En el baño del taller, mi padre guardaba una cubierta sin cámara.
Mi hermano y yo teníamos prohibido correrla de lugar. Papá decía sonriendo que, si la movíamos, corríamos el riesgo de ser llevados por ella a recorrer el futuro.
El taller estaba ubicado en la intersección de dos calles. Una de ellas desembocaba en la avenida que conducía al puerto. La otra finalizaba en una villa miseria que se extendía hasta la explanada del embarcadero a la balsa.
A veces, con miradas cómplices, nos atrevíamos a tocar la superficie de la cubierta. En esos temerosos contactos experimentábamos la sensación de ser traspasados por una corriente eléctrica y hasta creíamos ver un chispazo. Pegábamos un grito y soltábamos la cubierta. Pasado el susto, intercambiábamos conjeturas acompañadas de risas excitadas frente a lo real y lo fantástico.
Una tarde, el ajetreo del taller tenía a todos muy ocupados. Después de asegurarme que nadie me veía, tomé la cubierta con ambas manos, dispuesta a correr el riesgo de ser llevada por ella a recorrer el futuro.
La retiré cuidadosamente del baño, rodando y sin descargas eléctricas la llevé hasta el portón de entrada del taller. Todo estaba bien, nada extraño ocurría.
Pensé que una vez más, mi padre había inventado un cuento alrededor de algo que él deseaba no fuera tocado, o cambiado de lugar por nosotros y nuestros juegos.
Me dirigí resuelta al medio de la calle, la que desembocaba en la avenida al puerto y que conducía directamente a la bocaza de la balsa.
Comencé a hacer rodar la cubierta impulsándole rápidos movimientos.
De pronto, mi mano derecha se enganchó en los bordes internos y como un imán, la cubierta chupó a todo mi cuerpo acomodándolo en su interior.
Rodábamos en cámara lenta hacia el enorme navío con sus fauces abiertas. Veía desde mi cóncavo escondite pasar las casas y negocios. La gomería de Madueño, la heladería de Aladino y los terrenos baldíos que antecedían al puerto.
Seguíamos rodando en dirección a la balsa cuando de pronto, la cámara giró y se arrojó a una pequeña embarcación de color ámbar brillante y del tamaño apenas más grande que el de la cubierta.
Comenzamos a navegar por un río que ya no me era conocido, o quizás fuera un cielo. Era imposible disferenciarlo.
Miré desde mi cóncavo escondrijo cono cinco años después nos despedíamos para siempre de ese barrio y de ese pueblo.
Miré muy lejos la casa que cobijaría mi juventud
Miré las lágrimas interminables que me impedían la risa por aquellos desgarros de mis afectos de niña.
Miré mi casamiento pomposo y mi divorcio ruidoso.
Miré los noventa de mi abuelo, su prestancia y su ternura.
Miré a mi hija dentro de un ataúd pequeño.
Miré a mi padre de bruces y del color de la noche.
Escuché a mi grito llamándolo
Escuché a mis hijos crecidos.
Escuché a un hombre amándome.
Escuche a mi risa de nuevo.