1978

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Google dice que fue un miércoles, tuve que investigarlo, de eso no me acordaba. Sí que era de noche, que vivíamos en San Telmo, en la calle Venezuela casi esquina Piedras, que estábamos recién llegados al centro de la ciudad luego de nuestros años de exilio en Lomas de Zamora. De eso sí me acordaba.

Entonces era miércoles, era de noche y hacía tanto calor en aquella planta baja al fondo que Kirsha se desmayaba, su cuerpo de galgo encerrado dentro de un manto espeso de pelo invernal y desubicado. Quizás por eso, por una vez en la vida, Kirsha no ladraba.

Lo que les estoy contando sucedió un veinticinco de enero de 1978. Yo tenía nueve años, María dos, Mariana trece, mamá, treinta y tres, Rodolfo cincuenta, exactamente la misma edad que yo ahora. Y eso era todo, aunque yo todavía no sabía que eso era mucho.

Enfrente de casa había un negocio pequeño, una mercería de vidriera amplia e interior oscuro. Detrás de un mostrador de madera lustrada por el tiempo atendía un tal Mustafá, un iraní que había llegado como refugiado. Mustafá era simpático, siempre me sonreía con su cara de La Fiesta Inolvidable y se esforzaba por aprender el español, todos los días un poquito. Papá, que mucho que hacer en una mercería no tenía, solía visitarlo para enseñarle algunas palabras que Mustafá anotaba, despacio y con letra redondísima, en la misma libreta negra en la que apuntaba los metros de cinta y los carretes de hilo que vendía. Un día cruzamos para contarle que la selección de su país se había clasificado y vendría a la Argentina a jugar el Mundial. Miró con ojos redondos y oscuros, oró despacito a Alá y se largó a llorar, poquito, para adentro.

A la vuelta, sobre Piedras, estaba la rotisería del uruguayo Velázquez, otro refugiado. Cada vez que íbamos a comprar, Rodolfo corría con las manos la cortina de cintas de plástico de colores, ponía un pie adentro y arrancaba a cantarle «Velázquez nala es mentila, Velazquez nala es amol, que al mundo nada le impolta, yila, yila». El tipo se reía, supongo que de compromiso. Esa noche de calor, Velázquez nos habrá vendido salame, queso, quizá algunas fetas de jamón crudo, aceitunas. Cerveza. Coca para los chicos. Esa noche Estela no tendría que cocinar, solamente trocear y acomodar en la tabla, mientras Rodolfo seguro que le decía que el queso no era fiambre, que los uruguayos le llaman fiambre al queso porque no saben.

Yo no me precupaba por la comida, yo era el Inyenieri, el que hacía andar todos los aparatos de la casa. A mí me tocaba encender el Phillphs de tubo, blanco y negro, que sintonizaba los cuatro canales de Capital y, con otra antena, el 2 de La Plata, que era importante porque pasaba el el box. Pero esa noche había que luchar contra los fantasmas y las sombras de Canal 7, así que mi tarea era mover la antena hasta que en la pantalla apareciera algo parecido a una cancha. Cuando lo logré, pegué el grito. La transmisión empezaba. Papá corrió a su cuarto y volvió con una vincha roja calzada en la frente, dos pañuelos rojos atados en las puntas, puso uno sobre su pelada, el otro sobre mis rulos, y se ató al cuello una bandera roja con una franja blanca horizontal en el medio. Después levantó un poco el televisor para que con su peso apretara un banderín que tenía el escudo del CAI y una foto de Boneco y se sentó en el sillón de dos plazas. Esperé su gesto, dos palmadas sobre el almohadón libre. Cuando lo hizo, ocupé mi platea baja.

En algún momento el partido habrá empezado, pero yo no recuerdo nada. Es extraño y me molesta porque yo soy de recordar, pero esta vez no, hago un esfuerzo y no hay caso, hay un negro total que sólo se despeja muchos minutos después, cuando veo un tumulto, una discusión, un revoleo de tarjetas que, por lo oscuras, intuyo que son rojas. Ahí si empieza a correrse el black out. Ahora si lo veo al Pato Pastoriza. Gesticula, habla con Bertoni, con el Bocha, hace gestos, frena jugadores que encaran para el vestuario. Los manda a jugar el Pato, con cara de ni se les ocurra.

Un ratito después el Bocha hace el gol del empate y la planta baja de Venezuela casi Piedras tiembla. Gritamos tanto que hasta despertamos a Kirsha. Con el pitazo final, algún vecino nos vocea una felicitación. Nosotros, los rojos, papá y yo, habíamos consumado una hazaña, otra de tantas.

Al día siguiente nos felicitaron el uruguayo Velázquez, el iraní Mustafá, el viejo que atendía el garage donde guardábamos el Fiat 800. En el colegio mis compañeros me palmearon con envidia. Ellos ya sabían que el fútbol era un deporte que se jugaba con dos equipos de once jugadores y en el que siempre ganaba Independiente. ¿Ahora, con ocho, también?

Cada vez que se cumplen años de la gesta del Rojo en Córdoba, también se cumplen años de que papá, con los ojos llenos de lágrimas, me dijo «vayamos a la Sede». Se cumplen un años de que me abrazó en plena Avenida Mitre, en el medio de una marea roja feliz y orgullosa. Se cumplen años de una de las pocas veces que papá me abrazó en mi vida.

A veces todavía siento el calor de esa noche de enero.

Luciano Olivera
Luciano Olivera
(Buenos Aires, 1968). Es productor, guionista y director audiovisual. Creó y desarrolló formatos que le valieron premios nacionales e internacionales. Dirigió Canal 7 y UBA TV, ejerció el periodismo, es docente de talleres de escritura y está al frente de su propia empresa de contenidos. Publicó “Aspirinas y caramelos” (Aurelia Rivera-Tusquets) y “Largavistas” (Tusquets). Este cuento pertenece a “No le llames amor a cualquier cosa”, su tercer libro.

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