Para los marplatenses, las temporadas de verano no son propicias para tomarse vacaciones sino para trabajar más y aprovechar la actividad que genera el turismo. En mi caso, como mis padres eran periodistas y en verano los contrataban como corresponsales de distintos medios del interior, pasaba unas vacaciones al nivel de los turistas más privilegiados.
Evoco esto por dos motivos: Días atrás, revisando en la baulera de casa cajas que contienen recuerdos familiares, encontré una identificada con una etiqueta que dice Notas de verano. Pero además, en el inicio de esta temporada, fui a cenar a una parrilla en cuyas paredes había colgados retratos de actores de distintas épocas. Antes de irme, me detuve a observarlos. Fue en esa recorrida que identifiqué la foto en la que estaba yo con mi padre y Juan Carlos Calabró, junto a mis vecinos de la infancia, Zulema y José.
En aquéllos veranos, para nosotros los días comenzaban antes de las siete de la mañana y terminaban después de medianoche. Mamá cubría espectáculos y papá deportes. A primera hora, mis padres recibían las llamadas de las radios en las que contaban cuáles eran las obras de teatro más vistas o qué futbolista cambiaría de equipo antes del comienzo del campeonato oficial. Después del mediodía íbamos a distintos balnearios, para que entrevistaran a futbolistas, mi viejo, y a las estrellas del teatro, mi vieja.
Recuerdo una tarde que volvíamos de Punta Mogotes; no sé por qué motivo, Calabró le pidió a mis padres que lo llevaran hasta la casa que alquilaba en el barrio Los Troncos. Supongo que tendría algún compromiso antes de la función y querría dejarle el auto a su esposa, que nos había recibido muy cordialmente en la carpa que compartía con sus hijas. Pero a mitad de camino, antes de llegar a Juan B. Justo, Calabró empezó a sentirse descompuesto. Dijo, sin eufemismos, “necesito cagar”. Mi padre le pidió que aguantara y ante la mirada reprobatoria de mi madre, se dirigió a nuestra casa, adonde llegaríamos mucho antes que a Los Troncos.
Nunca olvidé cómo Calabró bajó del auto, corriendo, con rumbo equivocado. Porque el auto quedó estacionado frente a la casa de nuestros vecinos, Zulema y José, que sin duda eran admiradores de personajes como El contra o Johnny Tolengo. Ambos estaban tomando fresco en el porch cuando identificaron a quien había bajado de nuestro auto. Mi padre, que no perdía el humor ni en casos de apuro, alcanzó a gritar: “José, mirá quién vino”. Calabró les pidió pasar al baño, quizá pensando que esa era nuestra casa y que en vez de vecinos, Zulema y José eran parientes nuestros.
Durante la media hora que el actor estuvo en el baño, mis padres pudieron explicar la situación a nuestros vecinos que, lejos de sentirse incomodados, estaban exultantes por tener a esa figura en su casa. Cuando Calabró finalmente salió del baño, dijo “ya está” y aceptó que mamá le sacara una foto con nuestros vecinos, papá y yo.
Quizá fue ese mismo verano cuando le atajé un penal a Diego Maradona y participé de una película dirigida por Enrique Carreras. O, tal vez, haya sido al año siguiente, durante el verano que mis padres discutieron mucho y yo me sentía culpable por elegir acompañar a uno u otro. Porque tanto el teatro como el fútbol me atraían y no había partido u obra que no quisiera ver. Me atraían tanto que, antes de decidir dedicarme al periodismo, barajé como opciones ser actor o futbolista.
Para ser seleccionado entre los arqueros que enfrentarían al joven crack de Argentinos Juniors, superé varias pruebas de penales ante, supuestamente, exigentes ejecutantes. A la noche, como premio por haber atajado el penal pateado por Maradona, me llevé a casa una pelota autografiada por él. Para participar de la película de Carreras, superé un casting en el que deben haber probado a más de cien pibes de mi edad.
Cuando abrí la caja con las notas de verano que mis padres publicaron durante varias temporadas en distintos diarios del interior, busqué inicialmente y con mucho interés una entrevista que mi madre hizo, creo recordar, en el Hotel Provincial. Lo que he buscado, sin éxito, es saber quién era ese hombre con apariencia de sabio que me miraba mientras decía que si se observan con atención las actitudes básicas de un niño, puede predecirse cómo será de adulto. Mi madre le repreguntó si se refería a qué actividad tendría ese niño cuando creciera o a su comportamiento. El hombre contestó que una cosa estaba relacionada a la otra.
Sí encontré dos entrevistas que, al menos, ponen en duda mis méritos para enfrentar a Maradona en un penal y para ganarme un lugar como actor de cine. En una de ellas, mi padre entrevista al representante de una empresa multinacional que organizó la visita del futbolista del momento a Mar del Plata. En la otra, mamá entrevista a Enrique Carreras y la mayoría de las preguntas están relacionadas a su próxima película, esa en la que debuté y me despedí del cine. También logré confirmar que todo eso ocurrió en 1981; lo hice al ver la foto de Carlos Calvo convirtiendo un gol –un golazo, dice el epígrafe escrito por mi viejo- para el equipo de los galancitos. No olvidaré esa noche porque, como los actores enfrentaban a un equipo de ex futbolistas en el estadio que todavía no se llamaba Minella, sino Mundialista, pude ir tanto con mi madre como con mi padre. Que, por otro lado, después de dos meses de discutir y llevarse muy mal, aprovecharon para reconciliarse, sonreírse y conversar, conmigo haciéndome el distraído. En google, si uno busca ese gol, aparece el video, con su fecha exacta.
Mientras miraba la foto colgada en la pared de la parrilla, se me acercó un muchacho que dijo ser el dueño del lugar y el nieto de quienes flanqueaban al cómico. Y me contó que sus abuelos eran muy amigos de Calabró, que los visitaba cada vez que venía a Mar del Plata. Le pregunté si sabía quiénes eran el otro que aparecía en la foto y el niño. “Ni idea”, respondió. Conjeturó que sería otro cómico o un productor, y que el pibe sería el hijo de alguno de los dos.
Entre las notas de verano, tampoco pude encontrar la entrevista a Juan Carlos Calabró.