Lo habíamos acordado. Nos habíamos confesado, hasta jurado, no haberlo hecho nunca antes. Nunca jamás. Era toda una novedad para los dos. ¿Pero nunca? Te lo juro ¿Nunca nunca? Por mi abuela te lo juro y beso sobre el dedo índice vertical y horizontal para sellar la cruz. Ese signo daba validez universal, laqueaba la palabra. Siempre, y desde siempre, cada vez que nos contábamos algo dábamos crédito a lo dicho con esa señal. ¿Pero con nadie? Una vez más me lo juró por la abuela. Supe que no mentía. Lucas la adoraba. La quería, más quizás, que a su mamá.
La abuela alquilaba sombrilla por temporada en el balneario que mis papás administraban. Su mamá trabajaba más en el período estival y él venía a vacacionar con ella a Mar del Plata. El papá había muerto cuando Lu era bebé. La despedida a fines de febrero era triste. Todos los años lo mismo. Nos costaba un montón decir tanto sin decir nada. Me quedaba en la entrada del balneario mirándolo irse. Él no se daba vuelta. Ninguna de las veces me volvió a mirar. Creo que no me quería ver llorando. El invierno se acortaba con las larguísimas cartas que nos mandábamos. Certificadas cuando se podía, (esas eran mejores porque llegaban enseguida), simples la mayoría de las veces. Todavía las tengo guardadas. Era una emoción gigantesca tanto enviar como recibir. Yo las perfumaba. La estafeta me quedaba a seis cuadras. Iba sola, por la vereda del sol, a la quietud de la siesta. Me parecía que el señor que me atendía podía espiar mis emociones. Con Lucas nos extrañábamos. Yo, de marzo a diciembre entre mujeres, custodiada por el ceño fruncido de las monjas, zapatos abotinados de cuero y uniforme azul. Lucas, colegio bilingüe, doble escolaridad, rodeado de varones de gris, corbatín marino, camisa blanca. Me mandaba fotos en las cartas. El uniforme le quedaba divino. Era raro igual verlo tan vestido, tan pálido.
El tiempo común durante las largas temporadas de playa, bastaba para que nuestra conexión fuera profunda. Lucas venia al balneario y era mi vecino de sombrilla, la sombrilla rayada azul y blanca, la sombrilla 16 desde el primer verano que puedo recordar. Nos llevábamos tan bien. En la medida que íbamos creciendo nuestras inquietudes también eran similares. Lucas era mi confidente fiel. Yo, su risa. Si cuando llegaba a la playa me veía empezaba a reírse como loco. Me contaba sus cosas. Yo no hablaba mucho. Nunca me gustó hablar. Prefiero escuchar. Ahora que estoy contando esta historia me acuerdo la primera vez que jugando al truco le tocó el dos. Gustavo y Gonzalo, que organizaban de la recreación, habían armado un campeonato y Lucas era mi compañero. ¡Hacía un calor ese día! Lucas levantó las cartas, las miró, sonrió de lado y me hizo la seña. Me prendí fuego por dentro. Creo que se dio cuenta porque me puse colorada. Muy colorada. Me ardieron los cachetes. Faltaba poco para nuestra primera vez que fue a fines de ese verano. El acuerdo ya estaba jurado.
Habíamos intentado hacerlo en la cabina privada de su abuela, pero escapar al filtro y control de César y Francisca, los encargados de los vestuarios, nos había resultado imposible. En las carpas peor. Como mamá y papá estaban el día entero atendiendo la administración los carperos, los guardavidas, y los clientes amigos de mis papás me cuidaban constantemente. En uno de los intentos fallidos yo había llamado la atención de Francisca pretendiendo haber perdido, el día anterior, mi malla. La azul dije. Ella, delantal y pantorrillas al tono blanco impoluto, pelo canoso peinado tirante, hebillas plateadas, manos en jarra. ¡Ah sí! Y me llevó, de la mano, al canasto de objetos olvidados mientras Lucas pedía la llave de la cabina a César. Cuando salí del vestuario de damas, sin la malla pero escoltada por Francisca, me esperaban César, sonriente y Lucas con cara de hoy no. César, bigote teñido y recortado, pelo engominado, balanceaba la llave del lugar que sería nuestro refugio, desde el manojo tupido y musical que llevaba para todos lados; ¡Vamos que les abro! Otra de las veces Lucas sacó la llave del bolso de la abuela mientras yo le daba charla. Cuando llegamos a la puerta Francisca justo la estaba limpiando. Me acuerdo que en todas las oportunidades en que nos acercábamos al balneario, con el propósito serio de hacerlo, el paisaje de carpas y gente retozando al sol, de sombrillas rayadas y reposeras, de tachos y sillas de mimbre que te marcaban la cola, pasaban como desdibujados a mi costado. La playa pasaba en forward y los ojos de Lucas, esos ojos marrones tupidos de pestañas y cariño, en cámara lenta. Nos reíamos. Los nervios siempre, aún hoy, me provocan risa.
Al final lo hicimos en casa de su abuela. Habíamos ido a la playa pero era tanto el viento, tan insoportable la lluvia de arena que Lucas me invitó. Mamá me dejó ir. Ella tenía que seguir trabajando. En el ascensor nos dimos la mano. Después me puso los auriculares de su walkman y me hizo escuchar la que sería, de manera irreversible, nuestra canción. Sentí por dentro algo que no tenía nombre. Algo que no me había pasado nunca antes. Nunca nunca. Llegamos al departamento y nos metimos en el baño. Cerramos la puerta con el pasador desde adentro. Qué calor. Quedamos frente a frente, todo en silencio. Ojos grandes, una carcajada nerviosa y ahogada. Nos acercamos y nos besamos en los labios. Beso corto y seco, beso tibio, beso suave, bocas cerradas. Nos quedamos así. El tiempo dejó de existir. Hasta que la abuela nos llamó. Tremendo susto. Salí sin hacer ruido. ¿Lucas? Está en el baño, ya viene. La abuela había vuelto de la panadería con churros. Nos estaba preparando la leche en la cocina. ¡Lo habíamos logrado!
Las primeras veces no se olvidan nunca. Nunca nunca, y sellé la cruz sobre mis labios cuando, luego de muchos veranos sin verlo, lo encontré en la barra de un bar. La abuela había muerto y él se había empezado a ir a veranear con los amigos a Punta del Este. Nunca le había contado a nadie ese beso. Hasta hoy. Era mío. Nuestro. Brindamos por las temporadas compartidas, por el balneario y por la abuela, por este vínculo legado, por los atardeceres hamacándonos acariciados por el viento tibio del norte. Brindamos por lo que no se olvida y por las amistades irrompibles. Nos fuimos juntos del bar. Lo que pasó es mío. Nuestro. Le juré no contárselo a nadie. Nunca nunca. Hice, infaltable entre nosotros, la cruz sobre mis labios. Y sobre los suyos que, esta vez, claro, estaban húmedos.
Luciana Balanesi