Casi nadie sube a la terraza. Menos si hay pronóstico de tormenta; podría ser peligroso. Un peligro ridículo, insignificante, piensa ella, pero suficiente para que las ratas se refugien en sus madrigueras. Las ratas escondidas en sus madrigueras, y ella frente al mundo sola en la terraza, sin miedo. Le gusta la imagen y la repite en su mente. Solamente tiene un defecto: está sola.
Mira la ciudad y la tormenta que se forma con rapidez. Su única compañía es una gata. Sola en el Caos Primordial. Tiene la agradable sensación de estar fuera del mundo y sus problemas.
Pero la sensación dura poco. El ceño se le frunce. No puede sacar de su mente el recuerdo de sus ojos, mirándola con temor.
Solo unas horas antes estaban en un bar. El cielo estaba despejado, había una brisa suave y la temperatura era agradable. Mira alrededor.
“Todo cambia tan rápido”.
Él le acariciaba la mano. Conversaban mirándose a los ojos. Las yemas de sus dedos rozándole con suavidad el dorso de la mano le producían un hormigueo en la piel. Sentía como si pequeñas chispas saltaran cuando el suave roce, por instantes, era tan tenue que un diminuto espacio se abría entre piel y piel. Entonces se le erizaban los pelitos del brazo.
Nunca pudo ni quiso frenar sus deseos de conocer. De él ya sabía mucho. No dejaba de sondearlo. Coqueteando, o mostrándose atrevida con otros, comprobó que no era celoso. También sabía que era amable. Una virtud simple que ella valoraba mucho. Pero quería saber más.
—¿Rezás?
—Sí.
—¿A qué dios?
Él sonrió y se encogió de hombros.
—Al único que hay.
Ella rió. Abrió el tema para debatir.
—¿Cómo el único? Siempre hay dos: uno bueno y uno malo. Está bien, ya sé. El malo es un perdedor. Pero, pobre, ¿por qué no rezás alguna vez a Satanás?
Él se removió incómodo en la silla y apartó su mano.
—¿Qué? —exclamó sin entender. Al mismo tiempo echó su espalda hacia atrás, alejándose.
Ella todavía sonreía.
—Muchas veces Dios no responde, ¿o siempre te responde? —Se quedan mirándose; él no dice nada—. Si no responde, hay que probar con el otro ¿no? Por lo menos para ver qué pasa.
Saber si hay algo más, no solo creer. Saber, aunque eso signifique condenarse al infierno. No, él estaba más interesado en ver la hora que en cuestiones metafísicas. Miró su celular, nervioso. Ella dejó de sonreír. Vio en su rostro que la expresión de sorpresa o extrañeza había sido reemplazada por otra peor. El miedo. Ella le daba miedo.
“Estúpido Adán”.
Se despidieron sin planear otra cita.
Cuando era adolescente alardeaba de ser capaz de escandalizar a algunas personas con sus extravagancias. Luego se dio cuenta de que es fácil rezar y arrodillarse ante dioses en los que no se cree. Sean buenos o malos. Eso no debía asustar a nadie.
Suspira.
“No debió asustarse”.
Ve un relámpago en el cielo. Cuenta. Uno, dos, tres… Seis segundos y suena el trueno. Dos kilómetros, más o menos. Bastante cerca.
Recuerda otra vez la mirada temerosa. Esa mirada le dice que la búsqueda de conocimiento sin límite puede tener un costado maligno. Eva desnuda sosteniendo la manzana. Se ve a sí misma como la conjunción de conocimiento y pecado.
“La ignorancia es como una jaula, nadie debería decirme que no rompa los barrotes, que no pase los límites”.
Le gustaría dar un mordisco a la manzana con la boca bien abierta. No le importan las consecuencias.
La gata se frota contra sus piernas. Caen las primeras gotas; gruesas, marcan círculos en el piso de la terraza. Ella abre su paraguas rojo.
Los dioses otorgan a cada persona un lote con una determinada cantidad de felicidad y pena, conocimiento e ignorancia, fortuna y desgracia. Está prohibido pretender más de lo que está adjudicado. Los que buscan traspasar los límites son derribados por Zeus, o Deus, o quien sea. Son culpables del pecado de desmesura y arrogancia.
Tuerce la boca en un gesto de desprecio y murmura:
—Aquí estoy.
Los desafía a todos. No cree en ninguno. Deja caer el paraguas a un costado y, con la lluvia dando en su cara, repite gritando:
—¡Aquí estoy!
Pasan algunos segundos. El viento y la lluvia se aplacan. Se hace un silencio completo salvo por el sonido de algunas gotas que siguen cayendo.
Ella mira hacia arriba, a través de los cables colgando. Baja la mirada al notar que la gata se aleja corriendo tan rápido como puede. Ve que las partes metálicas de su paraguas emiten un resplandor suave blanco-azulado. Un hormigueo recorre toda su piel. Se le erizan los pelos de la nuca. El aire comienza a zumbar y crepitar a su alrededor. Siente un súbito terror.
Miguel Hoyuelos