Las nieves eternas me atraen. El mundo se derrite y hace rato que sólo encuentro paz en el frío. Lejos de la gente estoy menos sola. Desde la muerte de mi padre, la alegría ajena me espanta. Y huyo, malgastando lo que me dejó por herencia. Pedí un receso en el laboratorio porque las miradas de luto me recordaban su agonía.
Arjánguelsk en mayo no parece primavera. Llegué al monasterio de las islas Solovetsky cuando aún no había amanecido. Me dieron la única habitación con chimenea y, sin embargo, el vaho de mi respiración se alargaba. Lo veía sobrevolar la alfombra, congelarse. Cené una sopa de remolacha frente al fuego, acobardada frente a su aspecto crudo. Afuera nevaba en silencio, sólo el viento y la cuchara, teñida de rojo, me mantenían despierta.
Desde San Petersburgo mis noches eran para el insomnio. Aún tenía sobre mí la presencia de la muerte. Habían pasado seis meses y ningún frío me conformaba. Escribí en mi cuaderno hasta que la luz de un sol tímido se insinuó en el ventanuco más alto. Me quedé dormida. Tuve un sueño breve pero tan realista que, al despertar, la vida me pareció incoherente.
Tomé el desayuno antes que los monjes, y pedí mi abrigo. Esquivé el jardín del monasterio que tenía plantas exóticas. Las rosas silvestres tibetanas ocupaban un pabellón techado, pero caminé sin mirarlas.
Dejé el pueblo atrás. Anduve casi dos horas hasta un terreno escarpado. Mientras ascendía, el frío me quemaba la cara. Me detuve a descansar.
Sobre una piedra chata y brillante encontré una inscripción en francés. Ha muerto aquel que me creó, y cuando yo deje de existir, el recuerdo de ambos desaparecerá pronto. Yo, el infeliz, el proscripto. A su lado, las cenizas de lo que parecía una antigua pira funeraria que el hielo había preservado. Quedé paralizada y en llanto. Aquellas palabras parecían hablarme. Me llamó la atención una especie de caparazón oscuro debajo de ese témpano. Parecía el tórax de un escarabajo púrpura, del tamaño de un puño. Me incliné junto al montículo. No me animé a tocarlo.
Sabía que el monasterio había sido una prisión y luego un colegio para niños abandonados, pero el tamaño de la pira insinuaba los restos de un sólo cuerpo gigante. Me invadió el miedo.
Al mediodía me senté a almorzar en el comedor. Los monjes ocupaban tres mesas y parecían obnubilados con sus rezos. Me sentí liberada de entablar conversación, aunque tenía preguntas para hacerles. Rechacé el plato de carne, pero no así la sopa de pescado. Incluso chupé la cabeza, y después, cada uno de mis dedos. Había algo nuevo en mí, una sensación extraña.
En lugar de regresar a mi habitación caminé hasta el pueblo. A esa hora, pocos paseantes. Un muchacho en bicicleta hizo sonar su timbre antes de resbalar en el hielo. Lo ayudé a levantarse y entonces me di cuenta de que hacía mucho que no estaba en contacto con un cuerpo caliente. Me agradeció en inglés mientras sonreía. Tenía la boca gruesa y colorada. Se subió a la bicicleta. Pero no lograba sacarme sus labios de la cabeza.
Aunque di algunas vueltas, no podía dilatar el deseo de regresar a la pira. Compré en el único almacén una palita de jardinero y un recipiente de vidrio, regresé a mi habitación. Enseguida se hizo de noche. Escribí en mi cuaderno, pero las anotaciones, de pronto, me resultaron absurdas. Las quejas y los gerundios se retorcían en cada página. Aún no he cumplido treinta y sin embargo escribo como una viuda de otro tiempo, anoté. Después, dibujé un corazón y, con tinta roja, una boca que lo devoraba. La del chico caído.
Esa noche cené pelmeni en el comedor. Como los monjes hacían ayuno, era la única. Las mesas en fila, y los velones sobre mí, parecían el simulacro de una tragedia gótica. El único que iba y venía con los platos usaba un hábito con capucha, pero no tenía la gravedad de un monje. Cuando se acercó a mi mesa esperé sus labios. No eran como los del ciclista, sino finos y amarillentos. Sentí una arcada. Se dirigió a mí para invitarme a la misa de medianoche.
Campanas lentas sonaron y recorrí el estómago del monasterio hasta una capilla dorada y, sin embargo, oscura. Los cánticos guturales de los monjes resonaron en mis costillas. Sus sombras contrastaban con la nieve que parecía caer con mayor delicadeza, igual que pájaros sin alas. El bajo profundo de las gargantas ascendía como si el cielo las llamara.
Regresé a mi habitación y no recordé a mi padre. Algo ardía en mí, el deseo de estar viva. No soñé ni revisé mi infortunio.
En la mañana, después del desayuno, oculté la palita de jardinero y el recipiente de vidrio bajo el abrigo, y caminé en busca de la pira. Pero no la encontré. La nieve se había derretido en algunas zonas, los árboles parecían distintos. Recorrí en vano los alrededores; cuando estaba por creer que mi tristeza había construido esa visión, me torcí el tobillo y grité hacia el monasterio. Entonces la vi. La piedra estaba a mi izquierda. El montículo, un poco más atrás.
Intenté quebrar la costra helada para liberar el caparazón, pero era más dura que la palita, que se quebró al tercer intento. Sin embargo, había logrado astillar la primera capa. Me saqué los guantes e introduje un dedo. El calor fue derritiendo la distancia entre el caparazón y yo. Al llegar a él, sentí que estaba blando, incluso me pareció que latía. El ser estaba vivo, aunque no tuviera patas ni cabeza.
Saqué el dedo, entre el asombro y la repugnancia, y sin pensarlo me lo metí en la boca. Una risa sórdida se apoderó de mí al recordar a mi padre. Después tomé una rama firme y amplié el agujero, cuidando de no volver a tocar a la criatura. El hielo se quebró y volví a ponerme el guante.
Regresé al monasterio con color en las mejillas. El monje de labios angostos me lo hizo saber. Yo le dije que me iba. Enseguida guardé el recipiente con el ser adentro, entre mi ropa. Esperé en el puerto el barco que me llevaría de regreso a casa. Toda la melancolía quedó atrás. El frasco estaba lleno de hielo, el mismo que lo había protegido de la muerte, y que serviría para conservarlo. Yo me sentí resucitar.
Aunque era domingo, en cuanto llegué a la ciudad, le indiqué al taxista que me dejara en el laboratorio. Estaba excitada con la nueva tarea. Quería observar el animal con los instrumentos adecuados. Subí a la sala. Encendí la luz blanca, me saqué el abrigo, busqué los guantes de látex y extraje el recipiente.
En cuanto lo vi, me di cuenta. No era lo que había previsto. El hielo se había derretido. Tomé una pinza. Observé detenidamente el corazón. Estaba intacto y vivía. Era humano, desafiante. Trabajé toda la noche para que el músculo no se fatigara y bombeara sangre nueva.
La muerte me arrebató a mi padre. A cambio, volveré a la vida al ser que ya late frente a mí.
Huérfanos en la nieve es un cuento del libro «El tormento mas puro» que publicará Emecé en el mes de Julio de 2019.