Huele a desinfección. La iluminación, emitida por unos bicharracos longilíneos de redes metálicas, es blanca y uniforme. Hay latidos dispersos y diversos. Se oyen llantos, toses. Llantos, berrinches. El portero eléctrico para ingresar a la UTI suena a cada rato. Los celulares de los padres que estamos acompañando a nuestros hijos silban. Y silban. O chirrían. Algunos adultos hablan en voz muy baja. Susurran. Los desplazamientos de quienes acá trabajan son mudos. Sigilo. Todo parece blindado. Hasta el tiempo que, por falta quizás de iluminación natural, ahoga y asfixia. ¿Dará a un pasillo esa ventana rectangular y minúscula de marco metálico? Acá no hay norte, ni sur, pero esos relojes apagados en la cabecera de la cama parecen brújulas. Las miradas salvan. Y contrastan. Las paredes, el piso, las sábanas, los delantales, los barbijos, los guantes, todo es blanco. ¿Cuál será el fin de este aturdimiento impoluto? La cama de estructura metálica y plateada en que mi hija más chica está recibiendo su tratamiento es ancha. Es pesada. Alta. El colchón apenas se hunde bajo su peso. Una manta aterciopelada aguamarina hace juego con la suavidad de su piel que, como todavía está dorada por el sol, resplandece entre tanta blancura. En la cabecera un montón de monitores hablan lenguajes incomprensibles y marcan sus signos vitales. Bip, bip, bip. Hay cables por todos lados, Y una fila ordenada de artefactos raros, nuevos y brillantes interrumpe el blanco de la pared. Tienen botones de colores. Hay visores con cifras digitales.
Un bip extraño, extendido, nervioso detiene el tiempo.
Otra vez.
Mi hija está pálida.
Otra vez.
Se sobresalta también el médico que acude a controlar.
El pecho me estalla.
Otra vez.
Pero mi hija está serena. Está todo bien. Me tranquiliza la palmada en la espalda que el joven médico me da antes de irse. Cierra la puerta vidriada, pesada y muda que hace de pared frontal, en este cubículo en que estamos aisladas. Las enfermeras cambian de turno. Hablan de bueyes perdidos. ¿Cómo pueden hablar de otra cosa que no sea de lo que nos está pasando? La que entra todavía está peinada y tiene rico perfume. La mesa de luz de nuestra celda está poblada de juguetes. Y libros. Los libros que le leo mientras duerme. Es el modo con que combato la monotonía de este lugar frío, impersonal. Es el recurso con que viajo y me imagino que estamos en un barco. El piso se mueve. Pero brilla con el brillo inmaculado de lo nuevo, de lo moderno. ¿Será el cansancio? La temperatura obliga un sweater. ¿O será el sueño, qué hora será? El olor cambia ahora. El aire se inunda con el aroma cálido del café con leche. Nos traen el desayuno. Cofia, barbijo, guantes. Una mirada sonríe. Gracias. Se aleja, sus pasos también son inaudibles. Otro día empieza. Otra vez estamos acá. ¿Es sábado o martes? Viene el médico y lee la planilla en que las enfermeras registraron, hora lenta tras hora pesada, la evolución de mi hija durante de la noche.
La espalda se me tensa.
Otra vez.
Sin fiebre, dice. Una sonrisa sutil, discreta, le ilumina la mirada. Pasó toda la noche sin fiebre.
Luciana Balanesi