Las Fiestas. O sea, drama en puerta.
Yo no sé ustedes, pero en mi casa familiar, en la que me crié, cada evento popular (leáse Día de la Madre, cumpleaños, Pascuas y etcéteras) eran sinónimo de kilombo.
Por un lado, los que se amotinan. Bajo el lema “El que quiera venir que venga; yo de acá no me muevo”, el grupo de intransigentes extremos cierra filas y deja al resto pedaleando en el aire, iracundos por no haber cantado primeros.
Allá están los que se creen tan copados que suponen que su sola presencia nos honra, por lo tanto no aportan ni un turrón duro. Son los que comen como lima nueva, los que el resto del año se autoproclaman macrobióticos, pero que van de mesa en mesa por vía de excepción a sus principios. Este es mi tío Abel, salúdenlo. Tiene mucho mundo y un aire aristocrático, pero el cubierto se lo paga mi abuela con la mínima a pesar de ser ya flor de huevón. Apañado por las mujeres de la casa, goza de absoluta impunidad y hasta pareciera que al despedirlo debiéramos agradecerle su presencia. Esas cosas insólitas que se dan en la construcción de los vínculos, diría Rolón.
Esas dos que ven allá, sudando Charisma de Avon, son primas segundas: Adriana y Alicia. Vienen listas para irse al bailongo después de las doce y eso me mata de envidia a mis diez, doce años. Una se hizo el frissé en el pelo, yo no puedo creer que algo se vea tan lindo. Flequillo lacio para el costado y el resto repitiendo unas ondas idénticas, igual a Silvia Arazi, una que hacía una propaganda de vino.
Las chicas entran seguidas por su madre, Consuelo, haciendo malabares con las fuentes en las que se bambolean huevos rellenos para mi frustración y ensalada rusa compacta, en un bloque que no diferencia papa de zanahoria. La tía fue a la peluquería esta misma tarde y la forma de los ruleros se sostiene a fuerza de spray. Las señoras no quieren parecer pibas y aceptan lo que son con solvencia: señoras, aún teniendo poco más de cuarenta.
El tío Esteban baja del 504 hablando como si hubiéramos viajado juntos, y entra con una conversación ya empezada por él solo, con un interlocutor imaginario que se materializa en nosotros, sobre un tema de interés general. Consuelo lo mira con hartazgo, la cena no empezó y ya no lo aguanta. Pero se calla, como los cuarenta y pico de años que se lo bancó estoicamente. Me gusta que esté eĺla en la fiesta: es de las que lavan los platos, creo que fundamentalmente para asegurarse que no quedarse allí ninguna de sus fuentes (“Te encargo la fuente”, repite cada vez que alguien las toca).
Papá pone orgulloso sobre la mesa una pavita, la primera y última Navidad en la que se cocinó. Nos reímos de los pantaloncitos con flecos de papel plateado que tiene el ave en las patas, papá explica que así se sirve en los restoranes de categoría, nos reímos más todavía. Comeremos pavita los siguientes tres días, hartos.
Norita está ofendida; cree que Miguel Ángel se refiere a los “restoranes de categoría” para subrayar la diferencia entre su familia y la de él, pero disfraza este complejo poniendo cara de asco y diciendo que el pollo es mil veces más rico y que “no hay caso, para cocinar hay que saber”, después de que mi viejo estuvo seis horas transpirando junto al horno evitando que la pavita se secara. A mí me da pena y salto a defenderlo, está igualita a la del libro de Doña Petrona, le digo, y agrego un definitivo “Pavita a la York”, que le devuelve la sonrisa. Yo leo todo el tiempo y grabo en mi mente frases de todos lados, que uso en situaciones como esta, en la que orgullos maltrechos se esconden tras agresiones infantiles.
La perra se esconde bajo la mesa, asustada por los cohetes.
La ensalada de frutas y mamá que cruza a saludar a las vecinas a las que les sacamos el cuero el resto del año.
Los tíos doce y veinte levantan campamento. Consuelo se aferra a sus fuentes, sanas y salvas vuelven a su casa, misión cumplida. No ve la hora de que Esteban se duerma y, finalmente, se calle.
Vienen a buscar a las primas en un Renault 12 repleto y salen entre risas, escondiendo una botella de sidra en la cartera y dejando un silencio sordo al irse.
Quedamos solos en la mesa, papá y yo. Él me cuenta por enésima vez que mi mamá siempre prefirió hablar boludeces con las vecinas en lugar de estar con él y que no entendía que un matrimonio “se cons tru ye”, así, separando las sílabas, para que yo entienda mejor.
Le doy dos nueces y las esconde en un puño y da un golpe seco que las abre. Me las da y repite con otro par, las pone en fila sobre el mantel que trajo alguien de Paraguay en la época de Martínez de Hoz. Las luces del arbolito en su juego desquiciado me entristecen, no quiero saludar a las forras de las vecinas ni quiero escuchar las nostalgias de papá, que ahora arranca con que se arrepiente de no haberle dado más bola a su viejo, tiro por elevación para que a mí no me pase lo mismo que a él y el día de mañana, etcétera.
Le doy dos nueces más, a ver si cambia de tema. Paf, las rompe entre las manos y me las da. Una está enmohecida, con una especie de tela de araña que envuelve al fruto.
Esa no la comas que está podrida, me dice.
Se levanta cansado, aburrido, podrido como la nuez y se va a la cama.
Son ricas las nueces, pienso. Eso sí: háganme acordar, la Navidad que viene, de que compre un rompenueces.
Enriqueta Barrio