Los días de calor con mucho viento no bajábamos a la playa. Mi madre se quedaba en casa, encerrada frente al televisor, y yo jugaba solo. A qué jugaba dependía de un humor cambiante: a veces me dejaba pasar horas con la PlayStation, a veces gritaba que yo tenía que dejar las pantallas y me mandaba al patio. ¿Para qué tenemos patio si estás todo el día encerrado? Esa era su queja repetida mientras retorcía los dedos apretando el borde del sillón. Sabía que no había palabras que evitaran lo que iba a pasar pero igual lo intentaba: le decía que el mundo virtual no era tan sucio, ni tan doloroso, pero no me escuchaba. Así que llevaba mis pobres fantasías lejos de ella, a la tierra, al pasto: saltaba, seguía el ritmo de mis pies.
La tarde que escapó la Yara yo había intentado trepar al viejo nogal del fondo y mis manos no pudieron sostenerse en una rama. Caí. El golpe me dolió tanto que me hizo quedar quieto, sentado, con la cara hacia el viejo árbol y el sol que iba y venía por el viento entre sus ramas. Me dolían las manos y la espalda. Respiré hondo dándome ánimo. Todo parecía quieto, eran las tres de la tarde y en la casa se dormía al silencio de la siesta mientras mi madre miraba el televisor quejándose del calor, en la oscuridad del comedor con la persiana baja. Yo no podía decirle que me había caído: tenía prohibido subir al nogal cargado de nueces hasta que los frutos cayeran. Solo entonces podía trepar.
Escuché que alguien corría en la calle. Los hijos del tío Mario entraron por el costado de la casa. Pasaron la trotadora de los autos –el auto de mi padre no estaba; hasta la noche no volvía de trabajar– y se pararon frente a mí. A los hijos del tío Mario también les faltaba el aliento. Pensé que me buscaban para escapar, cruzar la ruta 11, bajar la barranca, los acantilados, llegar a la playa, al mar.
–Se escapó la Yara –dijo Pablo.
–Vamos –contesté sin pensar.
No pasé por la casa. No le avisé a mi madre. Caminamos por la trotadora en silencio y recién en la calle corrimos también sin volver a hablar. No era la primera vez que se escapaba, así que todos sabíamos lo difícil que era encontrarla. En la atropellada carrera que nos llevó a la casa de mis tíos, Pablo y Santiago se miraron y entendí que se reían de mí y de los mundos que inventaba en voz alta cuando mi madre me negaba jugar a la Play.
Llegamos a la casa. La tía Elba estaba en la puerta. Tenía un gran trozo cortado de torta de limón para cada uno de nosotros en una bandeja. Coman antes, nos invitó. Mis primos no quisieron pero yo sí. Tenía hambre. No había almorzado. Agarré una porción y la tragué de pie junto a ella.
–Te vas a atorar.
Me llevé otro pedazo a la boca y la tía Elba dijo que si no se hubiese escapado la víbora yo nunca hubiese probado esa torta.
El tío Mario nos llamó con un grito desde el galpón donde dormían las víboras mientras uno de los perros ladraba en la puerta. Tenía la boca llena de limón y masa. Empastado, atorado, tomé agua de una canilla.
–Separémonos para buscarla –dijo el tío Mario–. Y ya saben, muevan con cuidado los pastos, y si la ven, llámenme. No intenten agarrarla.
El tío Mario habló tan rápido como siempre. Ni siquiera me saludó, también como siempre.
Nos internamos en el pastizal detrás del galpón. Caminé con cierto temor. No sé por qué, pero sabía que mi destino era encontrarla. Así anduve un largo rato, dando pasos inseguros y temerosos, moviendo los pastos largos con el cabo de una escoba de madera, asustándome en las sombras que el sol proyectaba sobre la hierba mala y el pastizal hasta que vi los pastos achatados, el revuelto de cardos: la piel de la Yara estaba desparramada en un charco de baba y escamas: ya no era ella, otra serpiente salía de su boca como si siempre hubiese estado ahí, oculta en su interior, esperando su oportunidad de vivir. Grité tan fuerte como pude. Esa serpiente ya no era la Yara. Volví a gritar.
El tío Mario y sus hijos llegaron enseguida y les señalé el lugar sin hablar.
–Está cambiando la piel –dijo el tío Mario.
La agarró con sus guantes y dejó que lentamente se le enroscara en un brazo. La serpiente se deslizó como si estuviera exhibiendo su vestido nuevo solo para él.
–Es hermosa –dijo.
Yo no pensaba lo mismo, pero me callé.
–Es muy hermosa –dijo Pablo.
Santiago coincidió.
Caminamos hacia el galpón, que hacía las veces de serpentario y esperé afuera mientras devolvían a la Yara con las demás. Al rato comimos más torta con unos inmensos tazones de leche. El tío Mario se sentó a la mesa también, pero no hubo taza para él. La tía Elba le puso un plato enfrente y él lo empujó para el medio de la mesa, lento, casi que con asco. Esa fue mi tercera porción.
Pasó un cierto tiempo sin que yo volviera a aquella casa y sin probar mi torta de limón preferida hasta que una tarde, después de la siesta, el tío Mario vino a visitar a mi madre. Los escuché hablar en el comedor. Ellos apagaron la televisión, yo me pegué a la pared, cerca de la ventana con la persiana baja. Él lloraba y mi madre le decía que le habían advertido, que había sido un necio. Entré. Me acerqué a ellos. El tío Mario me vio y no dijo nada, mi madre quiso que me fuera pero el tío le dijo algo y dejaron que me quedara. Me hice una tostada con manteca en la cocina y escuché en silencio el resto de la conversación. La tía Elba se había escapado con el menor de los hermanos Gomes y el tío había venido a pedir ayuda. O consejo.
–A lo mejor está cambiando la piel –le dijo mi madre–. Como la víbora esa que siempre se escapa.
El tío se paró. La miró. Me miró y se fue sin saludar. Mi madre se quedó quieta, con los ojos puestos en la puerta abierta –el tío Mario la dejó abierta de par en par– hasta que me paré y la cerré.
–Nadie te pidió que la cerraras –dijo y prendió la televisión.
Me fui al fondo. Me senté en el pasto, bajo el viejo nogal. Comí mi tostada y tiré una piedra al árbol. La tiré entre las ramas porque quería hacer caer algunas nueces corriendo el riesgo de que me golpearan en la cabeza. Las nueces o las piedras. Podía culpar al viento por las nueces. El mismo viento que no nos dejaba bajar a la playa. Al rato salió mi madre. Se sentó a mi lado. Sus dedos enrularon un pasto largo.
–Hay que decirle a tu padre que ya tiene que volver a pasar la cortadora.
También me dijo que podía jugar a la Play si quería.
Mi padre me besó en la frente cuando llegó a la noche. Yo todavía estaba jugando. Estaba en las semifinales de un torneo de fútbol. Escuché que mi madre, en el pasillo, le mentía.
–Hace media hora que empezó a jugar.
También escuché que mi padre le decía que había hecho mal. ¿Cómo le había dicho eso a su hermano?
Mi madre se rió. Después no escuché nada más, hasta que un rato más tarde las luces del patio se prendieron y el ruido de la cortadora de pasto entró por mi ventana para tapar el ruido de la final del mundo.
Sebastián Chilano