Vida de campo

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La abuela me pregunta quién soy, qué quiero, dónde la llevo. No es por maldad que no le contesto, pasa que tengo otros mil asuntos en la cabeza. Entonces la abuela se pianta y empieza a llorar. Que quiere volver a su pieza, que tiene miedo y que no quiere estar sola. Pongo mi cara frente a la suya y le digo, suavecito, que no está sola, que está conmigo, con su nieto Gustavo, que vamos a lo del doctor Soria y volvemos.

“Soy yo, abuelita”, le digo. Ella deja de llorar y su rostro resplandece. Es una niña, mi abuela.

“Gustavo —dice después—, vení dale un beso a tu abuela”. Arrimo la mejilla y ella me apoya sus labios finos, imperceptibles. Le siento un olor rancio que me abruma. Alguna vez mi hermana tendrá que hacerse cargo, pienso.

Vamos de la mano hasta el auto. Tardamos unos cinco minutos en hacer diez metros. En el trayecto me suena el celular. Atiendo y es Mara. Dice que me extraña, que no puede dormir y que escucha voces.

“Qué tipo de voces”, le pregunto.

“No sé —me contesta—: voces. Como si tuviera quince relatores de fútbol en la cabeza”.

No me gusta el fútbol, pero imagino gritos de gol. Que no, me corrige Mara, que no es como el grito de gol, sino como el relato del desarrollo de un partido. Un jugador que se la pasa a otro jugador que a su vez se la pasa a otro.

Acomodo el celular entre una oreja y un hombro, y ahora, con las manos libres, abro la puerta del acompañante. La abuela no sube. Está llorando, otra vez.

“Abuela qué pasa —le digo—, soy Gustavo”.

“Gustavo”, responde ella, estirando el nombre, que suena algo así como Gustaaaavooo. Sonríe y me aprieta la mano entre sus manos rugosas y ásperas. Le sonrío yo también y la subo, por fin, al auto.

Vuelvo al celular y Mara está diciendo que capaz se mude, que el antiguo dueño del departamento habrá sido futbolista, relator o alguien del ambiente.

Abro la puerta del auto y, cuando estoy por subir, veo al chico que viene corriendo hacia mí. Corre y me apunta con un arma. Algo como un revólver. Me quedo duro. Mara dice que se quiere mudar al campo. El chico me pone el caño del arma en la cabeza y Mara me dice que mucho mejor que escuchar el relato de un partido es escuchar el canto de los pájaros. Lo que dice el chico no lo entiendo. Habla mal y con urgencia. Miro de refilón adentro del auto y veo que la abuela llora otra vez. El chico me da un empujón y me hace caer en medio de la calle. Más bien me revuelca en el asfalto. Así y todo, puedo mantener el celular pegado a la oreja. El chico me apunta y me dice algo. Supongo que es una amenaza, pero la verdad es que no le entiendo nada. Nada de nada. Puede que sea porque estoy atento a Mara, que me dice ahora que sus únicos temores en el campo son la luz mala y el lobisón. El chico sube al auto, arranca y sale disparado.

“Mi abuela”, digo, medio en un susurro. Mara me pregunta entonces qué pasa con mi abuela, si mi abuela vivió alguna vez en el campo o qué.

Mariano Quirós
Mariano Quirós
(1979) nació en Resistencia, provincia del Chaco, Argentina. Es autor de las novelas Robles, Torrente, Río Negro, Tanto correr (Premio Francisco Casavella), No llores, hombre duro (Premio Festival Azabache; Memorial Silverio Cañada, Semana Negra de Gijón) y Una casa junto al Tragadero (Premio Tusquets 2017). Es autor además de los libros de cuentos La luz mala dentro de mí (Premio del Fondo Nacional de las Artes) y Campo del Cielo. Junto a Germán Parmetler y Pablo Black, publicó el libro de cuentos Cuatro perras noches, ilustrado por Luciano Acosta..

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