Ríos robados

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Cruzamos Gibraltar en ferry, recostados sobre la baranda, una mañana de sol. Pedro habla sin parar: de Hércules, del colonialismo inglés, del comercio internacional, de los desesperados del mundo pobre, de lo que vamos a hacer ese fin de semana en Marruecos. Yo me dedico a mirar detalles y a jugar el juego de las diferencias entre este barco y el que tomé la única vez que fui a Montevideo.

Pedro me acerca una Coca Cola. 

– Tomala despacio que en euros pega más.

Tiene una risa acariciadora. Es, como yo, parte del contingente de becarios. Nos conocimos en Ezeiza: él venía de Entre Ríos y, como yo, nunca había viajado a Europa.

– Es mi primera vez –me confesó muy bajito cuando encendieron el aviso de ajustarse los cinturones. Le puse una mano en el brazo y cerré los ojos: me pareció que no tenía derecho a decir nada.

La Coca está caliente. Salimos a cubierta. Hay bruma, lo que hace más raro el color del agua, la silueta de los barcos y la altura del peñón. La otra orilla está en algún lugar, desdibujada.

– En Ceuta está don Julián, en Ceuta la bien nombrada

Pedro sabe de memoria cientos de romances viejos y todas las poesías de García Lorca. 

– Es una antigüedad, le digo.

– Con la sombra en su cintura / ella sueña en su baranda, me contesta.

Y yo, en la cubierta del barco, le doy un beso, carne verde, pelo verde, con ojos de fría plata. 

Una ola salpica y nos aleja. 

– No es más ancho que el Río de la Plata, pero acá separa los pobres de los ricos, dice Pedro. Los pobres africanos se juegan la vida para cruzar este mar, mientras nosotros nos tomamos una Coca y disfrutamos el paseo. 

– Muchas veces el Río de la Plata separó la vida de la muerte.

– No vas a comparar. 

– Mi tatarabuelo lo cruzó escapando de Rosas. 

No le digo nada sobre mi madre y su tumba líquida. En cambio le pregunto:

– ¿Conocés Montevideo?

– Sí, claro. 

– ¿Viste que este barco es igual al Buquebús?

– Ni idea, nosotros vamos al Uruguay por los puentes. Nuestro río es más chiquito. 

– Igualmente hay que cruzar un río.

– Pero esto es un mar. 

– Los españoles también pensaron que el Plata era un mar. El Mar Dulce.

– ¿Sabe que es linda la mar?/ La vieras de mañanita /cuando a gatas la puntita /del sol comienza a asomar.

Me río y lo dejo recitando contra el viento. Entro al salón, puro brillo falso. Me detengo frente a la vitrina del free shop. Frascos de perfumes y más frascos de perfume. ¿A qué olería si se destaparan de golpe todos los frascos de perfume? Veo, junto a los perfumes, una lapicera de oro. 

– Lo que no escribiría yo con esa lapicera. 

Pedro se refleja en el vidrio: es otra bruma entre los reflejos que reenvía la envoltura de celofán de las cajas de perfumes. 

– ¿Qué escribirías? –lo desafío– ¿Un romancero entrerriano?

Por tu amor me duele el aire, el corazón y el sombrero escribiría.

– Eso ya está escrito.

– Entonces, lo robaría. 

Cuando bajamos del barco, nos sentamos a esperar al resto del contingente de becarios en una plaza, frente al puerto. 

– Cerrá los ojos –y le dejo en la mano la lapicera de oro del free shop.

No puede ni respirar: Pedro sabe que me quedan pocos euros.

– No te asustes, no la pagué.

– Ahora no tengo excusas. No tenés ni idea de lo que te voy a escribir.

Cuando volvemos a cruzar el estrecho, me pregunta por mi tatarabuelo.

– Era unitario. Rosas le puso precio a su cabeza. Se escapó por el Samborombón en una lancha de morondanga y, de ahí, a Montevideo. Eran como diez. El bote se les dio vuelta y quedó flotando agarrado a las maderas. Se salvó él solo, de milagro. 

En el regreso a Algeciras Pedro duerme. Yo apenas dormito, aunque cada cabeceo es un sueño vívido y agotador. Se mezclan las aguas y se ahogan los otros becarios, los compañeros de mi abuelo y los ilegales de las pateras. En uno de los episodios viajo en un bote refulgente y arrojo a Pedro al agua, que intenta en vano trepar por la borda. En otro, un negro enorme me pincha con una lapicera de oro para que me vaya mar adentro. Al final, García Lorca abraza a mi madre en el puerto de Montevideo, siniestramente parecido a Algeciras. 

*

Paso las siguientes semanas preparando mi tesis, tratando de sacar algo en limpio de mis lecturas de los exiliados de 1837, escritores que escaparon hacia Uruguay huyendo de Rosas. En honor a mi tatarabuelo, supongo, me esfuerzo por leer versos románticos que no me entusiasman.

Apenas nos vemos con Pedro, no más allá de las comidas en la residencia y algunas noches de paseo por la plaza de la Merced. A veces podemos tomar algo juntos en el bar de la universidad, pero nuestros respectivos tutores se emperraron en darnos entrevistas en las horas libres del otro. Una de esas pocas veces, Pedro trae un libro de Onetti. Y vuelvo a Montevideo. Ahora ya no es el barco, sino el hueco en la biblioteca, el hueco que dejó el libro de Onetti que se llevó Daniel y me obligó a ir hasta la terminal de ferrys y sacar un pasaje. La última –y única– vez que viajé a Montevideo. 

*

El hombre está en medio del agua, aferrado a una madera que fue de un barco que había sido transporte y ahora es fondo del río. Hace horas que el hombre está aferrado a esa tabla. El hombre vio cómo se hundió el barco y cómo, de a poco, desaparecieron los otros hombres que también se habían aferrado a maderas como la que él, ahora, abraza.

El hombre piensa para sí: «Se fue la tormenta», y cierra los ojos y los abre y no sabe si es cierto o está soñando que la tormenta se fue. Se fue, es cierto, al menos eso pueden aseverar también los tripulantes del lanchón que se acerca lentamente y que le tiran un cabo y lo suben a cubierta. El hombre, en cubierta, se deja arrastrar, tapar con un capote y echar por la garganta un trago de algo que quema y, cuando quema, reaviva. 

El hombre, en cubierta, sueña que está a salvo y rato después, cuando recobra la sensibilidad del cuerpo helado, corrobora que es así. El hombre se duerme, esta vez en el lanchón, y no sueña más, hasta que es de día y lo sacuden y le señalan, ahí, adelante, el puerto de Montevideo. El hombre puede decir que llegó a destino, algo de lo que sus compañeros no pueden alardear.

Perdió muchas cosas en el naufragio, pero no las siente demasiado porque muchas más, se dice, perdió en la orilla al embarcar. Lamenta, eso sí, la carta encriptada, como corresponde a tiempos de guerra, y la dirección exacta, pero su memoria se ayuda de datos, cifras y buenos azares, por lo que al fin de un día de caminata por calles empedradas y callejuelas de barro, llega a la casa a la que debía llegar y en la que no lo esperan, porque lo dan por hundido en medio del río. 

El hombre es recibido con austeridad que disimula alborozo y esperanza. Se le da una cama, una taza de caldo caliente, una galleta y un trozo de carne. Después de la cena se lo interroga con rigor y firmeza, como corresponde a tiempos de desconfianza. Pasa la prueba con beneplácitos y se lo ingresa en el círculo de los conspiradores. De ahí en más será de los que planifiquen la caída del tirano. En poco tiempo será la cabeza de la conspiración. Luego, finalmente, será asesinado de una cuchillada en una oscura esquina de un andurrial sin nombre, a donde concurre solo, luego de recibir una esquela anónima.

*

Me di cuenta de que se había ido para siempre de casa cuando vi el hueco en la biblioteca. No necesité mirar en el placard del dormitorio buscando la ausencia de su ropa o la de su afeitadora en el baño: el libro de Onetti fue siempre la marca más clara de su presencia. Lo había traído la primera vez que vino y lo olvidó para poder volver a buscarlo.

– La treta más vieja del mundo –le dije cuando me lo reveló.

– Pero sigue funcionando.

La lectura de esos cuentos, de fragmentos al azar, de palabras sueltas sabidas de memoria, se convirtió, con el tiempo, en prólogo del amor. Ahora había un hueco en la biblioteca. 

Lo llamé mil veces: el cliente que usted busca se encuentra fuera del área de cobertura. Terminé por pensar que la voz mecánica se compadecía de mí. Otra alma caritativa me dijo, meses después, el uruguayo se volvió a casa y me dio su dirección, cerca del Parque Rodó. 

Cuando me abrió la puerta, disimuló el golpe y sólo preguntó cómo me encontraste. Con poco entusiasmo me franqueó la entrada, en atención, supongo, a los kilómetros recorridos.

El departamento era pequeño y desordenado. Había ropa, restos de comida, libros y papeles por todos lados. Como una idiota pensé “no hay una mujer por aquí”. Pero sí, seguro que sí.

– ¿Por qué te fuiste? –y sentí que mi voz era patéticamente despreciable.

– Te preparo un café.

Ni registré el tazón caliente y aguado que me puse entre las manos segundos después.

– ¿También te olvidaste un libro en la casa de ella?

Se metió en la cocina. En la mesa cercana al sillón en el que me había desmoronado vi una pila de libros y, sobre ella, un artículo con su firma sobre los exiliados del 37: fervientemente deseé que no hablara de lo que le había contado acerca de mi tatarabuelo. Los párrafos que alcancé a leer me confirmaron que ahí estaba mi trabajo, el que me había valido la beca. 

Regresó con una botella de whisky. Llenó un solo vaso, le dio un sorbo y me lo pasó. Lo abracé en el hueco de las manos: el juego de transparencias me atraía como un pozo.

– ¿También le leés libros? ¿Y le robás historias?

Estaba junto a la ventana cuando empezó a gritar y vos quién te creés que sos. Quién te creés que sos, me repetí para adentro. Quién te creés que sos. 

Se encerró en la pieza y me dejó, sola, contra una puerta cerrada. Le arrojé el vaso y manoteé mi bolso de la mesa. Manoteé el artículo: abajo estaba el libro de Onetti, el de tapa verde con la cara del autor dislocada en negro. 

En la madrugada montevideana me senté en el cordón de una vereda vacía, con el libro en la falda. Estúpida ciudad quieta. Pensé en mi tatarabuelo, náufrago rescatado dos veces. Pensé en mi madre, sin tumba y sin memoria: Daniel no escribiría sobre ella y yo tenía que volver a cruzar sobre su cuerpo, tirado desde un avión, vivo en el aire, disuelto en el agua. Pensé en mí, doblemente expulsada. Pensé en las historias no contadas. Pensé en el río y en este viaje absurdo, con el único fin de transitarlo. 

Llegué a la terminal de Buquebús con el tiempo justo para abordar. Pasé todo el viaje en cubierta, sintiendo el aire húmedo en la cara. Cuando las luces de Buenos Aires comenzaron a verse en la costa saqué de mi bolso el libro de Onetti y fui arrancando las hojas de a una. El artículo sobre mi tatarabuelo y la firma de Daniel cayeron justo cuando el barco atracó en mi ciudad. 

*

El río que fue mar es una plancha marrón. Ambigua mancha quieta, agua color tierra extendida hasta el horizonte. El silencio aturde, por eso suena a alivio el traqueteo de un motor. El avión parece detenido en medio del cielo nuboso. Empiezan a caer cientos de objetos verdosos: la cara dislocada de mi madre reemplaza a la de Onetti en la portada de los mil libros que flotan en el aire, deshojándose con furia en la caída. Su grito amordazado continúa en mi despertar ahogado. 

*

Pedro me abraza en la terminal de ómnibus de Málaga. Faltan treinta minutos para que salga su micro hacia Barcelona. Faltan setenta y dos horas para que salga mi vuelo a Buenos Aires. 

– ¿Tenés todo? –le pregunto como para decir algo. 

– ¿Papeles, querés decir?, se ríe. 

Del ministerio le abrieron el pasaje de regreso por una semana más, pero no piensa estar en Barajas cuando anuncien la partida. Tiene amigos, dice, en Cataluña y quiere probar suerte. 

– Ya que la hiciste, podrías haber esperado a defender la tesis, le digo sabiendo que se va a burlar.

– Te la regalo. Me salió linda. Poeta en Nueva York es un gran libro.

– Está pasado de moda. 

– Entonces, tirala al agua.

No puedo decirle nada y me escondo en el abrazo. Cuando anuncian la partida me pide que me vaya rápido, que no pierda el precioso tiempo previo a la entrega final. Corro a comprarle caramelos y un periódico, para aligerar el viaje. Cincuenta ilegales africanos mueren ahogados al intentar cruzar a España, dice la portada. 

– Menos mal que a Barcelona se va por tierra –se ríe Pedro. 

Cuando llego a la universidad, tengo todavía gusto a beso de caramelo. El profesor me gasta una broma por mi aspecto desmejorado:

– He aquí alguien que se quedó toda la noche escribiendo. 

Me paso apurada la mano izquierda por el pelo tratando de arreglar el desperfecto, mientras que con la derecha le entrego el trabajo final de la beca, pasaporte para la próxima instancia: un año en Estados Unidos. 

– Espero que el título sea un buen augurio. En una de esas te vas como Federico a Nueva York, a escribir un libro. Eso sí, una traición que hayas cambiado a los románticos rioplatenses por un descarriado surrealista español. 

*

Cuando el hombre que se había salvado del naufragio y había terminado siendo jefe de la resistencia contra Rosas fue asesinado, el colaborador más cercano se llevó sus papeles para ordenarlos. Encontró listas de nombres, proyectos de acciones, copias de órdenes dadas y recibidas, artículos para el diario de los Varela, borradores de discursos, cartas inflamadas de mueras al tirano: nada que desentonara con el papel de jefe de la resistencia en el exilio. Todo lo dio a conocer a los mandos que suplantaron al jefe.

Sin embargo, se llevó un cartapacio de cuero, en el que el jefe había ordenado papeles de otra índole: entre dudosos poemas de amor y bocetos de rimas obvias, un relato que se presentaba como historia verídica y retrato asqueroso de un lugar de Buenos Aires, manchado de sangre y vísceras, poblado de perros y negras regocijándose en el barro y la inmundicia. 

El relato, no las rimas, atrajo la atención del albacea que se sumió esa noche en una lectura que, al mismo tiempo, le repelía y lo atrapaba. Nunca el albacea, joven e intelectual como todo revolucionario americano, había leído tanta audacia, más allá de las guarangadas de los periódicos populares o las coplas cuarteleras. Sintió que el relato sería una buena arma en la lucha, más allá de que seguramente ofendería las narices de las señoras y señoritas de la causa. Decidió que debería llevárselo al poeta, referencia obligada de los exiliados sobre gusto y manera de escribir en esos tiempos. El poeta lo leyó de un tirón frente al albacea. El joven lo veía reaccionar y podía suponer qué palabra, qué renglón afectaban las narices y las tripas del lector. Lo veía leer y le adivinaba las ganas de vomitar. 

El albacea lo interrogó con la mirada cuando el poeta dejó las cuartillas en su regazo. Lo vio sacudir la cabeza, hacer muecas de duda y terminar diciendo:

– Es demasiado, qué van a decir de nosotros en Buenos Aires si saben que escribimos así. Nosotros no somos bestias, nosotros somos unitarios.

El albacea se puso de pie y solo dijo, antes de despedirse:

– Está bien, don Esteban. Lo que usted diga.

Salió tan apurado que en la calle se dio cuenta de que las cuartillas no habían vuelto al cartapacio que apretaba contra el pecho, pero no quiso regresar a buscarlas. Se arrepintió unos veinte años después, cuando vio el relato del asco publicado entre las obras póstumas del poeta, bajo el poco elaborado título de El Matadero. Pero, para ese entonces, había olvidado todo, casi hasta el nombre de quien lo había escrito. 

*

En Ezeiza no me espera nadie, como era de suponer. Llego al departamento que me prestaron como se llega a un hotel: nada en Buenos Aires se parece a un regreso al hogar. Mañana mismo voy a tener que encontrar dónde vivir: las clases en la facultad empiezan en quince días. Con pocas ganas salgo a buscar algo que comer. Estoy cansada y me duele el cuello porque mi compañero de asiento era gordo y se dormía inclinado sobre mí. Un viaje horrible. 

Camino mucho porque no hay nada abierto en el barrio. Por Córdoba pasan los autos, huyendo. Encuentro un bar, pido un tostado. Todos en Buenos Aires piden tostados cuando no saben qué comer. Tendría que llamar al editor pero no tengo ganas: prometí hacerlo ni bien llegara y ya van pasando muchas horas desde que estoy acá. Lo más probable es que nunca lo haga y seguramente él se va enojar y tampoco me va a llamar. Entonces no habrá presentación del libro sobre García Lorca, no habrá reconocimiento de la crítica, no habrá perspectivas de conferencias en toda Latinoamérica y España, no habrá futuro. Demasiado dramático, me digo. No es para tanto. 

Un colectivo me deja en la Costanera, frente a aeroparque. Entre los pescadores y los vendedores de panchos, miro el río. Tenía ganas de volver a ver el río, pese a todo. Allá estará Montevideo, calculo. Y me convenzo de que ese nombre no me duele.

Gabriela Urrutibehety

Gabriela Urrutibehety
Gabriela Urrutibehety
Escritora, profesora y periodista. Publicó las novelas Caras Extrañas (2001), La Banda de los Seguros (2011), Con la Muerte a Cuestas (2014) y Mecanismo de relojería (2020), y los ensayos, de Tras las huellas de Girondo. De muertos y revivos yoes (con Verónica Meo Laos y Juan Carlos Pirali) (2011) y Tres tipos difíciles: Borges, Girondo, Arlt (2016).Ha publicado cuentos en numerosas antologías y revistas literarias, así como trabajos académicos sobre literatura y educación en revistas y volúmenes colectivos.

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