El pato

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– Ya voy, ya voy, ya voy.

Mamá frunce los labios, la frente, la nariz.

– No llores. Le falta cuerda. ¿Ves?

Es un pato cascoteado. Le cuelga el pico y de las cuatro ruedas que debe haber tenido en sus orígenes, le quedan tres. Igual puede moverse, milagro de equilibrio. Con dos o tres vueltas de manivela arranca a los tropezones por el piso de la cocina, hasta que un desnivel en las baldosas lo vuelca. Queda con las tres ruedas girando en el aire, de costado.

Mamá se agacha con mucha dificultad y lo endereza. El pato vuelve a girar sobre los mosaicos blancos y negros, choca con las patas de las sillas y regresa. Todavía no puedo entender por qué misterio siempre se le termina la cuerda entre los pies de mi madre. He pasado algunas tardes poniéndole obstáculos, tratando de desviarlo de su curso, pero pareciera que se da cuenta. Que tiene voluntad.

– Mamá, mamá, hacé que ande -gimotea.

– Sí, mamá.

Le doy cuerda antes de que me enloquezca. Me río del juego de palabras.

– ¿De qué te reís, mamá? – dice entre asombrada y contenta.

– De nada, mamá –y ya no tengo ganas de reírme.

Con el ruido mecánico del patito clavado en el cerebro, pongo la pava en el fuego. Es la tercera ronda de mate que tomo en la tarde. Por la ventana de la cocina se ve el patio de la casa de al lado. Tres chicos aburridos juegan a seguir una fila de hormigas. Les ponen un palito y las hormigas lo pasan por encima. Les ponen un cubo rojo y las hormigas dan la vuelta. Les ponen la pata del perro y las hormigas trepan por el animal que tira un tarascón y corre a esconderse dentro de la casa. Desilusionado, el más grande le pega al más chico.

– ¡Mamá! – llama el nene, llorando.

La vecina se asoma por la ventana. Es joven, delgada, linda.

– ¡Mamá! ¡Mamá! –gritan los otros dos hermanos haciéndole burla.

– ¡Mamá! – grita mi mamá desde el comedor.

Voy a ver qué quiere.

– Buenas tardes, señora – me dice- ¿No sabe dónde está mi mamá?

– Acá estoy, mamá. ¿Qué querés?

– ¿Está la peluquera? Necesito peinarme porque tengo una fiesta. Un cumpleaños.

– Mamá, no podés salir. Está todo cerrado. Ya te lo dije.

– ¿No está la peluquera?

Me chifla el estómago de tanto mate y me chifla la cabeza de escuchar a mi mamá, a la que hoy le toca el día de hablar y hablar. Otros, le da por sentarse en un rincón y quedarse callada durante horas. Me preocupo mucho entonces, pero en momentos como éste extraño el silencio y me digo por qué me hago mala sangre en lugar de disfrutarlo.

Estallo. Puntual, como la sirena de los bomberos que ordena clausura total. Todos los días a esta hora, cuando el sol se va escondiendo y llevo ya tres pavas con tres cebaduras, estallo.

-¡Callate, callate de una vez, por el amor de Dios!

La agarro de los hombros con fuerza y la llevo hasta el sillón. La siento de golpe. Pucherea y se frota el brazo como si le doliera. La vuelvo a zamarrear. Grita. Le doy una cachetada. Grito yo. Se tapa la cabeza con los brazos. La suelto.

Me voy al baño y cierro la puerta de golpe. Saco un cigarrillo del botiquín y doy dos pitadas sentada en el inodoro. Tiro el pucho en el lavamos porque escucho un ruido como de algo que se desploma.

El pato se ha metido detrás del aparador. Mamá intenta rescatarlo desde el sillón donde está sentada y termina desparramada en el piso, boca abajo.

– ¡Qué estás haciendo, me podés decir! ¡Vos estás loca! ¿Quéres quebrarte y terminar internada, con todos los apestados que hay en los hospitales? Yo no te pienso cuidar. ¿Me entendés?

Busco sus anteojos, que han ido a parar bajo el otro sillón. Por suerte están intactos, tampoco hay ópticas abiertas. Los limpio con el borde de la camisa, los dejo en la mesita baja.

– Ahora te quedás ahí, quieta – le grito y me siento enfrente, a vigilarla.

No pasa un minuto cuando vuelve a intentar levantarse, apoyándose en los antebrazos. Se resbala y se golpea el mentón. La sorpresa del golpe le quita el llanto. La frente, la nariz, la boca contra el piso. No dice nada. Inhalo, exhalo. Me pongo de pie y voy a ayudarla. Comienzo a levantarla. La artrosis de la rodilla hace que parezca un payaso deslizándose, grotesco, en la pista del circo. Está pesada.

– Vamos, mamá, ayudá un poco.

Logro erguirla pasándole los brazos bajo las axilas. Se resbala, pero no cae. La doy vuelta, la tiro sobre su sillón. Cae con un resoplido de almohadones. Tiene sangre en el labio: se debe haber mordido. La limpio con el pañuelo.

– Ya está bien, mamá.

Hipa, se pasa la mano por la nariz y se llena de mocos. Tiene un chichón en la frente. Voy a la cocina a buscar hielo. La pava silba: se hirvió el agua del mate. Puteo entre dientes. Veo a los chicos de la vecina que intentan atarle algo en la cola al perro.

En el comedor, el pato resucita y se pone de nuevo en movimiento. Da unas vueltas sobre sí mismo y se estaciona entre las zapatillas de paño de mi madre. Ella, por suerte, ya no llora. Yo tampoco.

Gabriela Urrutibehety

Gabriela Urrutibehety
Gabriela Urrutibehety
Escritora, profesora y periodista. Publicó las novelas Caras Extrañas (2001), La Banda de los Seguros (2011), Con la Muerte a Cuestas (2014) y Mecanismo de relojería (2020), y los ensayos, de Tras las huellas de Girondo. De muertos y revivos yoes (con Verónica Meo Laos y Juan Carlos Pirali) (2011) y Tres tipos difíciles: Borges, Girondo, Arlt (2016).Ha publicado cuentos en numerosas antologías y revistas literarias, así como trabajos académicos sobre literatura y educación en revistas y volúmenes colectivos.

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