Hogar de madre

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Hubo un tiempo en que su madre era una tromba. Daba clases, llevaba una columna semanal, presentaba libros, hasta le tenían miedo. Él también le tenía miedo, sobre todo cuando comprobó —o sintió— que lo suyo, lo de él, era la escritura. Probó poemas y probó relatos que su madre recibió con sonrisas amables aunque poco entusiastas. Se animó y le pidió consejos. Su madre siempre le daba consejos, de todo tipo, incluso íntimos. “Te falta un papá —le decía—, alguien que te cuente estas cosas”.

Era rara su manera de dar consejos, como artificial, siempre asegurándose que hubiera un testigo, alguien que apreciara su manera entre bárbara y elegante de decir las cosas. El cigarrillo jugueteando en los dedos y una frase suelta como un cuchillo: “El sexo anal, Esteban, es bueno para la digestión”.

Su padre había muerto muchos años atrás, cuando él era bien niño. Más que dolor por la pérdida, recuerda que sintió vergüenza. Que lo abrazaran, que las amigas de su madre lo miraran con pena pero de lejos, como a un enfermo, eso era lo que le daba vergüenza. De su padre le quedó un viaje en moto, de Resistencia a Paso de la Patria. Su padre iba rápido y a los gritos, y así dicen que era. Esteban piensa de su padre como un hombre medio loco. También siente que a su madre le sentó bien esa viudez temprana, que la aprovechó para pulir un costado suyo, para hacerse de algo como una dura feminidad.

A los diecisiete, Esteban escribió un poema muy largo sobre aquel viaje en moto. No le mostró el poema a su madre. Ya por entonces era común que ella olvidara nombres y que confundiera fechas, días y esas cosas. Pero su sonrisa enorme y las aureolas refinadas del cigarrillo limpiaban de un plumazo esos dislates. Ella, esa mujer, no tenía tiempo para los asuntos pequeños.

Que su hermano menor se instalara en Buenos Aires lo tomó por sorpresa. Le dolió saber que entre su hermano y su madre venían organizando esa partida desde mucho tiempo antes. Él quedaba apartado y, por ser un núcleo familiar más bien pequeño, también quedaba solo. Su hermano y su madre, ahí los ve, él tan lejos, cuánto orgullo y cuánta envidia.

Sin mucho sustento —y sin necesidad a la vista— fue y le dijo a su madre que le gustaba escribir, que su futuro iba por ese lado. Así se lo dijo: “Creo que mi futuro va por el lado de la escritura”. Recuerda la cara de su madre, más estupor que sorpresa, más burla que contención.

Salió a caminar y se propuso una venganza que nunca concretó: escribir algo tan bueno que a ella no le quedara más remedio que leerlo. Pero usó la energía de aquel enojo en otros menesteres. Perdió tiempo, se alejó de ella, se interesó por negocios que en realidad le interesaban poco. A veces ganó plata. Dos veces creyó estar enamorado. La segunda vez —iba por los veintiocho años— propuso casamiento, pero el asunto no prosperó. Se sintió triste y ridículo como nunca.

Fue otra vez en busca de su madre. La ubicó en un café del centro, reunida con dos hombres que eran una mezcla rara de intelectuales y ejecutivos. Su madre lo miró, de arriba abajo, y Esteban se percató entonces de su aspecto, los vaqueros sucios y la remera mugrienta. Igual, no se aguantó: quiso explicarse y acabó llorando. Llorando ahí, delante de esos extraños. Así le dijo su madre: “Llorando delante de gente que no conocés”. Consiguió hablar, por fin, y a su madre no le quedó más remedio que recibirlo de vuelta en su casa.

No sintió calor de hogar, más bien una calma fría que lo puso aún más triste. Pasó las primeras semanas escuchando discos viejos y mirando películas, pero su madre no era tonta y no se iba compadecer así nomás.

Le consiguió trabajo en un diario. “Vos querías escribir”, le dijo. Él se ofendió, no quería trabajar, pero tampoco supo decir que no. Tres meses después dijo su madre que ya era tiempo de buscarse un lugar donde vivir. Una casa o un departamento. Esteban se ofendió un poco más.

En el diario conoció a Olga, la recepcionista. Se apuró y la llevó a comer a casa de su madre. Cenaron los tres juntos, su madre impaciente, sin ganas de compartir la mesa con ellos. Olga se dio cuenta pero se guardó bien de hablar al respecto. Recién más tarde —unos dos años más tarde—, cuando estaban ya instalados en su propia casa y a ella le venían en tropel los dolores del embarazo, se lo dijo: “Tu madre es una forra”. Lo dice por su estado, pensó Esteban, el embarazo la tiene a maltraer.

Pero justo cuando nació Paulita su madre viajó a visitar a su hermano. Conoció a su nieta recién a los dos meses, capaz a los tres, y él sintió vergüenza y pena por la torpeza de su madre. No sabía cómo sostener a su nieta, no sabía qué palabras usar. Su madre, de pronto, más vulnerable que nunca.

Esteban fue inteligente, por una vez, y dejó de forzar los encuentros. Las cosas fueron mejor, o al menos así lo sintió. La familia de Olga, por otra parte, era familia de buena gente: amables, cariñosos, Paulita no tendría mayor problema con eso. Tampoco él que, para qué negarlo, encontró algo como un refugio en esa familia. Qué decir si no de las fiestas, las comidas, los abrazos que le prodigaban. Hasta los hermanos de Olga eran un encanto. Uno de ellos, el mayor, era padrino de Paula. Daba la vida por esa chiquita. Eso dijo.

Su madre presentó un libro y Esteban tuvo la ocurrencia de llevar a sus suegros a la presentación. No es que fuera maleducada su madre, era que simplemente no sabía comportarse, no sabía ser amable. Saludó a sus consuegros con frialdad, mientras ellos la estrechaban en un abrazo. Mis suegros son gente sencilla, interpretó él, mamá es otra cosa.

“Tu madre es una pelotuda”, lo corrigió Olga. Le hizo ver la poca gente en la presentación, la escasa convocatoria. No convenía despreciar al público, aún así se tratara de gente elemental como eran sus suegros.

Más tarde Olga pidió disculpas, pero él pensaba ya en otro tema. Pensaba en su madre, claro, que apenas cerró la presentación del libro lo apartó unos metros para decirle no estoy bien. No le dio detalles, sólo eso y una mueca como de tristeza que Esteban no le había visto nunca.

El resto fue una caída libre hasta llegar a la mirada ausente y la boca entreabierta. Alguien la rescató una vez, sentada en el banco de una plaza y llorando como una nenita. Lo llamaron por teléfono. Cuando llegó, su madre había recuperado la compostura. Minimizó la cuestión, le dio un abrazo y lo invitó a comer. No pudo, sin embargo, disimular un resto de nervios. Se notó más que nada en la cantidad de veces que hizo pegar los cubiertos con la loza del plato.

Después pasó que ella se subió a un colectivo y apareció en Corrientes. Lo llamó, puro llanto: “Qué hago en Corrientes, para qué vine”. Él fue a buscarla y soportó el reclamo por una supuesta tardanza. Fumaba, ella, un cigarrillo tras otro. Tampoco paraba de hablar. Esteban le pidió calma, que respire hondo. Si dejo de hablar, dijo ella, me quedo en blanco. Así que habló y habló, como una loca. Habló de personas que él no conocía, de peleas, de amoríos, de hombres que tuvo y de hombres que ya no tendría. Habló de literatura, de buenos y malos escritores, de lo muy buena que pudo haber sido ella. Se atrevió a decir, en un momento, que por él, por Esteban, había dejado pasar mil y un chances. No especificó chances de qué, simplemente usó esa expresión y la dejó flotando con el humo del cigarrillo. Esteban miró de refilón y vio el humo desordenado, sucio.

Los colapsos se hicieron más frecuentes y ya no fue posible dejarla sola. Una mujer tan joven. Sesenta y seis años. Se olvidaba los medicamentos o los tomaba dos veces, se olvidaba de comer, se olvidaba de todo. Lo único que mantenía era el vicio de los cigarrillos. Así decía él cuando hablaba de lo mucho que fumaba su madre: “Ese vicio, el maldito vicio”. Después le venía vergüenza por hablar así. Se sentía viejo.

Llamó a su hermano y su hermano le dijo qué horror, qué tristeza. Pero no hizo nada. Entonces le escribió, contándole la situación punto por punto, las recomendaciones médicas y todo eso. No habré sido claro, pensó después, cuando leyó la respuesta de su hermano: “Qué cagada, qué vida de mierda”.

Pasaron dos semanas, pasaron dos meses, y la cosa se complicó. Sobre todo porque no podía, él, desatender a Olga y a Paulita. Eso fue lo que le dijo Olga, que piense un poco en su familia. Él, en realidad, aprovechó los días en casa de su madre —en su antigua casa o sea— para revisar cajones y mirar fotos. Total, su madre así, tan perdida, no estaba en condiciones de decirle no toques esto, no toques esto otro.

Encontró fotos de su madre con su padre, fotos que le gustaron. Los dos abrazados con un mar de fondo, los dos besándose, los dos riendo, y así. Pero también encontró fotos de su madre con otros hombres. Estas fotos lo confundieron. Se dijo qué idiota, por qué habría mamá de pasar tanto tiempo sola. Aun así, le cayeron mal esas imágenes. Dónde estaban ahora esos hombres, ahora que su madre los necesitaba. Ahora estaba él y nadie más. Apretó los dientes y rompió unas cuantas de esas fotos. Más tarde se arrepentiría, más tarde cuando se decidió a instalar a su madre en el hogar. La vio hurgando en los cajones, el gesto desencajado —aunque también es cierto que el gesto desencajado era el más habitual—: interpretó que buscaba las fotos. La distrajo con otras cosas, con la ropa, qué había que llevar, qué se podía hacer a un lado.

Su madre, por supuesto, no entendía del todo. Esteban se lo explicó una vez, mil veces, hasta que, cansada, ella dijo: “Lo que vos creas mejor”. Después le dio un abrazo y apoyó la cabeza en su pecho. Esteban presintió el llanto y recibió las lágrimas en la camisa, y sintió un amor tan grande que lloró él también.

La subió al auto y partieron rumbo al hogar. Tardaron mucho, dos horas para un trayecto de veinte minutos. Anduvo por calles que no venían a cuento, se esforzó en ver la ciudad de una manera distinta, como si no la conociera. Intentó que su madre sintiera lo mismo, lo que era bien probable. El cigarrillo en los dedos, la ceniza larga cayendo sobre el tapizado. Ya no la ciudad, el mundo entero podía ser algo nuevo e incomprensible para ella.

Llega tarde, le dijo una enfermera. Habían hecho ya, él y su madre, una recorrida previa por el hogar. No es que fuera feo, tal vez demasiado limpio, blanco y luminoso en exceso.

Instalaron a su madre en la habitación. Esteban le dio dos cartones de cigarrillos a la enfermera. Que nunca le falten, recomendó.

Besó a su madre y se fue.

Mariano Quirós
Mariano Quirós
(1979) nació en Resistencia, provincia del Chaco, Argentina. Es autor de las novelas Robles, Torrente, Río Negro, Tanto correr (Premio Francisco Casavella), No llores, hombre duro (Premio Festival Azabache; Memorial Silverio Cañada, Semana Negra de Gijón) y Una casa junto al Tragadero (Premio Tusquets 2017). Es autor además de los libros de cuentos La luz mala dentro de mí (Premio del Fondo Nacional de las Artes) y Campo del Cielo. Junto a Germán Parmetler y Pablo Black, publicó el libro de cuentos Cuatro perras noches, ilustrado por Luciano Acosta..

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