Le temblaban los párpados. No podía dejar de mirarla y ella se dio cuenta. Por un momento controló el movimiento involuntario, pero el esfuerzo tuvo un efecto negativo: la reanudación fue paroxístico. Y a los párpados se le sumó un rápido movimiento de ojos, como si soñara, y tuve que dejar de mirarla. Le di la paz de la indiferencia a su tic nervioso. Me concentré en el televisor: un video editado mostraba distintos gatos y sus peripecias con el árbol de navidad: se caían, trataban de llegar a la estrella más alta. Miré nuestro árbol, las luces apagadas, y deseé tener un gato. Ella volvió a levantar los almohadones, a correr los juguetes desparramados en el caos de las sillas y los abrigos; después se fue a la cocina y escuché como movía los platos hasta que un tenedor, o una cuchara, o ambas, cayeron al piso y ella insultó. A la Navidad, los controles remotos, los fuegos artificiales y los hombres. Si hubiésemos tenido el gato imaginario se hubiese asustado con el ruido del cubierto. Mejor no tener una mascota tan estúpidamente asustadiza. Mejor un perro. Aunque nuestro perro estaba sedado en el lavadero. Los fuegos artificiales lo enloquecían. Ella salió al patio y les preguntó si lo habían visto. Nos escuché la primera respuesta. Sí escuché cuando levantaron la voz. Él le dijo que se despreocupara. Que disfrutara. Imagino que eso empeoró su tic. Alguien, después supe que fue el tío Leandro, soltó una cañita voladora y el chillido breve pero efectivo terminó por destrozarle los nervios. Ella entró llorando. Afuera quedaron en silencio. Se sentó en el sillón y se tapó la cara para ahogar el llanto y convertirlo en un hipo que le llenaba de baba y lágrimas los dedos y el brazo. Él entró, la miró, después a mí y por último la televisión. Me hizo un gesto que no entendí y se sentó junto a ella. No le habló. Le puso una mano en la espalda que ella primero rechazó y ante la segunda tentativa la dejó reposar. Me quedé parado donde estaba. El video de los gatos había terminado y el tío soltó otra cañita voladora. Les dije que me gustaría tener un gato. Ella dijo que nunca tendría un gato. No dijo eso, sólo dijo que el gato es un animal infiel. Él no dijo nada.
Casi un año tardamos en encontrar el control remoto del televisor. El control remoto desapareció en Nochebuena y ella se encargó que nadie pudiera disfrutar la fiesta. Todos terminaron dando vuelta por la casa, el baño, la cochera. Zombis que olvidaban los festejos buscando el control remoto que cambiara los canales que nos informaban y entretenían. No hubo suerte. El perro, además, despertó con las primeras bombas de estruendo. En otra situación me hubiese enorgullecido descubrir que las gotas estaban vendidas según decía el envase. Pero mi resolución del pequeño misterio no le interesó a nadie. Había otro más grande y el que lo descubriera se llevaría un elogio y le traería paz a ella. Se culpó a mi primo Joaquín. Se lo culpó a ciegas. Joaquín casi siempre tenía la culpa de todas las cosas fuera de lugar. Si desaparecía un gato, si faltaba un paquete de galletitas, si alguien escondía los cordones de los zapatos, si alguien dejaba moscas muertas en las telarañas del baño, siempre había sido idea y obra de mi primo. Hacia Joaquín apuntaron los dedos acusadores y nadie se conmovió ante sus lágrimas de inocencia. Fue desterrado de nuestra casa en silencio esa madrugada, sin regalo y en una penitencia exagerada que no calmaba a nadie, ni siquiera a ella. Sólo para mi cumpleaños, el 27 de Enero, se lo invitó a volver. Ese fue el indulto. Ella estaba tranquila, le habían traído otro control remoto y había pegado afiches por todo el barrio denunciando la ineficacia del veterinario. Con un gato eso no pasaba, le dijo el veterinario y eso terminó de enfurecerla y la llevo a la campaña de concientización barrial. El perdón definitivo le llegó a Joaquín casi un año después, cuando ella, el 8 de diciembre, encontró entre los pastos del pesebre y las estatuas envueltas en papel el control remoto que ella había guardado junto con el árbol de Navidad. Al veterinario nunca lo perdonó. A él, a mí padre, tampoco.
Sebastián Chilano