Quinto piso

spot_img
spot_img

Odiaba su trabajo. Lo odiaba con pasión, con convicción, con una intensidad ya difícilmente disimulable. Lo odiaba con toda su antigüedad de 30 años, con la meta de la jubilación a corto plazo, con los planes de mudarse a Mar del Plata para siempre, lejos de la especulación y las negociaciones de deuda. Los compañeros de la oficina se daban cuenta, pero no decían nada, se sabían secretamente proyectados en él.

Encima, para sumarle unos pesos al sueldo, había aceptado hacer home office, solo un par de horas. En casa tomando mate va a parecer otra cosa, pensó y se equivocó. La vida se le estaba haciendo insoportable. Los expedientes habían invadido la mesa del comedor, las sillas, la cocina, el otro lado de la cama. 

Trabajaba demasiado y cobraba poco, le decía su padre. Te hacen creer que sos el dueño de la empresa, pero los que viajan a Cancún a fin de año son ellos y no vos, le repetía. Su padre tenía la impunidad de los años. Lo visitaba poco en el geriátrico y cada vez era lo mismo: los recuerdos de la infancia en Italia, el amor de la madre y después el hijo que de tan bueno parecía zonzo. ¿Vas a dejar la vida ahí?, le reclamaba. ¿La vas a dejar ahí?

A veces se permitía pensarlo al comienzo del día.

Es que ya no era tan resolutivo como al principio. Él, que según su jefe era un bulldog agresivo para los morosos, se había mostrado particularmente dubitativo las últimas semanas. Algo se había desordenado, aunque no se diera cuenta. Si hasta le había dado la oportunidad a la señora de Ambrosetti al 5000 de refinanciar su deuda. Por suerte, nadie había escuchado el arreglo porque se esmeró en hablar bajito y le pidió a la mujer que no gritara sus agradecimientos informándole que era una nueva política de la compañía.

Creyó estar a salvo, pero su jefe era el macho alfa de la manada y tenía un olfato agudo para el dinero, sobre todo si lo perdía porque alguno de los empleados osaba no seguir al pie de la letra el protocolo de procedimientos.

– Acá no estamos para sentir pena por la gente, Sergio. Esto es un laburo como cualquier otro. ¿Qué culpa tenemos nosotros de las reglas del mercado? La gente necesita guita y yo se la presto, no es mi problema si no pueden pagar. Tampoco es tu problema, es tu tra-ba-jo. ¿Me escuchás?

– Claro que te escucho Ricardo, fuerte y claro. Lo vengo pensando hace tiempo y tengo dos opciones para resolver este asunto: me pido licencia psiquiátrica y a vos te sale caro o me das vacaciones adelantadas y me voy a Mar del Plata enero y febrero y después vemos. En verano el laburo baja y ninguno de estos tiene el valor de pedirte los días de descanso que les debés, así que me parece que no te va a faltar personal.

La ruta a las cinco de la mañana tiene un aire de redención, de cosa posible, de tesoro al final del arcoíris. Las cuatro horas se pasaron volando hasta que del lado izquierdo empezó a recortarse el mar.

Hacía cinco años que no venía al departamento. El viejo tano había comprado varios de dos ambientes bien ubicados en toda la ciudad. Con el tiempo se habían ido vendiendo para pagar deudas, el geriátrico y las terapias. Este era el último, sobre la calle Tucumán, en el quinto piso, vista al frente. Cruzando la calle había una pequeña plaza en la que un ombú centenario daba sombra generosa para pasear al perro o tomar mate. Le había avisado al encargado que iba a pasar unos meses para que le alcanzara la correspondencia acumulada.

Se dijo que a partir del primero de enero su rutina sería hacer playa a todo trapo: reposera, sombrilla, heladerita, libro y equipo de mate. Se sintió renacer.

A pesar de tener solo dos manos, no iba a claudicar en su propósito de llevar a la playa todo lo que necesitaba para llegar bien temprano e irse tarde, cuando empezaba a caer el sol.

En pocos días desarrolló una estrategia para bajar por el ascensor con todo encima: la punta del pie desliza la primera puerta lo suficiente para que los dos dedos de la mano derecha se escabullan entre la chapa y terminen de abrirla. La segunda, de rejas, era más sencilla,  repetía el mismo procedimiento y como ya había abierto la otra, el éxito anterior le daba el ímpetu necesario para concluir la tarea. 

El cerrarlas le parecía un acto algo más brutal. Dejaba caer todas las cosas sobre el piso cuadrangular de la cabina y daba dos fuertes portazos. Entonces, un “te gané otra vez” resonaba victorioso en su cabeza. 

– Resabios de la vida anterior- pensaba- ya no tengo que ganarle a nadie.

Los cinco pisos le alcanzan para ver el celular antes del tránsito, volver a organizar todo en los dos antebrazos, las dos manos, debajo del brazo y la boca. Las llaves siempre en la boca para no estar buscándolas a último momento. Los dos dedos libres esta vez de la mano izquierda porque la puerta de la cochera queda de ese lado. A pesar de la hazaña diaria de salir cargado rumbo a la playa, se sentía feliz.

La calma parecía instalarse en su vida de turista, pero la plácida rutina se convirtió en un sobresalto cuando nadie le avisó, aunque sea telefónicamente, que el consorcio del edificio había decidido hacer un cambio de calidad colocando un sistema de botonera nuevo en el ascensor el 15 de enero, en plena temporada alta. 

Casi se desmaya cuando escuchó una voz que le decía: “Buenos días. Ascensor bajando”. El tono no era mecánico y la mujer habló con tanto ímpetu que se sintió interpelado. 

– Buenos días – respondió – Y estuvo callado y quieto el resto del descenso.

Escuchaba su propia respiración y se sintió observado. Se animó a ver el pequeño espacio que lo rodeaba y advirtió otros cambios. Ya no había espejos sino una pantalla led ubicada a uno de los costados, mostraba paisajes de lugares para él desconocidos mientras una música ambiente suave lo rodeaba insinuante, podría decir que hasta se sentía cómodo.

La voz resonó:

– Hemos llegado al subsuelo, que tenga usted muy buen día.

Nunca le había pasado esto de llegar a destino sin estar preparado. El ascensor interpretó la demora innecesaria y comenzó a sonar una alarma a la vez que la voz de mujer declamaba en tono terminante una y otra vez:   “Ascensor fuera de servicio. Cierre la puerta. Ascensor fuera de servicio. Cierre la puerta”  

Tomó lo que pudo con las manos, se metió las llaves en el bolsillo, pateó la heladerita y la reposera hacia afuera y logró cerrar la puerta. La voz se calló y el ascensor abandonó el subsuelo hacia el tercer piso no sin antes aclararle que le deseaba un muy buen día. 

Suspiró con alivio, con fastidio, con inquietud.

Cuando regresó aquella tarde de la playa estaba más preparado. Había decidido dejar la reposera y la sombrilla en el auto, eso hacía que tuviera casi una mano libre y mucha más movilidad. 

Se subió al ascensor. La pantalla mostraba una imagen en 3D de las auroras boreales, más adecuada para esa hora del día.

– Buenas tardes – dijo la voz de la mujer – Ascensor subiendo.

La música de fondo era ahora un bolero que él conocía. Si bien el cambio tecnológico en el ascensor de un edificio de departamentos tan pequeño le parecía un gasto superfluo e innecesario (sobre todo para él que lo aprovechaba un par de meses cada cinco años), no negaba que la atmósfera al viajar se hacía cálida y acogedora.

Tarareó algunos versos a la par del intérprete. Reconoció la canción, su madre la cantaba cuando él era niño. La recordaba hermosa, de volandas por la casa,  girando como un trompo, agarrándose el pecho con las dos manos en exagerada señal de amor cuando llegaba a la parte del estribillo. Caía a sus pies muerta de risa y él la miraba embelesado.  Lo invadió una nostalgia sutil que lo alentó a cantar, aunque no recordara la letra del todo bien. 

Cuando el cantante decía “sobre tus labios, cielo….” Él le superpuso “sobre tus labios bellos” y alguien rio. Sí, alguien rio, pero no había sido él. Un frío lo recorrió de arriba a abajo o al revés. 

Se quedó callado y por primera vez salió de espaldas al pasillo mientras la voz le decía “Piso cinco. Que duerma bien. No se esperan lluvias para hoy”

Seguramente algo del bullicio de la playa se había quedado dentro de su cabeza. Por la mañana era un gusto estar casi solo mirando el mar, los pies en el agua de la marea alta, pero después venían los de Bahía Blanca con los cuatro chicos, los pibes de Lanús que ponían cumbia para todo el mundo, el heladero, el de los churros, las pulseritas y como si todo eso fuera poco, el de los pirulines.

Aunque parezca mentira, esas voces suelen perdurar en el cerebro por unas horas más luego de abandonar los lugares ruidosos. Lo había escuchado en un programa de televisión hacía unas noches. 

Se acostó temprano, no tenía qué leer, había dejado también el libro en el auto. Cuando algún pensamiento irracional lo asaltaba tarareaba el bolero. Tranquilo, pensaba, los ascensores no ríen. El cansancio del  mar rápidamente hizo lo suyo.

A la mañana siguiente salió un poco más temprano y bajó por las escaleras. Esta vez había dejado la heladerita y el equipo de mate en el departamento, quería ir liviano. El portero llegaba a las siete y pretendía hablar con él sobre el nuevo sistema digital del ascensor.

– ¿Sabe qué pasa? Fue una ganga. Miguel, el electricista que trabaja para el consorcio hizo una obra en uno de esos edificios importantes que están sobre la costa. Reemplazó todas las botoneras automáticas por unas de última generación y cuando preguntó si se podía llevar las viejas le dijeron que sí, que para qué las querían. Y se vino chocho el hombre con todo el cablerío a ver si lo queríamos poner acá. No se preocupe que las expensas casi no van a subir porque es un tipo muy honesto, solo cobró la mano de obra.

El “edificio importante” explicaba muchas cosas. El sistema debía ser de avanzada, aunque ya hubiera en el mercado otro mejor. Quizás en su programación habían incluido los saludos con algún sensor que detectaba si era de día o de noche para que fuera el correcto. Era probable que tuviera conexión directa con algún sitio de pronósticos del clima y hasta que estuviera al tanto de las últimas noticias… pero la risa era algo difícil de explicar. ¿La había escuchado?

Se fue antes de la playa. Alguno que otro lo saludó asombrado por su pronta partida un día de sol pleno. Se dio cuenta que ya formaba parte del equipo estable de Playa Grande. 

Entró al edificio y encontró al portero limpiando los vidrios de la puerta principal. Iba resuelto a subir la apuesta, a ir un poco más allá con las preguntas.

– Juan, buenos días. Usted, por casualidad… ¿escuchó que el ascensor le hablara?

El hombre lo miró como escaneándolo y sonrió.

– ¿Vio? Saluda y todo, la chica. A veces dice la hora y “ascensor subiendo”… “ascensor bajando”. Uno se siente más acompañado, ¿no?

– No me refiero a eso, digo como algo por fuera de lo que está grabado, Juan.

– Ay mire, Don Sergio, eso no, sería cosa e´ mandinga.

El hombre esbozó una risita maliciosa, se reía de él y su intrépida imaginación. Mejor cambiar de tema.

– Claro Juan… por supuesto. Me dijeron que iban a venir a hacerle unos ajustes, pero es un gran avance para el edificio, sin dudas. Todo le da valor a los departamentos, con el mercado inmobiliario tan parado actualmente, es útil introducir mejoras tecnológicas, el edificio ya se estaba quedando muy atrás.

Decía todo lo que se le venía a la mente para borrar de algún modo la pregunta absurda. Juan lo veía hablar retrocediendo y aunque quería no podía meter bocado porque él estaba determinado a hablar hasta que la puerta del ascensor lo arrastrara a la seguridad de la cabina, lejos del portero.

Se arrepintió una, dos, mil veces de haber hecho el comentario. ¿A quién se le ocurría? ¡Por Dios! Era el trabajo lo que lo estresaba aún y lo dejaba al borde de la paranoia, escuchando cosas que su imaginación ponía ahí, en la voz metálica que ahora le decía: “Bienvenido, ascensor subiendo”.

Miró la pantalla con cierto rencor. En definitiva, era por ella que se había arriesgado a quedar como el loco del edificio, el loco del ascensor, pensó riendo para sí.

La voz lo volvió a la realidad

– Penthouse…

Era un edificio muy pequeño, de cinco pisos y un solo subsuelo, con una terraza en la que estaba prohibido colgar la ropa porque no era fino. Todos los habitantes querían aparentar algo que no eran, pero definitivamente, no había penthouse.

Abrió la puerta con cierta inquietud. ¿Y si era cierto? ¿Y si el ascensor por alguna extraña ley fuera de toda lógica lo había llevado a un penthouse lujoso y brillante? ¿Y si no estaba loco y lo que escuchaba era solo para él porque era el único habitante especial del edificio que podía comprender la existencia de una realidad paralela?

La apertura de la segunda puerta de hierro lo depositó en el pasillo oscuro que lo conducía a la puerta de su departamento. La bombilla de luz parpadeaba. Cerró las puertas con la mirada baja.

– Espero que descanse, se esperan para mañana fuertes vientos. Ascensor bajando.

Se quedó con el oído pegado a la puerta del ascensor detenido en su piso. La luz permanecía encendida y la música ambiental reproducía una bachata, alguien tarareaba de fondo la canción.

Durmió poco esa noche, los sueños lo llenaban de sensación de asfixia, de encierro. Trataba de salir de algún lugar y no podía y con manotazos en el aire buscaba la puerta. 

Se sentó en la cama y pensó que si llevaba un registro diario de sus interacciones con la chica del ascensor todo cobraría un poco más de sentido y se vería más real.

Compró una libreta en el supermercado chino del barrio y le ató una lapicera, no quería que la voz lo agarrara desprevenido. Desde ese día llegaba de la playa con lo puesto y se tomaba un taxi para tener tiempo de analizar las frases sueltas. ¿Había algo en ellas que no llegaba a entender o siquiera percibir? 

Se le ocurrió hacer carteles con lo que la mujer decía, era mejor para disponerlas sobre la mesa del comedor y cambiar su posición para ver si en la combinación había algo que tuviera que ver con él, con el edificio, con el portero, con lo que fuera.

Ascensor bajando, cierre la puerta, tercer subsuelo, piso 44, los boleros, las auroras boreales, el clima, las buenas noches, la risa apagada. Nada de eso tenía un valor en la combinación. Era el instante, la performance, lo que lo hacía intrigante y perturbador.

Siguió tomando apuntes todos los días bajo la luz tenue. Escribía y miraba las notas anteriores buscando diferencias. Una mañana de sábado decidió leer en voz alta las notas antes de bajar del ascensor. Pensó que si se escuchaba a sí mismo leyéndolas en el cubículo cerrado, como una especie de invocación o letanía, llegaría a descubrir algo que hasta ahora le había sido vedado en su repetición mental. Fuerte y claro, se dijo, y empezó a leer con impostado gesto. Cuando el ascensor se detuvo en el piso cinco abrió las dos puertas, pero no bajó, quería terminar de pronunciar en alto cada una de las frases y eso le llevaría unos minutos más. La voz se enojó cuando advirtió que él se quedaba a propósito, demorándola en su tarea. 

– Piso quinto, debe abandonar el ascensor – repetía una y otra vez.

Él se quedó, no le molestaba que el tono subiera de volumen y se hiciera cada vez más imperativo, quería saber hasta dónde podía llegar, no iba a ganarle. Después de todo, él era el humano, él pagaba las expensas y su mantenimiento. Quería demostrarle quién mandaba de una vez por todas.

– Está bien – dijo la voz – ¿Podría bajar por favor? ¿Terminó de tomar notas?

– Ya que me lo pide así, ahora sí voy a bajar. Estamos de acuerdo con que un poco de educación no le hace mal a nadie y mejora la convivencia, ¿no?

La voz no respondió. Cuando él colocó un pie por fuera del ascensor este se movió un poco como si fuera a descender, aunque la puerta no estuviera cerrada todavía. Trastabilló y se apuró a salir. 

A una velocidad fuera de lo común el ascensor bajó y se detuvo en el tercero. Desde el quinto él se asomó al hueco oscuro. Escuchaba a la voz maldecir.

Ya era un hecho, la voz hablaba por sí sola, tenía autonomía y lo odiaba. 

Durante unos días bajó por la escalera. En paralelo, por el hueco apretado y frío, el ascensor hacía el mismo recorrido que él. Lo adivinaba abriendo la puerta de calle y le gritaba bien fuerte cosas como : “¡Temperatura máxima 30 grados, el mar está peligroso, tránsito despejado hasta Playa Grande, salude maleducado!”

Al otro día prefirió no abandonar el departamento. Estaba nublado y era uno de esos días marplatenses en los que hay que salir, además, con una campera fina debajo del brazo. Nadie notaría su ausencia en la playa.

Se quedó en la cama y lo sintió subir y bajar, una y otra vez.  El ojo cuadrado de la ventanita de la puerta iluminaba con un haz de luz el pasillo en penumbras. No quería escuchar lo que decía, se tapó con las sábanas y puso a tope el volumen del televisor. 

El ascensor subía y bajaba a tal velocidad que las paredes temblaban y le provocaban espasmos cada vez que se detenía en su piso. Nadie más parecía advertirlo. Trató una y otra vez de ignorarlo, de cantar en voz alta, de taparse los oídos, de rezar, pero fue inútil. Había una única manera de resolver todo aquello.

Se asomó primero tímidamente al pasillo, la luz parpadeaba y aunque no podía ver con claridad supo que estaba ahí. Podía escuchar la música suave, la canción conocida y la voz de la mujer que tarareaba encima de la letra.

– “Si volviera amar…te encontraría…para ser uno y nada más…vidita mía….”

Caminó despacio con los brazos extendidos, como sujetándose de las paredes del pasillo. Estaba descalzo y en pijama, no era lo ideal para una cita, pensó. Apoyó la palma de su mano derecha contra la puerta y el ascensor se estremeció, entre contento y emocionado. 

– ¿Vas a subir? – dijo la voz.

Él dijo que sí mientras abría con decisión la puerta. La música lo envolvía, la luz se volvía tenue y acogedora y sintió que finalmente había llegado a donde quería estar.

– Piso 44, ascensor bajando – escuchó decir a la mujer mientras la cabina caía en picada hasta el tercer subsuelo.

Silvia Catino
Silvia Catino
Es profesora en Letras, docente y coordinadora del taller literario El Péndulo.

Bataraza

-Es la fiebre ‘ña Matilde, le agarró fuerte.La mujer...

Bien Juarez

La del martes sería su última clase. La escuelita...

Mamá

Ahí está otra vez, las dos de la mañana....

Vadaro

¿Sabés, Vadaro? Al principio me caías simpático, casi gracioso,...

También te puede interesar

El primo de la novia

Nos sacaron del mar a las cuatro de la...

Daliah

Apenas entra en mi celda, cada mañana, el embajador  Brunini...

No se culpe a Julio

Soler solía desde siempre recurrir a Julio a la...

Gatos con bigotes en las orejas

A veces no se necesitan excusas para escribir, pero...
Publicación Anterior
Publicación Siguiente