Todas las navidades de mi vida fueron memorables para bien o para mal. Incluso aquella en la que perdí el conocimiento en la playa y de la que no me acuerdo más que el miedo de no encontrar un taxi para volver a casa y despertar el veinticinco a la mañana confundida en mi cama. También la primera fue notable, aunque no puedo recordarla más que por alguna foto y los relatos de mis padres. No soy una persona supersticiosa ni particularmente adepta al psicoanálisis, pero creo que la culpa de todo la tienen ellos. Nací muy cerca de Navidad a mediados de los noventa y, como el barrio en el que lograron comprar un departamento para criarnos tenía la costumbre de hacer un pesebre viviente cada año, no tuvieron mejor idea que ofrecerme para representar al niño Jesús, en brazos de una joven María que en realidad se llamaba Cecilia y debía tener unos quince años. Sí, mi vida empezó así: travestida con menos de una semana en la Tierra, momento en el que la androginia es inevitable, lo admito. Quién sabe si a Jesús no le perforaron las orejas al nacer, algún anacronismo se nos podía escapar.
Cabe aclarar que no creo ni un poco en Dios. Tampoco demasiado en la astrología, pero siempre me pareció coherente que si un ser todopoderoso quisiera depositar a su engendro en la Tierra, este tenía que nacer bajo el signo de Capricornio. Y aunque yo fuera atea desde mi adolescencia y sagitariana desde mi nacimiento, en algún momento sentí que tenía cosas en común con mi primer personaje. No tengo recuerdos de la vida de mis padres juntos, como si fuera algo que no hubiera existido, como si ellos tampoco se hubieran unido para traerme al mundo que conocí con mi madre, y en el que mi padre reapareció de a poco años después.
Lo veía esporádicamente, sobre todo para compartir alguna de las dos fiestas de fin de año. En uno de esos encuentros festivos, a principios de los dos mil, fue cuando le tomé un terror indescriptible al sonido de las explosiones de petardos, fuegos artificiales, disparos y globos por igual. Aunque era apenas una niña, me contaron que en ese techo de nubes y chispas también había pólvora y balas perdidas, una de las cuales se había alojado en el pecho de mi primo, que no debía llegar a los diez años. Un par de Navidades atrás, él había entrado a su casa con la camisita chamuscada, convencido de haber sido quemado por algún chasquibum o cañita voladora. Meses más tarde, por síntomas confusos como dolores sin razón aparente y problemas para caminar, se darían cuenta de que esa cicatriz no había sido una simple quemadura, sino el camino de entrada de un proyectil que se alojó milagrosamente entre su corazón y uno de sus pulmones. Desde que lo supe, una angustia inmensa comenzó a presionarme el pecho cada vez que algo explotaba a mi alrededor o por encima mío, haciéndome llorar sin importar dónde ni con quién estuviera.
Ese veinticuatro de diciembre fue inolvidable. Me regalaron a Puflito, un oso de peluche de un marrón claro que no era el marrón claro de los osos de peluche que veía en las vidrieras engalanadas del centro. Tenía una boina y una bufanda en tonos que también rozaban el sepia, algo no muchas veces visto en mis cortos cinco o seis años de vida. Por eso era un osito francés que no era de Francia, pero fue el origen que le elegí. Y ese peluche de colores tan neutros fue mi pañuelo y mi escudo, al que me abracé llorando mientras los demás primos y vecinos jugaban con los cuetes que les permitían explotar a los menores, y que me protegió de las posibles balas perdidas de las que nadie había protegido a mi primo.
Todavía me pone la piel de gallina pensarlo aunque ya haya superado el pavor a ser otra víctima, esta vez fatal, de los descerebrados que pensaban que dispararle a la bóveda, reino de quien mandó a su hijo a nacer bajo el signo de la cabra hace miles de años, es una forma válida de celebrar. Sin embargo, la ligirofobia me acompañó el resto de mi vida. Tal vez sea por esa aversión a los estallidos — o porque la edad lo ameritaba — que en mi adolescencia tuve algún que otro acceso de rebeldía grinchiana. Que por qué tiran fuegos artificiales que lastiman gratuitamente a animales y personas con autismo, que para qué decorar, que la blanca navidad es una porquería yanqui y comercial, que qué sentido tiene comer tanta caloría cuando acá en diciembre las temperaturas no bajan de los veintialtos y encima hay pocas opciones vegetarianas en la mesa y los carnacas se las comen porque no piensan en la única que se preocupa por su huella ecológica, el calentamiento global y el maltrato animal. Qué noche de paz, ni noche de paz, quién lo juna a ese tal Dios, Jesús soy yo en pañales y con una tela blanca encima, durmiendo a la intemperie en los brazos de una vecina.
Así y todo, siempre disfruté del ritual de armar el arbolito con mis hermanos, al menos hasta que llegó el gato y tuvimos que cambiar la tradición con adornos que no pudiera derribar así como así. Nadie pensaría que una bola de pelos de setecientos gramos puede causar destrozos a un objeto que se guarda cuidadosamente durante todo el año en una caja, ocupando espacio en una baulera para adornar un rincón de la casa durante menos de un mes, pero lo hizo. Cortó los cables de las luces a mordiscos, se trepó hasta las ramas del medio tirando cada angelito, Papá Noel de felpa, bolita de plástico brillante, cascabel, cintita y estrellita que encontró en su camino, logró enredarse en la guirnalda plateada que subía hasta la punta y al saltar derrumbó el arbolito. Hasta el día de hoy es así: hay que tener cuidado con el gato, no vaya a ser cosa que por jugar con las bolas brillantes que le cuelgan al espécimen rígido y poco representativo de la zona termine rompiendo algo más importante, como los benditos paquetes envueltos que reposan debajo esperando a cumplir su sentencia al dar las 00:00 del veinticinco de diciembre.
Sin querer, una Navidad la pasé lejos de casa. Había decidido irme de viaje para festejar mi cumpleaños en las sierras de Córdoba con mi pareja de aquel entonces. Como fui marcada desde aquella joven interpretación, hubo un paro de la empresa de aerolíneas que afectó nuestros pasajes de regreso y nos obligó a pasar el natalicio de Jesús en un hotel del centro de Córdoba capital. Llegamos el mismo veinticuatro de Villa Carlos Paz, con una valija y dos mochilas, y creímos que era una buena idea caminar desde la terminal hasta el hotel en el que habíamos conseguido reservar una noche sin que nos arrancaran la cabeza. A esa altura del año, el clima cordobés era áspero hasta para respirar, por lo que la expectativa de llegar a la pileta prometida nos acompañó en la marcha. Pero también nos acompañó la mala suerte. A dos cuadras de la llegada, me vi sola de golpe en una calle desierta, cuando mi novio decidió salir corriendo tras el delincuente que le había llegado a agarrar el celular sin desacelerar ni un poco desde arriba de su moto. En vez de una refrescada en la pileta, lo que siguió fue llegar a la habitación para llamar a bloquear el teléfono, las billeteras virtuales y aplicaciones que pudieran contener información delicada. Una vez pasado el mal trago, incursionamos por el centro para almorzar y conseguir algo que pudiera representar una cena navideña. En el mismo bodegón donde aceptaron atendernos a pesar de haber llegado casi a las tres de la tarde, compramos una pizza y una sidra para llevar, que nos guardaron en la cocina del hotel.
Después de pasar el día como lagartos en la terraza de césped sintético y reposeras de plástico, leyendo de a ratos a la sombra y chapoteando cuando el aire caliente no daba tregua, tuvimos nuestra cena festiva en el único espacio exterior habilitado del hotel a la noche: un sucucho que más que patio interno parecía el final de un callejón sin salida. La ventaja era que, entre lo encerrado del hotel y lo deshabitado del barrio céntrico, casi no tuve que sufrir las explosiones pirotécnicas. Si bien el comedor estaba vacío, era de una tenebrosidad notable y antes de las doce ya estábamos en la habitación esperando que fuera la hora de saludar a familiares por teléfono e irnos a dormir para no perder el vuelo. En el avión, la tripulación usaba gorritos y vinchitas alusivas a la fecha, el saludo del piloto incluía bendiciones y hasta repartieron bastones de caramelo. Recuerdo también mi sorpresa al ver la Avenida Del Libertador totalmente desierta, tanto Palermo como Recoleta en un silencio de muerte, del cual solo nos rescataba un sol más amable y la charla de un taxista simpático.
Debe haber pocas Fiestas tan memorables como las que nos regaló la pandemia. No ser particularmente cercana a mis familiares hizo que la Navidad en cuarentena no fuera tan difícil. Aislada por haber presentado síntomas el veintitrés, saludé a mi abuela materna, tío y primos por videollamada con mamá, mientras disfrutábamos de una cena bien vestidas en nuestra propia terraza, antes de poner música en el quincho y bailar como si hubiéramos logrado algo más que no perder el olfato y el gusto, lo que nos habría arruinado la provoleta y los vegetales que tiramos a la parrilla. Me sentí ridícula pero aliviada de no tener que lidiar con los familiares de mi nuevo padrastro cuyas conversaciones deambulan en vuelos a hoteles all-inclusive, en frases de vive, ama, ríe para quienes la pasaron realmente mal y en preguntarse si era obligatorio regalarle algo a “la que limpia”. También, afortunada de tener esa madre María no virgen que me miraba con tanto amor como el gato a los adornos del arbolito y de tener esa familia chiquita que no se arrancaría los ojos por algunos bártulos y un departamento a cuatro cuadras del mar como había hecho el lado paterno al fallecer la matriarca.
No pasaron tantos años, es una imagen bastante fácil de traer a la mente, en parte gracias a Facebook. En aquel departamento, que fue también caja de Pandora, un veinticuatro a la noche se habían juntado tíos y primos, los de acá y los de lejos, alrededor de una mesa iluminada por foquitos tenues y algunas velas, en la que se hablaba en voz baja. En la habitación de al lado, separada apenas por una arcada y una puerta de vidrio, descansaba la abuela en su cama de hospital domiciliario, quizás con algo de morfina en sangre. La comida no la recuerdo, ni si había música de fondo, pero sí la pantomima de ponernos sombreritos rojos con un pompón blanco para sacarnos una foto unidos y sonrientes, brindando amuchados como el equipo que nunca fuimos. Pasa en muchas familias, ¿verdad? Después del retrato cosmético, el verdadero brindis: levantarse y pasar a la otra habitación para saludar con los ojos llenos de lágrimas, algunas más genuinas que otras, a la casi inconsciente abuela, darle la mano como tal vez nunca antes se la habían dado. Un recuerdo inalterable y permanente en pixeles, feliz para las redes sociales de la última vez que nos vimos todos las caras, ya que menos de cuarenta y ocho horas después la abuela fallecía y la fantasía se terminaba de derrumbar. Los hermanos sean divididos, como los bienes, los libros, los muebles, las cacerolas y los dólares de una venta inmobiliaria que tarda demasiado en resolverse y termina de quebrar los lazos fraternales. Le hubiera dicho “Nana, levantate y andá” solo para ahorrarnos el bochorno, pero temí que lo hiciera y se diera cuenta de que ella era lo único que nos había hecho parecer una familia. Por las dudas no asistí al velorio, mejor mantenerse alejada y evitar milagros indeseados, la Nana se merecía descansar.
Ese ya no es mi mundo ni me interesa. Con mi padre está todo bien lo vea o no, hace años respeta que pase las fiestas con amigos o con el lado materno. Ahora solo me importa decidir si va a pasar el veinticuatro a la noche con la nueva familia de mi madre o si en la casa de mis suegros, si quiero arriesgarme a poner decoraciones navideñas que mi hijo felino puede llegar a destrozar a pesar de ser un gato ya mayor. Sí, ahora decoraría, porque hace años que no puedo ser el Grinch. Y aunque sea sagitariana y no crea en Él, estoy segura de que Capricornio es su signo. Y aunque ahora en vez de pañales y una tela blanca use un traje de Papá Noel cada veinticuatro de diciembre a la noche, quién sabe qué me depararán mis treinta y tres años y sus navidades.
Guadalupe Carvani