Vísteme despacio

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A pesar de las conjeturas y rumores, la única aproximación a la verdad sobre la estadía de Juan Ignacio Arce en Mar del Plata proviene de peritos, testigos y cámaras de vigilancia. Que llegó el pasado catorce de enero a las 8:53 en ómnibus desde Bahía Blanca; que se hospedó en la habitación número diecinueve del Hotel Versailles, sobre la Avenida Luro al 2400; que a las 9:48 compró el boleto de lotería en la agencia del matrimonio Gorostiaga, son acontecimientos respaldados por evidencia concreta. Quedará a merced de la creatividad popular definir los pormenores del caso, como el hecho de que Juan Ignacio, quien, de acuerdo al testimonio de sus familiares, nunca había tentado a la suerte, haya jugado los seis números que esa misma noche ganarían el Quini 6.

Como las jugadas quedan registradas en las máquinas de lotería y la procedencia de los ganadores trasciende al finalizar el sorteo, al día siguiente la noticia figuraba en medios locales y nacionales: un marplatense había sacado catorce mil millones de pesos —el equivalente a alrededor de doce millones y medio de dólares— en un histórico pozo acumulado. Pero había un error semántico en la manera unánime de titular el caso, porque el hecho de que el boleto hubiera surgido en “La feliz” no significaba que el ganador, todavía no acreditado como tal hasta presentarse, fuera oriundo o residente de la ciudad, y para muchos este equívoco explicaba por qué Juan Ignacio no se enteró de su envidiable fortuna hasta el día límite.

Quienes sí tomaron conocimiento, naturalmente, fueron los dueños de la agencia, Alicia Sánchez y Ricardo Gorostiaga, beneficiados, de acuerdo a la normativa del premio, con el uno por ciento de la suma total: unos ciento veinticinco mil dólares. Días después, durante una entrevista, Ricardo confesó que no tenía recuerdos posteriores a la llamada. Con una mancha de orina en los pantalones, gritando sinsentidos entre carcajadas, ciego de efusividad, corrió al menos seis cuadras por la calle Rivadavia, sin saber que su mujer, de la sorpresa, de la emoción, había caído desmayada en la vereda. Fueron necesarias tres personas para detenerlo, y aun así tuvieron que inyectarle un sedante para calmar su llanto risueño y la tentativa de abrazar y besar a los peatones que miraban la escena desconcertados.

Los días siguientes fueron de fiesta. Decoraron la agencia con globos del signo pesos, serpentinas y luces de colores. A la espera del ganador, para quien habían comprado un champagne que aguardaba en balde sobre el mostrador, ofrecieron promociones del tipo tres por dos en todos los juegos y triplicaron el valor de pago de las quinielas. Como consecuencia tuvieron un considerable aumento de la clientela, atraída, en parte, también, como suele suceder en estos casos, por augurios de buena suerte.

Sin embargo, la celebración se fue degradando hasta convertirse, según sus palabras, en una pesadilla de vigilia. Al quinto día sin novedades, a sabiendas de la caducidad del premio —quince días corridos de la fecha posterior al sorteo—, el matrimonio Gorostiaga publicó un aviso de media página en el diario marplatense La Capital, exhortando al apostador a presentarse en la agencia con el billete de lotería; la primera de innumerables y variadas acciones en la carrera contra el tiempo. En trece años, diría Alicia en televisión, habían tenido clientes que olvidaban la apuesta o perdían el billete ganador, pero eran premios insignificantes en comparación con el pozo astronómico del Quini 6, que, decía, lastimosa, ante la cámara, iba a permitirles cumplir el sueño de comprar un terreno en Chapadmalal o Rumencó. Transcurrida una semana dejaron la agencia a cargo de un familiar para buscar al dueño del billete a tiempo completo. Se presentaron en casi todos los medios de comunicación de la ciudad; colgaron pasacalles en la costanera —frente a Torreón del Monje; entre las avenidas Juan B. Justo y Patricio Peralta Ramos; en la calle Matheu a la altura de Villa Victoria; en la esquina del Costa Galana—; y hasta compraron un megáfono para recorrer las principales playas con un mensaje-mantra.

Pero nada producía efecto. De acuerdo al testimonio de un amigo citado por la fiscalía, Juan Ignacio había viajado a la costa en un intento de revivir la última vacación junto a su ex mujer.

Durante su estadía, visitó Miramar, Sierra de los Padres, Mar de las Pampas y Tandil. Fue captado por cámaras de la costanera, las avenidas Patricio Peralta Ramos, Colón, Luro e Independencia, y las calles Martín Miguel de Güemes, Buenos Aires, Alem, San Martín entre otras, dejándose llevar en un paso ido y lento, las manos en los bolsillos, la mirada a las baldosas.

Los seis mozos que dijeron haberlo atendido describieron a una persona distante, ensimismada en la lectura de un libro, que a veces permanecía largos ratos mirando por la ventana y ocupaba las mismas mesas. Cómo no advirtió la proliferación de avisos, los pasacalles y entrevistas; cómo no le llegó el ajetreo social de la atmósfera marplatense, son incógnitas que rápidamente tomaron la forma de mito urbano.

Ya a las puertas de la catástrofe, cuando apenas quedaban dos días para la caducidad del premio, se le ocurrió a Alicia consultar al Instituto Provincial de Loterías y Casinos—que recibía hasta siete llamadas diarias de los Gorostiaga— el día y horario de la compra del billete para contrastarlo con la cámara de vigilancia. De esa manera identificaron a Juan Ignacio, su perfil pixelado y una insinuación de estatura. Renovada la ilusión con el antecedente de los desenlaces providenciales, sacaron un crédito para pagarle a los colaboradores que pegaron tres mil quinientas copias en paredes, columnas, bancos de plaza, monumentos, paradas de colectivo, parabrisas, entre otros, de norte a sur de la ciudad, y que, según una encuesta reciente, consultaron entre doce y quince mil peatones, comerciantes, gastronómicos y hogares de familia.

En esas frenéticas e insomnes cuarenta y ocho horas, los Gorostiaga siguieron la pista de diecinueve personas que dijeron haberlo visto en alguna esquina, plaza o bar, en donde, al llegar, casi que podían ver el fantasma del apostador anónimo negándoles su pequeña fortuna.

La casualidad quiso que a primera hora del 30 de enero, fecha de caducidad del premio, uno de los colaboradores diera con Amelia Suazo, mucama del Hotel Versailles, en una parada de colectivo de la Avenida Champagnat. De modo que, con el último aliento de esperanza, motivados, según dirían en su defensa, por la irracionalidad y el automatismo propios del insomnio y el estrés, el matrimonio se presentó en el alojamiento. Les valió que uno de los once empleados pusiera en duda su memoria para atrincherarse a la espera del milagro; Alicia permaneció en el vestíbulo mientras Ricardo llamaba a las puertas de los dormitorios desoyendo la tímida amonestación del seguridad, que, siguiéndolo con el teléfono en mano, lo amenazaba con llamar a la policía; el mismo guardia que bajo juramento describió dos personas desalineadas que parecían bajo efectos narcóticos, pero de quienes, aún en estas circunstancias, no sospechó que pudieran portar un arma de fuego. Durante el juicio, ante las arremetidas de la fiscalía —en línea con la estrategia del abogado defensor—, Ricardo declaró que en su delirio habían hecho un pacto de suicidio en caso de malograrse su uno porciento.

Toda la escena del encuentro fue registrada por la cámara del vestíbulo. A las 11:40 horas se ve el ingreso lento y pesado de Juan Ignacio, vestido de remera mangas cortas, malla y chancletas, que de pronto gira al escuchar los gritos de los Gorostiaga, arrodillados en visible llanto, enseñándole el papel con la difusa imagen de su persona. Se los ve deslizarse hacia él como penitentes para besarle los pies y abrazarse a sus piernas. Se advierte, aunque de espaldas a la cámara, la estática contemplación del recién llegado. Se ve que no sin esfuerzo son llevados a rastras por el guardia de seguridad y dos robustos empleados, uno de los cuales ganó cierta notoriedad por su presencia en los medios de comunicación. Entre otros detalles, contó que, cuando estaban por echarlos a la calle, Alicia gritó lo que hasta entonces, por el llanto, por la alegría, no habían podido decirle, y que, liberada a pedido del huésped, tuvo que repetir varias veces. La carrera del ganador, los agencieros, el guardia y los empleados hasta la habitación diecinueve aparece fragmentada en los registros de las cámaras del vestíbulo, la escalera y el pasillo del primer piso. Materializado el boleto a los ojos de los Gorostiaga —lo había olvidado en el bolsillo trasero de un pantalón—, Ricardo telefoneó al Instituto Provincial ante la expectante mirada de los allí reunidos, que vieron cómo le temblaba el labio inferior al enterarse de que la acreditación se realizaba de manera presencial en las oficinas de la Plata.

El testimonio del guardia y los empleados coincide en todo menos el tipo de golpe que Alicia le propinó a su marido. El primero señala que fue un “cachetazo limpio y ruidoso”, mientras los otros dos describen una “trompada” a puño cerrado. Ambos testimonios, sin embargo, concuerdan que ocurrió de imprevisto, en medio del silencio cortado por el llanto de Ricardo.

Entre insultos —”imbécil”, “maricón”, “estúpido”— le dijo que fuera a buscar el auto porque todavía estaban a tiempo de llegar a la Sede Central del Instituto.

Minutos después, cuando Juan Ignacio bajó las escaleras —la cámara lo muestra ajustándose el cinturón, vestido ahora con una chomba, jean y zapatillas—, una multitud había colmado el vestíbulo. La noticia corrió primero entre el personal, luego entre huéspedes y terminó por alcanzar a algunos peatones intrigados por el alboroto. Salió del hotel en una hilera de aplausos, palmadas de afecto y fotografías al paso, y entró en el auto de los Gorostiaga estacionado en la vereda.

En el trayecto a Dolores, donde se produjo el accidente, cruzaron once semáforos en rojo y recibieron nueve penalizaciones por exceso de velocidad. Las fotomultas muestran a Alicia conduciendo el Volkswagen Gol, contrario a la primera versión del matrimonio, que, ante el asedio del juez, pidió disculpas por la equivocación —catalogada de irrelevante por su abogado—, y señaló que el error se debía al efecto de la adrenalina sobre el recuerdo de los hechos.

Alrededor de las 15 horas, a la altura del kilómetro 188 de la Ruta Provincial 2, el Volkswagen perdió el control por el pinchazo de un neumático. Los testigos que se detuvieron a socorrerlos dijeron que dio dos giros espectaculares antes de terminar volcado sobre la banquina. Cuando a los quince minutos llegó la ambulancia, Ricardo, sin más lesiones que raspaduras en brazos y torso, Alicia, conmocionada por un tajo en la frente, y Juan Ignacio, desmayado con fracturas varias —el forense certificó quebraduras en dos dedos de la mano izquierda, tibia de la pierna derecha, clavícula, fisuras en costillas esternales; todos traumatismos que se explican por la falta del cinturón de seguridad en el asiento trasero—, estaban a un lado de la carrocería magullada, entre pastizales y cristales rotos. Avalados por su abogado, los Gorostiaga corroboraron la versión de los médicos sobre el secuestro sin objetar el más mínimo detalle, con el agregado de que se encontraban en estado de shock postraumático; que a pocos kilómetros de camino al Hospital Municipal de Dolores, Ricardo amenazó a los enfermeros a punta de pistola, sustrajo sus teléfonos celulares e hizo detener la ambulancia; que encerró en la caja a todos menos al conductor, junto a su mujer y Juan Ignacio, todavía sin conocimiento, recostado en la camilla; que ordenó, también a punta de pistola, retomar el rumbo a La Plata con las sirenas encendidas.

Llegaron a falta de quince minutos para el cierre de las oficinas. El choque con una camioneta entre calles 46 y 5 los obligó a correr dos cuadras con la camilla a cuestas; Alicia empujaba bañada en su propia sangre mientras Ricardo acompañaba el esfuerzo de su mujer y dispersaba peatones enseñándoles el ojo negro de la pistola. La cámaras del Instituto Provincial registraron el accidentado ingreso desde varios ángulos; se ve cómo los Gorostiaga abren la puerta vidriada a golpes de camilla, provocando la caída de Juan Ignacio sobre la losa del hall de entrada —se desconoce si recuperó el conocimiento en aquel impacto o durante el trayecto en ambulancia; lo cierto es que las imágenes lo muestran retorciéndose de dolor con la mirada puesta en el cielo raso, a centímetros del matrimonio que se abrazaba de rodillas y gritaba y lloraba. Dijeron ser los ganadores del Quini 6 al primero que se acercó y se abalanzaron a revisar los bolsillos de Juan Ignacio, los de adelante primero, luego los de atrás. Y al no encontrar nada le sacaron el pantalón, ajenos a los gritos de dolor. Metieron las manos dentro del calzoncillo slip que también le quitaron. Chequearon en la entrepierna, bajo los testículos. Le arrancaron la remera. Fueron a los pies, a las zapatillas, a las medias que volaron a un lado. Ricardo declararía ante el juez que los ocho disparos fueron un acto de misericordia; que ya no soportaba verlo sufrir; que jalar del gatillo había sido lo más humano que hizo en su vida.

Ivo Marinich

Ivo Marinich
Ivo Marinich
es licenciado en Ciencias de Comunicación en la UBA. En 2018 publicó la novela El Publicista (Ediciones Camelot). Ese mismo año ganó el 1er premio de relato de la SADE Zárate, mérito que volvió a obtener en 2019. En 2021 fue seleccionado por la Editorial Orsai para integrar una antología literaria con los mejores relatos digitales de ese año. En 2022 ganó el premio nacional "Luis José de Tejeda" con la novela Casa Güerci. Además fue publicado en antologías literarias y académicas de Latinoamérica y España.

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