El milagro de Papá Noel

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Mi nombre es María Lourdes y aunque no reniego de la razón para alcanzar el conocimiento y la verdad, soy muy creyente. Lo llevo conmigo desde que tengo memoria; me gustan las Iglesias, las imágenes de los santos y las historias de epifanías y milagros. Todo esto lo puedo expresar con cierta claridad a partir de mi participación en un taller literario, para el que ahora escribo este texto.

La historia que pretendo narrar transcurre en la Navidad de 1985, cuando yo apenas tenía 5 años. El protagonista es Papá Noel, a quien por entonces yo consideraba un ser real, no un hombre de la familia o del barrio que se disfrazaba para sustentar la creencia de los más chicos. Un par de años después, tanto yo como mis primas hermanas y un primo algo lejano, supimos que ese Papá Noel que nos había traído tantos regalos y que había iluminado todo con su cabellera y su barba durante un largo rato tras un inoportuno corte de luz, no era más que un compañero de trabajo del tío Lucho.

Mamá me lo contó el día que empecé segundo grado. Dijo que como podía cruzar la calle sola, también podría enterarme de que Papá Noel y los Reyes Magos no existían. Cuando me lo contó, usó el mismo tono que había utilizado aquella vez –para mí habían pasado como cien años-, cuando me dijo que mi padre había muerto en un accidente. De él yo solo había visto una foto, en la que me sostenía recién nacida. 

Nunca dudé de lo que vi esa noche, ni se me cruzó por la cabeza que las cosas no habían sucedido como yo las guardé en mi memoria y las recordé durante todos estos años. Pero hace algunas semanas, revisando ese baúl que me legó el tío, apareció la duda. Lucho me había prometido que me dejaría sus fotos, la casita en Miramar y los libros que había atesorado durante toda su vida. De sus sobrinos, yo soy la única que lee o, al menos, disfruta de la literatura. Meses antes de que el tío muriera, me anoté en este taller literario. Y aquí estoy: intentando contar nuestra historia. 

Entre tantos libros, me llamaron la atención cinco ediciones distintas de la Santa Biblia. No es que el tío fuera ateo, pero tampoco era muy creyente que digamos. La que sí siempre fue muy de ir a misa y rezar rosarios era mi mamá, la hermana menor de Lucho. En principio, no se me ocurrió abrir las Biblias, hojearlas o buscar algo llamativo entre sus contenidos. Cuando lo hice, descubrí que en el interior de cuatro de esas supuestas Biblias se escondían otros libros o capítulos de ellos: Las venas abiertas de América Latina, de Eduardo Galeano; Mi amigo el che, de Ricardo Rojo; El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, de Federico Engels; y Operación Masacre, de Rodolfo Walsh. En la quinta Biblia, después del Evangelio de Marcos, aparecía la letra del tío y un texto de diez carillas, en el que resumía con precisión e implacable prosa la verdadera historia de mi padre.

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Entregué este texto a la coordinadora del taller, aclarando que faltaba el final. Ella me dijo que no estaba mal, pero que insinuaba más de lo que relataba. Y, principalmente, omitía contar cuál había sido el milagro. 

Esa devolución me hizo saber que iba bien, porque ahora me dedicaría a narrar el milagro, ese que ocurrió en la Navidad de 1985. En cuanto a insinuar más que a explicitar, realmente no me preocupaba.

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A los cinco años, la llegada de Papá Noel es lo más importante que puede ocurrir en tu vida. Un par de días después, sucede lo mismo con los Reyes Magos. En ambos casos, la experiencia se resume en que te ayuden a escribir cartas con pedidos de regalos, y a esperar que pasen los días para que lleguen esas dos noches maravillosas. 

En la del 24 de diciembre de 1985, se cortó la luz justo a las 12. Rápidamente, mamá y las tías encendieron velas, mientras todos hablaban de lo inoportuno de ese corte, que parecía no ser general, sino solo afectar a la cuadra donde vivíamos nosotros. Un minuto antes habíamos visto llegar a Papá Noel con una bolsa inmensa, de la que empezó a sacar paquetes que dejaba junto al árbol de Navidad. El tío Lucho lo seguía de cerca. Fue entonces que se cortó la luz. Solo veíamos la barba y el pelo de Papá Noel, que deslumbraban en la oscuridad. De pronto, dejé de ver ese reflejo blanco y me sentí arrastrada hacia el patio. 

Enseguida estuve afuera, lejos de todos, sola con Papá Noel. Y fue ahí donde se produjo el milagro. Porque Papá Noel se sacó la barba y el pelo durante unos segundos: Su cara, la que yo pude ver a centímetros de la mía, era la de mi padre, esa que tantas veces había visto en la foto que tenía en mi mesa de luz. Pero rápidamente encendieron las velas y Papá Noel volvió a ponerse el pelo y la barba, pasó nuevamente junto al arbolito de Navidad, saludó a todos y se fue. 

Ya no recuerdo los regalos que nos trajo –eran muchos y buenos- pero jamás pude olvidar esa sensación de felicidad, el momento del milagro, cuando vi la cara de mi papá en la de Papá Noel. 

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Cuando entregué esta segunda parte, la coordinadora del taller me preguntó si todo lo incluido en el cuento había sucedido realmente. Confirmé, entonces, que el texto seguía avanzando bien. Ah, también me preguntó si mi padre me había hablado durante el milagro. 

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Del manuscrito del tío Lucho, disimulado entre las páginas de una de las Biblias que me legara, pude extraer algunas revelaciones: En aquella Navidad, la de 1985, el tío había planificado todo con mi padre. Sí, la contratación de un Papá Noel –supuestamente sería un compañero de su trabajo-, el corte de luz y ese momento de intimidad para que yo quedara cara a cara con él. Esta fue una de las revelaciones. 

Fueron varias aunque la más relevante, sin duda, es la que me permitió saber quién fue realmente mi padre y, por supuesto, por qué mi madre lo daba por muerto. El tío no ahorró detalles en su texto. Yo voy a limitarme a decir que mi padre era sacerdote y el dueño original de, al menos, cuatro de las cinco Biblias que yo recibiera como herencia. 

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Entregué el cuento a la coordinadora del taller, segura de que ese era el mejor final. Me convenció, con paciencia y buenos argumentos, de que faltaba algo. Quizá algo sobre el presente, sobre la vida de ese cura que alguna vez eligió entre su vocación y una familia, y sobre por qué debió ocultar sus libros entre las tapas de las Biblias.

Le hice caso parcialmente, no sin dejarle bien en claro que para mí lo más importante de este cuento es lo del milagro, lo de ese momento único, inolvidable, en el que la cara de Papá Noel se transforma en la de mi papá, que estaba muerto.

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Y para que la coordinadora de mi taller literario no se enoje conmigo o piense que no tengo en cuenta sus opiniones, les cuento que mi padre dejó el sacerdocio hace algunos años, afortunadamente tiene redes sociales y, también, aceptó conocerme. Esta Navidad vamos a encontrarnos en Miramar, en la casita que el tío Lucho me dejó de herencia.

Martín Kobse

Martin Kobse
Martin Kobse
Nació en Chivilcoy, aunque vive en Mar del Plata desde niño. Es periodista y locutor; actualmente cursa un posgrado en Docencia Universitaria. Sus cuentos han sido publicados en antologías, diarios y revistas.

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