utilidad y entraron a formar parte de ese conjunto de objetos que nadie sabe dónde ubicar, que van pasando de mueble en mueble, a través de las mudanzas y los años.
Impactantes, ostentosos, con múltiples botones y mecanismos para controlar la potencia de los lentes, los binoculares siempre me llamaron la atención. A mi padre le sirvieron para magnificar un espectáculo real. Mi caso, si bien tenía el mismo objetivo, resultó diferente. En la adolescencia los usé para espiar a los vecinos, desde el lavadero de nuestro departamento. Me convertí en un mirón. Creía, con la ansiedad del deseante, que el mundo a mi alrededor –o más bien, en los edificios de enfrente- escondía placeres ilícitos, negados para mí, quinceañero apagado y tímido, pero usuales en los demás. Estaba convencido de que, provisto de esa herramienta, mis ojos pronto descubrirían pecados en cada ventana; solo era cuestión de paciencia y concentración, de no dejarse ver, como un cazador al acecho. Era un voyeur esperanzado; ya en mi posición, el movimiento de una cortina, en el edificio de enfrente, me ponía en alerta; quieto, fumando los primeros cigarrillos a oscuras, sentado al lado del lavarropa, manipulaba los lentes; el zoom creaba situaciones ambiguas. Una antena, unas palomas, una soga con ropa: todo podía ser umbral a la lujuria o, como resultaba siempre, una trampa óptica.
El fracaso, de todas formas, no me hundía. Mi imaginación se adelantaba a la desesperanza; recomponía la chatura de la realidad; ese hombre que cocinaba solo, envuelto en vapor, estaba esperando a su amante, escapada de un matrimonio opresivo; aquella señora que miraba televisión se sumergiría, en cualquier momento, en una sesión de sexo inolvidable.
Tardé muchas noches en entender que los demás llevaban una vida como la de mi familia, compuesta de actos repetidos y llanos, y que de existir actividades ocultas que valiera la pena ver, sin duda no estarían disponibles para mis binoculares.
Así fue que también los terminé relegando. Ahora, cuando los veo en el estante, o cuando les paso un trapo con lustra muebles, pienso en mi padre; lo imagino maravillado ante una vidriera de Manhattan, comprándolos con su inglés vacilante, soñando la nítida visión de un pura sangre, el cuello musculoso, estirado en el esfuerzo final.
Pero, ¿sucedieron así las cosas?, ¿pensó en eso realmente? Viviendo en una ciudad plena de ofrecimientos, al término de una década que fue el epicentro del cambio en las costumbres mundiales, cuando a su alrededor resplandecerían miles de tentaciones y objetos para el consumo y el placer inmediato, mi padre compró unos binoculares para ver caballos en la otra punta del planeta. ¿Ya meditaba con el regreso? ¿Los compró disfrutando por anticipado, como un enamorado que va rumbo a su amada, diciéndose “cuando los use en La Plata…”?
Se me ocurre una versión diferente. Anidaba muy dentro de él un voyeur que se despertó en Nueva York. Acostumbrado a las casas bajas de Ensenada, a vivir siempre entre las mismas personas, ese espíritu curioso estuvo adormecido por la insipidez que lo rodeaba, como una semilla en la sequedad del desierto. En Manhattan, ante la desmesura de ventanas y vidas, ante un espectáculo humano tan profuso y sugerente, el observador abrió los ojos.
Lo imagino: hombre joven y solitario, se asomó una noche a la ventana, sin poder dormir, atravesado por ensoñaciones eróticas, y vio una mujer, una mujer negra, quitándose la ropa en el baño, en una construcción vecina. O vio una pareja joven, varios pisos más abajo, acostados en una cama pequeña, uno sobre otro. Tal vez ni siquiera vio un cuerpo entero; apenas un brazo, la mitad de una pierna, un hombro oculto parcialmente por una persiana. También hay que considerar estímulos auditivos. Voces. Un gemido a medianoche, jadeos, subiendo por el pulmón del edificio. La mente de mi padre desplegó esos incentivos; los volvió llamados, señales de un mundo sugerente.
La compra de los binoculares, entonces, se hizo indispensable. Las futuras carreras de turf daban en la superficie la excusa perfecta; pero el que movía los hilos, el que usufructuaba esa compra era el otro, el mirón interno que cada noche apuntaba, sigiloso e insaciable, hacia la vida de los demás.
Otra versión: el espíritu de un genio voyeur duerme dentro de los binoculares. Quien los posee, es poseído. Basta una ventana, unas sombras que se vuelven insinuantes, para que el genio se disperse, hambriento, en la oscuridad, como una plaga o un incendio.
*
Mi hija juega con los binoculares. Apenas puede levantarlos.
No le digo nada; aunque tengo miedo de que se le caigan y se rompan. Me quedo cerca, atento.
Es del abuelo Carlos, dice. Mi hija nació después de su muerte; para ella, su abuelo es la pequeña lupa circular, los lápices de dibujo, objetos de él que guardo en la biblioteca.
Quiero usarlo, dice. Quiero ver.
Pienso: el genio fisgón la ha capturado.
Trato de dar alguna excusa, pero al notar su entusiasmo le digo que salgamos al patio. Caminando entre el pasto crecido, en un invierno que no termina nunca (y que será el último que pase en esta casa), miro a mi alrededor y cuando pienso en que no hay nada interesante para ver, mi hija dice que quiere ver la luna.
La ayudo, entonces, a apuntar hacia el cielo; mis manos –tan parecidas a las de mi padre– apoyadas en las suyas –tan parecidas a las mías– sostienen los binoculares. Buscamos, sin suerte, la luna en medio de nubes oscuras y cables de luz.
No sé dónde está, dice mi hija, un poco decepcionada. Ya va a aparecer, digo, no dejes de mirar, y la guío, girando lentamente su cuerpo, que tiembla un poco en el frío de la noche. Cuando al fin logra verla, alcanzada por la blancura distante, mi hija sonríe.
Mauro De Angelis