Ahora o nunca, Francisco

La noticia es que reapareció el cura Bostelli. Increíble pero real. No es la primera vez que me ocupo de él, un personaje extraordinario; la última fue en un texto que está en Picado grueso: “Dos arcos en Piazza San Pedro”. Ahí está toda la historia; ahora la resumo, glosada, para los que no están al tanto.

Lo conocí –lo reconocí, en realidad– durante el Mundial de Francia ’98; en el viaje de ida, más precisamente. Fue cuando descubrí que el tipo que estaba leyendo Las paradojas de Mister Pond, de Chesterton, en un asiento cercano al mío (“un gordito pálido de rasgos suaves y ojos claros, vestido con saco oscuro y pulóver de cuello alto”), era el fraile que tenía un programa nocturno en un canal de cable de cuarta. A medianoche comentaba el Evangelio –como se usaba por entonces–, pero tenía la particularidad, en sus exégesis, de usar metáforas y ejemplos futboleros. Muy pintoresco. En realidad, el cura se llamaba Arnaldo Boschelli pero –me explicó, combinando pudor y orgullo mal disimulado– que los muchachos del canal le habían puesto Bostelli por su fanatismo bostero. Y así le había quedado.

Resultó que el fraile me había leído, le gustaba lo que yo escribía e incluso él también lo hacía, en sus ratos libres. Y ahí nomás desenfundó un libro de su autoría –El cura Lorenzo, un cuervo santo– con un sello editorial sin duda autogestionado: Ediciones del Atrio y del Tablón.

–No es común lo suyo –recuerdo que le dije.

–Supongo que no. A mí me hubiera gustado, es un decir… –vaciló (y cito textual)–. Mi primera vocación fue ser delantero, hacer goles. Pero cuando me echaron de la sexta de Boca me metí en el seminario. Ahora trato de conciliar las cosas, juntar las pasiones: el padre Bostelli sabe de qué habla cuando comenta el partido y saca una moraleja del penal, del gol errado…

–¿Y ahora se va al Mundial?

–Sí pero no. Primero quiero pasar por Roma… –hizo una pausa típica, clerical–. Tengo una idea en marcha que creo que lo va a sorprender.

–¿Qué idea?

Me miró un instante, como si me midiera:

–Piense un poco, Sasturain: ¿cuál es el único estado poderoso del mundo que no tiene selección de fútbol?

No se me ocurría ninguno, me di por vencido rápido.

–El Vaticano, mi amigo… –dijo y me miró con los ojos bien abiertos como los chicos, como los locos–. El Vaticano.

–Y usted se propone…

–Ya está planteado en la Santa Sede. Es algo muy serio. Voy a Roma a ultimar detalles… –enfatizó con las cejas–. Y va a andar, va a andar…

–Pero…

–Pero mejor no le cuento ahora. He sido un imprudente al hablar así. Ya va a ver –concluyó con una sonrisa beatífica. Ya va a ver.

Hasta ahí el primer encuentro, en el avión. Después lo alcancé a ver cuando él hacía el trámite de inmigraciones en Roma y yo iba a la zona de pasajeros en tránsito. Me despidió con un saludito a mano alzada que pareció una bendición. Lo imaginé en audiencia ante el Papa explicando el proyecto, su delirio. El polaco no reconocía ni a Ronaldo, no sabía nada de fútbol. Y sin embargo…

Durante el Mundial me lo crucé de lejos un par de veces: en Toulouse, en la casa natal de Gardel, conversando con una de las chicas que te paseaban entre falsas reliquias del Zorzal, se hizo el gil; en Marsella, en la fúnebre sala de prensa tras la eliminación con Holanda fui yo el que no tuve ganas de charlar ni de eso ni de nada. Incluso recuerdo que apareció, casi milagrosamente, para la final Francia-Brasil en Saint Dennis. Lo reconocí por el monitor, instalado en el palco oficial, sonriente, detrás de Platini. En las crónicas que escribí desde Francia lo mencioné varias veces, entreverado con personajes reales e inventados. Un caso, Bostelli.

Nunca más supe de él. Ni en el programa del cable –que se levantó sin dejar rastros pocos meses después– ni en ninguna otra parte. El cura Bostelli pasó a ser para mí un recuerdo delirante, probablemente una ficción, como el Peperino Pómero de Fabio Alberti. Hasta que en la primavera del 2005, de la revista Playboy de México me pidieron una nota sobre fútbol. No tenía ganas de hacer algo convencional y recordé lo conversado con el extraño pasajero del boeing rumbo a Francia. Aprovechando la oportunidad del cambio de conducción en Roma y el ascenso del alemán Benedicto XVI al trono de Pedro, tomé las ideas de Bostelli y con sus delirios y un poco de humor inventé una nota titulada “Fútbol en el Vaticano”. Les transcribo un tramo:

“El fútbol es –en estos tiempos mediáticos– así de poderoso y de falto de escrúpulos a la hora de habilitar competidores aptos y, sobre todo, mercados nuevos. Su afán ecuménico no le hace ascos a nada: ni razas ni religiones son obstáculo; ni hotentotes ni papúas ni beduinos pueden sustraerse al embrujo de la pelotita y los dos arcos simétricos. Acaso es por eso, y teniendo en cuenta que la Iglesia Católica se encuentra en manifiesta campaña, cruzada o misión –como se quiera denominarla– de consolidación de influencias y expansión en zonas acaso algo descuidadas por la catequesis y los misioneros, que la renovada (es un decir) administración llegada a la Santa Sede con Benedicto XVI a la cabeza parece decidida a convertir al Vaticano en el enésimo país futbolero de Europa. ¿Por qué no tendrían los frailes su propio equipo si son un Estado como los demás y con más antigüedad y derechos que muchos de ellos? Claro que el asunto no será fácil, pese a que lo fundamental –decisión política y dinero– nunca han faltado en la Iglesia. Primero, les ha dicho Blatter, hay que armar una liga y jugar regularmente. Cabe recordar que la población estable de este amurallado quiste religioso romano son sólo mil personas –más las decenas de miles en tránsito diario–, con mayoría absoluta de varones, por obvias y célibes razones; pese a eso, ya se vio que no habrá dificultades en armar media docena de equipos competitivos, mínimo común para empezar a pensar en un campeonato.

Echada a rodar la idea y la pelota, en seguida surgieron a la luz equipos preexistentes que, se supo, tenían ya su informal antigüedad. Al natural impulso de agruparse por órdenes o congregaciones –Franciscanos Sporting, Jesuitas Fútbol Club, Carmelitas Juniors– se ha sumado la no menos natural tendencia gregaria a juntarse por lugar de trabajo: así están los Defensores de la Sixtina, Sportivo San Pietro, La Guardia y algunos más. Estas formaciones y otras nuevas han de ser, casi con seguridad, la base de la media docena de equipos de la futura liga vaticana. Hay problemas, claro. Uno es que, sacando casos accidentales, la Santa Sede carece de nativos: nadie nace ‘en el Vaticano’, no hay una maternidad en el perímetro del Estado y todos son extranjeros. Pero por otro lado se trata de un Estado religioso. ¿Debería ser un equipo confesional? Hubo discusiones y se concluyó que no. El requisito ni siquiera se aplicaba a los vistosos guardias suizos, así que no correspondía cerrarles las puertas de Roma a nadie. Se convino entonces en considerar como aptos para ponerse la futura albigialla –el blanco y amarillo son colores poco futboleros pero ineludibles en este caso– a los simples residentes. Desde ya, no se duda en que muy pronto, como sucede con las universidades yanquis que acogen a atletas y basquetbolistas para que los representen, no faltarán en la Santa Sede novicios, jóvenes sacerdotes e incluso simples estudiantes de Teología de todos los colores y procedencias cuya mayor interés para residir en el Vaticano no serán los libros o la Religión Verdadera sino la posibilidad de jugar al fútbol en una Liga que promete pagar bien y ser buena vidriera”. Y terminaba así: “Ante las objeciones tímidas que se han manifestado, el alemán que ocupa desde hace un par de meses el trono de San Pedro ha sido contundente: ‘El Decálogo sólo dice no matarás, pero en ninguna parte dice no rematarás. Los curas no se casan pero bien pueden cabecear y patear corners’. Así que ya lo veremos”.

La nota no era buena pero al menos pareció en su momento novedosa. Lo insólito fueron las derivaciones del caso, cuando a las dos semanas recibo un mail de la directora de Playboy, en que me adjuntaba una carta fechada en Roma y enviada al correo de lectores. El texto (extractado) de la carta era el siguiente:

Estimado (¿puedo aún llamarlo así?) Sasturain: He leído con asombro y desconsuelo su nota en la revista mexicana (no la nombraba, el atorrante: pajero e hipócrita). Nunca hubiera sospechado que un escritor consagrado, un profesional como usted al que consideraba una persona de bien y además un amigo, fuese capaz de semejante abuso de confianza y deshonesto proceder. No sé de qué medios y/o fuentes se habrá valido para acceder a una información que siempre consideré, hasta hoy, absolutamente reservada. ¿Se da cuenta en qué medida su infidencia ha dañado (o al menos retrasado quién sabe hasta cuándo) en forma irreparable mi proyecto? Si los asuntos de Estado tienen su tiempo, los tiempos de la Iglesia –que son los de este Estado confesional– son los de una institución dos veces milenaria: es probable que ahora con el escándalo que su nota ha provocado, la histórica decisión del Vaticano respecto del fútbol se demore incluso más que la modificación del régimen del caduco celibato (?), postergue ad infinitum las aspiraciones de tantos jugadores confesionales o no –no es lo importante– que han soñado durante décadas con vestir la camiseta papal, encontrar su lugar en el mapa futbolero del mundo. No lo juzgo, no soy quién, pero deploro este episodio que lo ha tenido como innoble agente.” Y firmaba “Arnaldo Boschelli, Pbtro.”

Fue inútil rastrearlo por carta e Internet. También innecesario decir que busqué sin resultado –-como he contado- a Boschelli, Arnaldo en los registros de curas en acción, frailes encuadrados, memorias de egresados de seminarios varios y demás. Ni noticias, nada. Sin embargo siempre tuve la certeza de que el tipo, impostor o no, existía. Y que de algún modo aquel texto mío era un conjuro, una manera de convocarlo.

Hasta ahí la historia. Ahora, la noticia. Está en todos los medios, aunque algunos crean que es joda: el papa Francisco –ostensible argentino y alevoso futbolero– recibió la semana pasada en audiencia especial al presbítero Arnaldo Boschelli. No se dio información oficial sobre lo tratado pero en la foto posterior a la entrevista (está en YouTube) se lo ve al cuervo Bergoglio con una carpeta voluminosa bajo el brazo y una pelota albigialla –obsequio del visitante– bien pisada bajo su pie derecho. El tipo de al lado sonríe con una mueca ambigua que le conozco muy bien. Lo del fútbol en el Vaticano es sólo cuestión de tiempo.

Ahora o nunca, Francisco.

Juan Sasturain

Juan Sasturain
Juan Sasturain
(1945) vive, trabaja y escribe en Buenos Aires. Desde mediados de los ochenta ha publicado Manual de perdedores I y //, Arena en los zapatos y Pagaría por no verte, novelas protagonizadas por el veterano detective Julio Etchenike. Es autor, además, de Los sentidos del agua, La lucha continúa, Parecido S.A.y Brooklyn & Medio. Reunió sus cuentos en Zenitram, La mujer ducha, El caso Yotivenko, Picado grueso y Los galochas, ilustrado por Liniers. Con el dibujante Alberto Breccia realizó durante los ochenta la saga Perramus, novela gráfica de amplia repercusión universal. Ha escrito además numerosos ensayos sobre humor gráfico e historieta - El domicilio de la aventura, Buscados vivos y ElAventurador- y el mundo del fútbol: £/ día del arquero, La patria transpirada y Wing de metegol. Periodista desde los años setenta, dirige en la actualidad el segundo ciclo de la revista Fierro y es editorialista del diario Página/12 de Buenos Aires. En los últimos años, ha escrito y conducido distintos programas televisivos sobre libros y autores -Verpara leer, (Continuará), Disparos en la biblioteca- con éxito de crítica y de público. Sus relatos se han traducido en una docena de países. Dudoso Noriega es su décima novela.

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