La jirafa Carolina

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A mí me debe haber quedado el cuello más largo después de aquel verano en el que vi el mar por primera vez. Después habrá vuelto a su lugar, pero durante esos días de playa en Punta Mogotes seguro que me creció. A mi amiga Carolina no, porque ella ya lo tenía enorme, finito y largo, con un montón de manchas más o menos marrones y un pelo corto y suave que cuando yo lo acariciaba se ponía todavía más brilloso al sol del Sahara.

 A Carolina la conocí la vez que fuimos a Mar del Plata en tren. Lo tomamos en la estación de Temperley, una noche fresca de enero. Mamá, siempre práctica, había descubierto que El Marplatense hacía una única escala que nos venía perfecta, a pocas cuadras de casa y allí nos subimos. El tren tenía tres categorías, Pullman, Primera y Turista. Los vagones de Pullman tenían paredes plateadas y eran para los ricos, los de Turista bancos marrones como los de todos los días y eran para los pobres. Los sillones de cuerina verde oscuro que se reclinaban bastante eran los de la Primera y eran para nosotros. Del viaje mucho no me acuerdo, tengo más imágenes de la estación. La locomotora iluminando el camino al andén central allí donde el Roca se abre en dos ramales, la excitación de usar ese riel por primera vez para ir más allá de las fronteras de Lomas, el guarda tocando el silbato como un árbitro, el olor a metal quemado y gasoil. También recuerdo haber ido a espiar al vagón comedor pero que no cenamos ahí, teníamos unos sándwiches de milanesa mucho más convenientes en precio y comodidad, pero a mí me pareció una maravilla eso de que a la gente le cocinaran en el tren.

 Al día siguiente, cuando llegamos a la playa, no sentí nada especial. Me habían dicho que conocer el mar sería increíble, maravilloso y no sé cuántas cosas más. Deben haber jugado más en contra que a favor porque no me pareció nada del otro mundo, no era tan distinto al Río de la Plata que ya había cruzado un montón de veces para ir a Colonia. De color azul o verde sí, con olas grandotas también, pero otras diferencias importantes no le encontraba. Quizás fue por eso que cuando me paré en la orilla para que la espuma me refrescara los pies quemados por la arena y escuché que del otro me gritaban “Panchito, Panchiiiiito”, me alegré. De eso sí que en mis veranos de río no había. No les voy a mentir, no es que me di cuenta enseguida. Al principio creí que era mi hermana que ya se había metido al agua y que me toreaba desde la segunda rompiente, a la que ella se animaba y yo no. O  por ahí  buscaban a otro Panchito. Incluso me fijé bien si no era alguien que llamaba al vendedor de Vienísima, porque esa confusión la vivía seguido en la cancha, dos por tres me daba vuelta cuando alguien pedía un pancho. Pero no, esto era distinto. Este llamado, acompañado de un chistido, venía de enfrente. De África. Esa diferencia sí la sabía porque en cuanto me contaron que íbamos a ir a Mar del Plata pregunté dónde quedaba en el mapa y descubrí que del otro lado estaba el continente de Daktari. A mí me gustaba la serie, era fan del león bizco. Me daba un poco de pena que viera mal, pero mamá me decía que igual lo cuidaban mucho. Creo que fue por esa época que coqueteé con la idea de ser veterinario, deseo que desapareció como por arte de magia cuando llevamos a uno de mis perros a cortarse el pelo. Como no se quedaba quieto, el veterinario le dio anestesia pero se ve que se le fue la mano porque casi lo mata. Para revivirlo le dio otra inyección en el medio del corazón. Demasiado para mí, terminé desmayado. La historia es un poco más larga pero no viene al caso ahora, ando en algo más importante. Finalmente estoy parado en la orilla del Oceáno Atlántico, estirando el cuello, haciendo visera y tratando de adivinar quién  me llama desde allá enfrente, desde muy lejos. Ahí es cuando la veo a Carolina.

*

 El día que la maestra nos mostró el mapa y nos dijo “del otro lado del mar está Argentina” no entendí de qué me hablaba. Es cierto que las jirafas no somos de escuchar demasiado porque la gente mucho no nos habla. Debe ser porque tenemos fama de no tener cuerdas vocales, somos algo así como las mudas de la sabana, pero exageran. Bajito pero hablamos, escuchar escuchamos y además somos animales muy inquietos, de esos que en las clases preguntamos y queremos saber todo. Nada que ver con los leones, que tienen chapa de líderes pero son brutos, ni que hablar con los elefantes. Pegan unos gritos que se escuchan a kilómetros pero nunca dicen nada interesante.

 A mí, desde ese día, no sé bien por qué, me quedó grabada la palabra Argentina. Capaz fue porque suena lindo. También me interesó lo del mar, porque no lo había visto nunca en mi vida y en el mapa parecía enorme. Nosotros sabemos que la gente tiene una imagen un poco equivocada de los animales de África. Ven Madagascar y se imaginan que todos somos Mellman, que anda por ahí viajando en avión y haciéndose la enferma. La verdad es que yo al menos soy sana y joven, de viajar nada de nada y hasta esta aventura que estoy por contarles no conocía más que el pedazo de tierra dónde nací.

 Así fue que me obsesioné con “los del otro lado” pero no lograba averiguar demasiado. Trataba de preguntar en la clase pero siempre había otro que hablaba más fuerte y me tapaba. Le saqué el tema a mamá y me dijo que no tenía idea y que me dejara de molestar que era la hora de dormir. No sé si sabían que las jirafas no son muy sociables. Digo las jirafas y no me incluyo porque a mí me gusta compartir tiempo con otros y aprender de todo lo que pueda, será que nací curiosa. La cuestión es que un día, cuando ya estaba a punto de darme por vencida y medio de casualidad, conseguí un dato.

Estaba yo muy tranquila comiendo hojas verdes de la copa de una acacia cuando un par de gaviotas se posaron en mi cuello. No es que sea tan común que los pájaros me usen de pista de aterrizaje, pero de vez en cuando pasa. En general la conversación de los pájaros es aburrida, se la pasan hablando de corrientes de aire, de velocidad de los vientos… No es que esa vez el tema fuera muy distinto, pero hubo una palabra me llamó la atención: Argentina.

–¿Cuánto tiempo le pusimos?

–Y, pensá, salimos de Río de Janeiro 13:15, entramos a la Argentina a eso de las 20, paramos para comer, después hicimos el cruce del Atlántico…

 Las gaviotas sacaban cuentas y yo ataba cabos. El Atlántico era el mar que me habían mostrado en el mapa. Argentina el país de los de enfrente. No lo pensé más. Di vuelta la cabeza, les pregunté la dirección y me hice a la ruta. Bueno, a la ruta exactamente no porque en cuanto me asomaba a una, aparecían un montón de turistas con cara de tarados a sacarme fotos. Hasta una vez tuve que escaparme de una patrulla de caminos que parecía tener la intención de devolverme a la sabana. Estúpidos, yo no me estaba escapando, lo único que quería era ver a los del otro lado.

 No fue fácil el viaje. Aprendí que no en todos lados hay comida, que el África es grande, que hay lugares llenos de gente que mejor ni pisar, que para los humanos somos lindas de lejos pero que en cuanto nos ven en la puerta de un shopping llaman al 911. Pero de todas esas peripecias salí viva como para contarles esta historia, la de una jirafa un poco cachorra que un día llegó a ver el mar.

Recuerdo que no me impactó tanto como esperaba, no me resultó tan diferente a la laguna adonde íbamos a tomar, incluso probé el agua y no me gustó nada, en vez de sacarme la sed me dio más. Lo que sí me gustó mucho fue la brisa, era como si lloviera pero muy despacio, te refrescabas casi sin darte cuenta. Como ya había aprendido que era mejor que no me vieran, busqué una playa desierta y me instalé por ahí. La comida no era gran cosa, descubrí que los arbustos que crecen en la arena no tienen gusto a nada pero no me importaba, lo único que yo quería era ver a los del otro lado, así que al día siguiente, apenas salió el sol, me instalé en la orilla, con las patas delanteras un poquito sumergidas. Ahora mido como seis metros, en esos años capaz que era un poco más baja, pero si algo tenemos de ventaja las jirafas es que vemos los que otros no pueden, así que desde ahí arriba empecé a buscar señales en el horizonte. Al principio no aparecía nada. Cada tanto me ilusionaba un carguero, a veces confundía una ola alta con un rascacielos. Ya estaba por echarme a descansar un rato –un tanto arrepentida de semejante viaje– cuando de repente, en ese lugar en el que sólo se escuchaban el mar y el viento, sentí una voz que dijo Carolina. Yo me llamo Carolina pero ¿quién me iba a llamar a mí por mi nombre? No, no tenía sentido, en esa playa nadie me conocía y aún peor, en esa playa no había nadie, yo la había elegido muy bien. Sacudí el cuello y la cabeza como cuando me quiero sacar de encima a las pulgas, volví a mirar el mar y de nuevo “¡Carolina, Carolina..! Acá, del otro lado, mirá”. Y ahí lo vi.

*

 Estoy parado frente al mar, es de mañana, el sol se recorta detrás de una nube. Hace algo de frío pero ese frío lindo que hace que los días sean más puros. Miro al otro lado y pienso en Carolina. ¿Cuánto vivirán las jirafas? Debe estar grande, capaz  ya tiene canas en el cuello como yo en la barba. No pienso exactamente eso, más bien lo que me da vueltas por la cabeza es aquel cuento que me contaron cuando era chico y que decía que del otro lado, allá en el África, había jirafas altas como un edificio y que si yo miraba bien seguro las veía. Y eso es lo que le respondí recién a Lola cuando se paró al lado mío en la orilla del mar de Cariló y me preguntó, desde sus diez años, qué es lo que hago mirando tan fijo el horizonte. Le cuento mi cuento, le hago una caricia en la cabeza, como me parece poco la abrazo, le doy un beso y me doy vuelta porque ya es tarde y hay que pagar las hamburguesas que comimos en el parador. Mientras pido la cuenta, escucho una voz lejana que bajito dice “Lolaaaa, Lolaaaa”. No me hace falta fijarme de dónde viene, ni preguntarme quién llama a mi hija desde el otro lado. Cuento los billetes sonriendo, porque sé que por un tiempo Lola tendrá el cuello más largo. Después, cuando se haga grande, volverá a la normalidad.

Luciano Olivera
Luciano Olivera
(Buenos Aires, 1968). Es productor, guionista y director audiovisual. Creó y desarrolló formatos que le valieron premios nacionales e internacionales. Dirigió Canal 7 y UBA TV, ejerció el periodismo, es docente de talleres de escritura y está al frente de su propia empresa de contenidos. Publicó “Aspirinas y caramelos” (Aurelia Rivera-Tusquets) y “Largavistas” (Tusquets). Este cuento pertenece a “No le llames amor a cualquier cosa”, su tercer libro.

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