Iba a visitar a su padre cada sábado. Le llevaba bolsas con alimentos, bebidas y otros elementos de uso cotidiano. Hacía meses que el hombre permanecía encerrado en la casa de las afueras de la ciudad por propia voluntad, sin mantener contacto alguno con el exterior. Estaba obsesionado con aquella novela, y decía que sólo conseguiría la libertad cuando pudiera terminarla. La novela perfecta y, por ende, la última.
En la visita realizada dos semanas atrás, la hija lo había hallado sentado frente a la vieja máquina de escribir, trabajando, incansable, y completamente desnudo.
—Es que necesito despojarme de todo lo que no sea yo —explicó.
Acostumbrada a sus rarezas, no dijo nada. Dejó las cosas y se marchó.
Cuando regresó la semana siguiente, se sorprendió al ver los alimentos intactos, en el mismo sitio donde los había depositado.
Si él advirtió su presencia, no lo demostró en absoluto. Seguía desnudo, escribiendo, pero parecía estar ausente, como un fantasma.
Hoy la recibió el olor fétido de la carne que llevaba semanas sobre la mesada. Pero eso apenas la preocupó: faltaba su padre.
Lo buscó angustiada. A pesar de recorrer más de una vez cada rincón de la casa, sólo encontró una pila de hojas sobre la mesa y, en la máquina de escribir, un mensaje para ella. Al leerlo comprendió.
Junto a sí, tenía la última ficción del padre. Si quería saber de él, allí podría ubicarlo, pues ahora era el personaje, feliz, de una novela perfecta.