Navidad impúdica

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Milagros llegó borracha. Se balanceaba en el borde de la pileta. Las sábanas se enredaban y le tapaban la cara gorda. La espiamos desde el dormitorio, riendo.

La empleada está en pedo, le dijimos a mamá. Ella respondió no es posible. Y no usen ese vocabulario. Es 25 de diciembre. Quizás se pasó con el festejo.

Me parece que ya entró mareada, le nacía el calor en la frente y se esparcía por el resto del cuerpo como una culebra de incendio, dijo Joaquín. Mamá sonrió complacida. Le gustaba cuando hablábamos así.

El cielo estaba verde. Miramos de nuevo y Milagros había desaparecido. Salimos corriendo al jardín. Yo imaginé su cuerpo fundido en el agua podrida. Las hojas y un sapo oscuro viven en la pileta hace mucho. Pero no estaba ahí. Habría dejado el pasto regado.

Es grandota y el chapuzón se extendería, dijo Joaquín.

La palangana amarilla quedó llena de ropa sin tender. La sábana colgaba indecisa, como un fantasma de otro tiempo. Había un calzoncillo tirado a un metro de distancia.

Mamá gritó ¡A buscar a la empleada! Corrimos por el jardín, entusiasmados. Miramos detrás de los arbustos. Bajamos el barranco rodando.

Yo busqué en la cancha de tenis. Porque me gustaba el color. Siempre me acuerdo. Mamá quería que fuéramos atléticos. Pero Joaquín y yo jugábamos a otra cosa. Las raquetas eran seres malos. O enanos que nos forzaban a la esclavitud. Cada uno peleaba contra su enemigo. Joaquín le rompió la cabeza al suyo, golpeándolo contra los árboles. Yo me revolqué entera sobre la tierra roja y la faldita parecía manchada de sangre.

Un grito de victoria llegó desde lejos. Creo que la encontré, chilló Joaquín. Está encerrada en el baño de visitas.

Salí corriendo y llegué antes que mamá. Golpeamos la puerta pero no se escuchaba nada. Mamá tocó varias veces. No hubo respuesta. Aléjense un poco, dijo, mientras abría sigilosa. Milagros no había puesto la traba. Estaba sentada en el inodoro, parecía desmayada pero roncaba profundo. Nos reímos de ella. Papá llamó y dijo échenla ya mismo. Esa chica es un riesgo.

Mamá le cortó.

La empleada estaba medio desnuda. Se quedó en corpiño, y la pollera a medio cerrar. Tenía un pliegue profundo en la panza. El ombligo parecía una cueva espantosa.

Nunca había visto unas tetas tan oscuras, dijo Joaquín. Y recibió un chirlo. No digas esa palabra. Mamá se puso seria. Pero ya era hora de merendar, así que lo dejó a él haciendo guardia. Y no la toques. Si se mueve, avisá.

Cuando volví, mi hermano le había pintado un bigote horrible. Nos reímos bajito para no despertarla. Ahora es mi turno. Entonces, él se fue a tomar la leche. La miré fijo. Parecía una muñeca monumental para mí sola. Pero el pelo estaba feo. Tan largo y seco. Agarré las tijeras de jardinero.

Cuando vino mamá con una taza de café, se enojó mucho. Me gritó consentida, estás castigada.

Milagros seguía inmóvil, con el flequillo torcido. No quería tomar el café, se chorreaba por la boca. Dejó un surco caliente que se perdía por el corpiño y le llenaba el ombligo como un lago inmundo.

Parece un río de lava, dijo Joaquín entrando. Mamá estaba harta. Ya sé qué hacer, dijo de repente.

Llenó un balde con agua fría y se lo tiró a Milagros, entero. Ella se levantó de golpe. Pero no nos reconocía. Se largó a caminar contando las cosas. Cinco, dijo tocando la puerta. Seis, junto a la toalla. Treinta y dos. Estaba loca o sonámbula. La seguimos en silencio.

Mamá parecía preocupada. Papá llamó de nuevo. No me obligues a ir para allá. Abrile la puerta y que se vaya ya mismo. Mamá le cortó. No se puede ir así, dijo furiosa.

Buscó en la cartera de Milagros, mientras la sujetábamos para que no se cayera. Tenía una agenda chiquita y sucia. Encontró un teléfono que decía pensión. Hola, ¿ahí vive una tal Milagros? Mamá habló con la prima.

Parece que está deprimida. En las fiestas recuerda a su familia y se pone nostálgica. Tal vez tomó una pastilla. O varias. No es la primera vez. Joaquín dijo pobre infeliz. Yo me quedé callada.

Mamá la hizo vomitar. Le metió una cuchara. Después, le pusimos la camisa entre los tres. Ahora se reía fuerte y decía señora, perdóneme. Era muy contradictoria.

Los zapatos se los metimos en la cartera. Después, vino un taxi. La prima había dado la dirección. Metimos a Milagros adentro. El señor la miraba extrañando pero mamá le dio plata y arrancó.

Cuando por fin nos quedamos solos, nos preguntó ¿quién quiere helado? ¡Yo!, gritamos a coro.

A esta chica no la quiero ver nunca. Qué desastre, dijo papá a la noche. Si se muere acá, flor de quilombo. Se había vestido de Papá Noel aunque ya nadie creía en esas cosas. Encima, el traje le quedaba chico. Abran rápido los regalos que en un rato sale mi avión.

Mamá se encerró en su cuarto. La imaginé borracha como Milagros.

Feliz Navidad, vociferó papá desde la puerta principal con la valija de rueditas en la mano. Ya se había puesto su camisa y la corbata roja. Pegó un portazo y desapareció.

Cuando todo volvió a la calma, Joaquín y yo ahogamos el árbol encendido en la pileta.

Fernanda García Lao
Fernanda García Lao
(Mendoza, 1966) fue seleccionada por la Feria Internacional de Libro de Guadalajara 2011 como uno de “los secretos mejor guardados de la literatura latinoamericana”. Vivió en España desde 1976 hasta 1993. Es escritora, dramaturga y poeta. Publicó las novelas Muerta de hambre (Primer Premio del Fondo Nacional de las Artes), La perfecta otra cosa, La piel dura, Vagabundas y Fuera de la jaula, así como el libro de cuentos Cómo usar un cuchillo. En 2015, publicó Amor invertido, en coautoría con Guillermo Saccomanno. En 2016, editó Carnívora, su primer libro de poesía. Ha colaborado en distintas publicaciones a ambos lados del océano (Babelia, Revista Quimera, Letras Libres, El Buensalvaje, Las/12, Revista Ñ). Algunos de sus textos han sido traducidos al portugués, al inglés, al sueco y al griego para revistas digitales y en papel. Ha publicado en Francia, México y España. Desde 2010 coordina talleres de escritura.

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