Tiempo después de la separación de mis padres, Juana me contó que mamá había encontrado la muñeca en el baúl del auto, semidesnuda, las piernas flexionadas, la cabeza torcida, mirándola como quien espera una orden. Recuerdo la carrera de pasos en la alcoba y la ferocidad de los insultos que las paredes no podían contener. Recuerdo el abismo en la mirada de mi hermana.
Luego de pasar unos días en el hotel que durante meses albergó los encuentros furtivos con su amante, mi viejo se mudó a un departamento en el centro. Tardaría un mes en conocer a la muñeca —hasta entonces nos pasaba a buscar y salíamos a tomar algo casi sin dirigirnos la palabra. Era feriado, creo. Llovía. Tuve que ir solo porque Juana ni siquiera consideró la invitación.
Ella es Claudia, me dijo. En la puerta de la cocina había una mujer en ropa interior, rubia, alta, curvilínea. Se acercó y me saludó, sonriente, algo rígida, torpe. Me costó —y me costaría siempre, ya que dentro del departamento, sea por orden de mi viejo o porque venía así de fábrica, se la pasaba semidesnuda— no mirarle las tetas, dos pelotas de hándbol que pronunciaban un surco en medio del pecho.
Pronto me contaría mi viejo, fascinado por las habilidades sexuales de la muñeca, sobre los maratones de los viernes. Llegaba del trabajo alrededor de las seis de la tarde, tragaba algún bocado y la llamaba en la cocina, en el baño, en el pie de la cama, en el sillón del living, en el balcón. Tenían sexo una, cinco, diez veces, hasta bien entrada la madrugada. Me daba pena escucharlo, esclavo de su lujuria, ojeroso, flaco, sobre todo porque cuando volvía a casa encontraba a mamá sentada en el sillón, sola, ida, con una copa de vino en la mano.
Se casó a los ocho meses. Un par de amigos, mi tío Mariano y yo éramos los únicos en el registro civil. Algunos más asistieron a la celebración en el departamento. Mi padre sonreía a todo el mundo y daba tragos cortos al vaso de cerveza, aferrado a la cintura de su flamante esposa. Se lo ve enamorado al viejo, me dijo mi tío. Asentí por asentir. Claro que lo llevaba en la mirada, en la manera de comportarse, en los comentarios estúpidos. Pero era un sentimiento, aunque auténtico, reducido al placer. Mi viejo estaba enamorado de un cuerpo.
Días después nos mandó fotos desde Brasil. En la playa, en el hotel, en las excursiones. Siempre aferrado a la muñeca. Siempre con una sonrisa. Su felicidad perduraba mientras hubiera acción en el cuadrilátero de la cama. Me pregunto qué clase de vínculo tenían cuando no estaban fornicando. ¿De qué hablarían? ¿Tendrían, en la levedad posterior al sexo, conversaciones de tipo existencial? De lo contrario ¿cómo hacía para tolerar el silencio? La soledad, por dios, la soledad. Apuesto a que nunca la besó en la frente, que solo le decía te amo cuando le temblaba el cuerpo de placer.
A veces pasaban dos meses sin tener noticias de él. Aunque es probable que no se diera cuenta, que no tuviera noción del tiempo ni del vacío que dejaba su ausencia. Por eso iba a visitarlo cuando me daba vergüenza poner una excusa más. Por eso le decía que Juana le mandaba saludos.
Así un par de años. Como apenas tenía tiempo para verlo, me llamaba todos los viernes por la tarde. A las seis yo miraba el teléfono como quien espera la llegada puntual del perro callejero a pedir comida. Las pocas veces que fui a su departamento, alguna noche de sábado o domingo, guardaba la muñeca en el ropero. Me decía que estaba esperando el repuesto de un pecho o una nalga —incluso un día me enseñó un dedo gordo que acababa de llegarle por correo—, y que una vez la llevó a repararle la mandíbula después de un susto que casi lo deja sin hombría. Entonces ya había algo diferente en él, en su manera de hablar, su postura cansina, su expresión.
¿Qué esperabas, papá? Cuando del enamoramiento solo quedan las brasas, el amor toma la forma de la compañía, el cariño, el respeto mutuo. Vos no tenías nada de eso, ¿verdad? Vos te enamoraste de un cuerpo. Por eso empezaste a llamarme más seguido, que necesitabas verme, a mí y a Juana, que nos extrañabas, que con un cafecito te contentabas. Y yo le inventaba horas al día para complacerte, porque había notado tu delgadez, el tono de tu piel, mucho antes de que confirmaras mis sospechas en un llanto irremediable. Te enamoraste de un cuerpo, papá, un cuerpo que cuando yo no estaba para acompañarte, imagino, sacabas del ropero, acostabas a tu lado y le confesabas tus temores más recónditos. Y ella, ¿qué te decía, viejo? ¿Qué podía decirte que no fuera dicho a través sexo? Te vería triste, echado, rendido, y trataría de sacarte la ropa, de desabrocharte el cinturón solo para descubrir la indiferencia de tus genitales. No te lloró, seguro que ni siquiera era capaz de llorar. Lo sé porque yo la encontré de pie junto a tu cama, mirándote, tal vez pensando que te habías quedado dormido con los ojos abiertos al cielo raso, tal vez esperando que te despertaras para echarse encima de vos una vez más.
Ivo Marinich