Una vida mejor

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Así es como imagino una vida mejor.

Cuando Leandra empieza a hablar, su mano izquierda queda suspendida en el aire, enlazada a la de Elías; su mano derecha apoyada en su muslo,  y todo alrededor parece reverberar de manera descontrolada, como si estuvieran en una cámara de eco. Los dos observan el horizonte calmo, el clima apacible, el mar planchado. A lo lejos, la ciudad parece una maqueta perfecta.

Mi idea de una vida mejor: un clima ni muy caluroso ni muy frío. Días largos, atardeceres sangrientos, amaneceres lila, desgastados. Una brisa sutil que se levanta cada tanto, una tormenta discreta que hace que todos salgamos a mojarnos. No hay más autos, ya no los necesitamos. Todas las casas tienen techos rojos. Ningún bebé llora porque ninguno pasa hambre, ni malestar, ni confusión. Entienden perfectamente el mundo al que llegaron. Los bebés siempre saben. Ellos saben que son los hijos del fin de la existencia.

Elías no dice nada. Planeaba pasar sus vacaciones encerrado en el departamento, con el aire al máximo, empastillado hasta bordear la inconsciencia, fingiendo que no existía nada más por fuera de las cuatro paredes de su monoambiente, pero Leandra insistió tanto y lo manipuló y dijo las amenazas correctas hasta que no le quedó más remedio que aceptar. Manejaron en una ruta absolutamente desierta por tres horas, apurando el paso para llegar antes de la hora dorada. Miran ahora el cielo de ese color inexistente mientras ella habla y Elías no termina de decidirse si no hubiera sido un mejor plan morir solo de sobredosis en una caja de concreto perdida entre tantas otras cajas de concreto de la ciudad, con música pesada al palo para ahogar la seguidilla de disparos, en vez de esperar en una angustia eterna a deshacerse lenta, lentamente en palabras en un pueblo costero. El cielo está salpicado de nubes inmóviles: de una manera curiosa, esa calma inestable que los rodea lo relaja, lo hace sentir parte de algo muchísimo más grande, más importante.

En esa vida perfecta, en esa vida asombrosa, feliz, mejor, todos vivimos en islas. Tenemos todo el tiempo del mundo para decorarlas a nuestro gusto y botes a disposición para visitarnos mutuamente. Todos vivimos solos porque sabemos que lo más importante es conectar con uno mismo. El dinero ya no existe, no es necesario. El clima es perfecto, así que no hay tormentas ni nada extraño que ponga en peligro nuestras expediciones. Yo te visitaría todos los días, te lo juro, y me volvería a mi isla a la madrugada, antes de que salga el sol, para ver las estrellas desvanecerse en el cielo rosa del amanecer antes de llegar a mi casa. Algunas veces me quedaría dormida en el medio del océano pero no pasaría nada, no existe el peligro en esa vida perfecta, esa vida mejor. Sería un idilio absoluto. 

Aunque el calor está en su punto justo, Elías piensa que no hay suficientes personas en la playa. Se siente un poco desilusionado; esperaba que la costa estallara de gente, como en el día más concurrido de la temporada. Los valientes que decidieron acercarse apenas si son manchas: están todos en grupitos muy íntimos, lejos los unos de los otros, algunos en lo alto de los médanos, otros más bien cerca de la orilla. La distancia con todos es la suficiente como para que cada rostro resulte indescifrable, un borrón astigmático lo suficientemente genérico como para difuminar cualquier rasgo de identidad.

Me imagino que en la vida perfecta nadie trabajaría. Nos entregaríamos a nuestros intereses, que cada vez serían más, habiendo tanto por explorar de manera infinita, en nuestra propia isla y también en la del resto. Seríamos seres ociosos, como los gorilas en el zoológico. Cada persona tendría exactamente siete libros que leería hasta memorizar, para poder recitar en distintas ocasiones ante un público atento. 

Tarda un rato en darse cuenta de qué es lo que lo inquieta: todo el mundo alrededor está silencioso e inmóvil, como si fueran hologramas o gráficos de un juego mal renderizado. Elías siente un poco de angustia subiéndole desde la boca del estómago. Intenta ponerse de pie para acercarse a alguien, sacarlos de su ensimismamiento, saber si ellos también están expectantes ante un peligro inminente, pero Leandra no lo deja. Clava sus uñas esculpidas en la carne de su brazo alcanzando el equilibrio perfecto entre la suavidad y la firme violencia y lo mantiene en su sitio.

En ese mundo perfecto no existen los celulares ni las computadoras. No nos acordamos ni siquiera de qué es la inteligencia artificial. Internet colapsó para siempre y sin retorno. Volvemos a ser cazadores-recolectores. Los arbustos y los árboles estarían cargados siempre de fruta porque ese clima perfecto así lo querría. No existirían las estaciones: todas convergerían en una sola.

La pareja está a una distancia considerable del mar, en el mismo lugar de siempre. Llevan veraneando en ese pueblo desde que son adolescentes, una época ya tan distante, de la que queda solo un gustito amargo y sutil en el fondo de la garganta. Cada tarde de playa la pasaban en grupo en una lomita con una vista preciosa de la costa y de los bosques linderos; estiraban la manta cerca de unas plantas que cada año sus amigos insistían en llamar aloe vera, aunque Elías sabía que no era aloe vera, y tomaban cerveza hasta que el cansancio los vencía. Luego, repetían el mismo ciclo hasta que llegaba la hora de volver a la ciudad, al trabajo, a la rutina. Le pregunta a Leandra si se acuerda de la anécdota sobre el nombre de la planta, pero la frase se le pierde a mitad de camino. Elías se da cuenta de que lo incomoda que sean los únicos hablando y que sus voces resuenen tanto  en la playa. Piensa decírselo a Leandra, pero cuando va a abrir la boca ella sigue hablando, sin pausa ni prisa. 

Por más perfecta que sea, en esta vida que pienso cada uno de nosotros atravesaría al menos un shock importante en algún momento. Cada uno de nosotros empezaría a resonar como una campana, que seguiría reverberando hasta que muramos. Caminaríamos por los caminos de tierra, atravesaríamos los pocos puentes que construyamos para conectar algunas islas afines, y cada persona que pasara junto a nosotros escucharía ese eco oscuro en nuestro interior. Está dentro de ellos también, esa es la cuestión. Incluso sus sonrisas tendrían ese repiqueteo grabado en ellas.

Algo finalmente está ocurriendo. Todos en la playa se voltean en dirección al mar y empiezan a boquear como peces afuera del agua. El silencio sepulcral de repente es interrumpido por el sonido de la respiración agitada de una muchedumbre. Cuando Elías mira en la misma dirección que el resto, descubre lo que los altera: un sinfín de olas inmensas empiezan a vislumbrarse a kilómetros de distancia, sucediéndose y alimentándose una de la otra como si fuera un dominó monstruoso. Lejos, en el horizonte, se ve una ciudad vecina, edificios diminutos deshaciéndose como castillos de arena. Allá donde las olas golpean se oyen explosiones como rayos, oleadas atónicas de gritos. El miedo paralizante entre los que los rodean empieza a ser más palpable, y aunque todos saben que más temprano que tarde las olas llegarán a la playa, nadie se mueve. Todos miran como hipnotizados el avance del maremoto, excepto Leandra que deja de mirar el mar y mira a Elías con una sonrisa de absoluta paz en el rostro. 

Lo que más anhelo de vivir esa vida perfecta es que lo sabría todo, el conocimiento en su totalidad sería mío, nuestro, es decir. Tendría exactamente siete amigos, y todas las personas que no conozco desaparecerían, figurativamente, es decir. Todo lo que no sepa, lo que no sepamos, desaparecería de la historia sin dejar rastro. Literalmente.

Las olas se acrecientan de manera cada vez más monstruosa y el cielo se oscurece como por capas, cada instante un poco más negro. El sol ya no existe, la ciudad tampoco, los médanos se desconfiguran. La gente emite gritos mudos de espanto mientras el mar los traga y los levanta por el aire. El horror termina tan repentinamente como empezó, como si no fuera más que un juego, una mala pasada del mar y las criaturas que lo habitan. Las nubes eventualmente se despejan y dan paso a la luna, a las estrellas, a una luz pálida y gaseosa que lo baña todo. Lo único que queda es el esbozo de lo que podría llegar a ser, lo que queda sujeto a tantas variables, lo construible en el futuro cuando las nubes pasen y las olas lo cubran casi todo: las bases para una vida mejor.

Tomás Rodríguez
Tomás Rodríguez
Nació en Mar del Plata en 1992. Estudió Letras y Gestión Cultural. Actualmente está a cargo del espacio cultural de la Fundación CEPES, donde organiza el ciclo de lecturas Punto de Fuga y está a cargo de la coordinación editorial en CEPES ediciones. Escribió narrativa toda su vida y en los últimos años empezó a incursionar en la poesía.

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