El verano siguiente a la muerte de mamá, papá aceptó venir con nosotros a Villa Gesell. Habíamos alquilado una casa en la zona sur que tenía, además, una habitación independiente con baño propio. Le dijimos que estar con los nietos en la playa le haría bien, se distraería y volvería más bronceado.
—A mí la playa no me gusta mucho – nos dijo despacito, como no queriendo ofender.
—Te vas a dar una vuelta al centro, te tomás un Gancia en la avenida 3, ves gente –le contesté para animarlo. Y con una tristeza desganada dijo que sí.
La casa estaba a dos cuadras de la playa y tenía un jardín delantero con unos pinos enormes. Al lado vivía el dueño, al que todos llamaban el Austríaco. Nosotros nos íbamos a la playa a la mañana y papá partía para el centro. Volvíamos a almorzar y después de una siesta, otra vez a la playa mientras papá sacaba el mate al jardín y charlaba con el Austríaco. A la nochecita, si los chicos no se dormían temprano, íbamos a la peatonal a tomar un helado. En uno de esos paseos vimos el anuncio del show de René Lavand.
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Cuando éramos chicos, los domingos a la mañana mi hermano y yo corríamos a la cama grande para que papá nos contara cuentos. Todas las historias tenían que ver con su época de Tandil. Así lo decía, “mi época de Tandil”, y esa frase tenía para nosotros el mismo efecto que el “había una vez, en un lejano país”.
Nos habíamos mudado a Trenque Lauquen cuando yo tenía 2 años y mi hermano era apenas un bebé. Los chicos no recordábamos la ciudad, porque estaba lejos y no había plata para hacer tantos kilómetros.
Para nosotros, Tandil era un lugar hermoso con sierras que eran mucho mejor que las montañas porque no tenían nieve que moja y ensucia. Allí estaban los amigos de mi papá, a los que conocíamos como a nuestros compañeros de escuela: el gordo Pereyra, el petiso Zambrano, el negro Bagliani, Oscar Luna y Héctor Lavandera. Sabíamos que el gordo era muy malhumorado, el petiso se la pasaba haciendo bromas pesadas, el negro era grande como una torre y se reía con un vozarrón que se escuchaba a cinco leguas, a Héctor le faltaba una mano y Oscar tenía mucha plata pero era un gran tipo.
Papá nos contaba sus hazañas como comandante de las fuerzas del bien. Habían salvado al mundo de una invasión de hormigas gigantes que bajaban desde el Parque Independencia y de un ataque de extraterrestres que surgieron una madrugada del fondo del dique. También sabíamos del intento de volver a poner en su lugar la Piedra Movediza para fomentar el turismo, aunque después desistieron porque unos indios ancestrales se les aparecieron para revelarles que sus dioses tutelares querían que la piedra quedara tirada ahí no más, para tapar un agujero cósmico que se había abierto en la Tierra.
Todos habían tomado parte de esas aventuras con sus diversas armas, pero el que a mí más me gustaba era Héctor, el mago que salía en la televisión pero con otro nombre. Nosotros nos sentíamos orgullosos de saber que René Lavand no se llamaba así, que tenía un nombre secreto que sólo algunos, sus amigos más amigos, conocían. Papá podía imitar a la perfección la voz suave y profunda del prestidigitador cuando repetía “no se puede hacer más lento” y pasaba las cartas con la mano izquierda, pero también sabía cuándo y por qué se le había ocurrido a Héctor esa frase que terminó por ser la clave de sus espectáculos.
Una vez, para recaudar fondos para el Club Independiente, habían hecho una kermesse con tiro al blanco, ruleta sorpresa y bingo. El mago tenía una carpa especial para su show y había logrado identificar al que había establecido contacto con los extraterrestres con solo pedirle que eligiera una carta del mazo que le tendía. Para dar aviso de su hallazgo reiteró el pase y, ante el requerimiento prepotente del traidor, contestó “no, no se puede hacer más lento”. El comando de las fuerzas del bien redujo al infiltrado sin que se enterara el resto del público.
Después el mago se hizo famoso. En el living de la casa de Trenque Lauquen lo veíamos en los programas de los sábados a la tarde y el lunes les contaba a mis compañeros que ese señor era amigo de mi padre. Me hipnotizaban los relatos en los que se encontraba con el gran Fu Man Chú o con el tahúr Cumanés en los casinos de Las Vegas y Acapulco, aunque me daba bronca que nunca dijera nada de la época de Tandil. De todos modos, papá nos había asegurado que no se debían revelar secretos de guerra.
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Yo no me podía aguantar el entusiasmo. Les mostré a mis hijos el afiche, les conté que era un mago que había dado la vuelta al mundo y era amigo del abuelo.
—Contales, contales, papá. Contales de la guerra de las hormigas y la invasión extraterrestre. Y saquemos las entradas ya, antes de que se agoten.
—Yo me quedo con los chicos, vayan ustedes –aportó mi marido.
Y sin que papá dijera una palabra fui a la boletería.
—Son carísimas, nena. Dejá.
—Pero es tu amigo. Tenés que ir, charlar con él. ¿Cuánto hace que no lo ves?
Compré un mazo de baraja francesa y me pasé los días que faltaban para el show pasando las cartas y repitiendo “no se puede hacer más lento”. Tomé a mi cargo la exhumación de los cuentos sobre cómo el abuelo y sus amigos habían logrado tapar el agujero cósmico por el que se querían colar los extraterrestres invasores.
El día de la función mi hijo menor amaneció con fiebre y dolor de oídos. Lo llevé a la guardia y me dieron unas gotas que tardaron mucho en hacerle efecto. El nene sólo se calmaba si yo lo llevaba en brazos y no quería saber nada de jugar ni mirar dibujitos.
—Andá vos al teatro – le dije a mi marido.
—Me embolan los magos – me confesó, pero el nene volvió a gritar “quiero mamá, quiero mamá”.
—Papá no va a ir solo, vos viste cómo está. Acompañalo y después se toman unas cervezas por ahí.
Cenamos temprano para que alcanzaran a llegar a tiempo al teatro. Casi no pudimos hablar porque los chicos estaban insoportables. Los llevé a la cama a contarles cuentos y le hice señas a mi marido para que se fueran disimuladamente. Me desperté como a la 1 de la mañana toda encogida y muerta de frío. Me fui a mi cama y me dormí tan profundo que no alcancé a escucharlos cuando volvieron.
A la mañana me desperté entusiasmada esperando que viniera papá a tomar mate conmigo en el parquecito y me contara las novedades. Estuve sola bajo los pinos un rato largo: nadie amanecía en la casa. Pasó el Austríaco con una bolsa del súper. Pasaron tres mujeres corriendo. Pasaron dos viejos con sillitas rumbo a la playa. Pasó el camioncito de reparto de bidones de agua. Pasó el churrero. Pasó un hombre en una bicicleta arrastrando un carrito en el que llevaba una cortadora de césped. Pasó una chica con un perro diminuto atado a una correa larguísima.
Papá apareció justo después de que el nene más chico viniera arrastrando los pies descalzos a decirme que se había hecho pis en la cama. Mientras le sacaba el pijama mojado y le preparaba una chocolatada le pregunté por el show, por René Lavand, por el reencuentro.
—Lindo –dijo, extrañamente parco.
En ese momento comenzó el ajetreo del desayuno, con los malhumores de la amanecida. Papá se ofreció a ir hasta la panadería a buscar bizcochitos salados y yo me perdí en los arreglos de las camas y los preparativos para la playa, mientras mi marido armaba unas tartas para tener listas al mediodía. Los chicos gritaban que se hacía tarde y que nos iban a ocupar el lugar de siempre en la arena. Papá volvió con los bizcochitos, se puso el short y se llevó los nenes a la playa.
—Ni lo miró –me dijo mi marido en cuanto desaparecieron detrás del cartel del almacén Don Alfonso – Lo esperamos en el hall del teatro con cuatro viejas que querían pedirle autógrafos. No había mucha gente, todos de la edad de tu padre. Y salió el tipo. Con piloto y sombrero ¿podés creer? Y tu papá ahí, paradito, me daba una cosa. Les firmó unos papelitos a las viejas y cuando nos vio, apenas le dijo “hola, vasco” y siguió de largo. Terminamos en un bar y nos tomamos como diez whiskies.
— ¿Desde cuándo tomás whisky vos? –le pregunté con un enojo que no me aguantaba en el cuerpo – Tenés olor a resaca en el pelo. Bañate.
Me fui a cambiar, metí las toallas en el bolso hechas un bollo. Cuando armé el equipo de mate, se me derramó toda la yerba en el piso. Al tratar de juntar todo, volteé un vaso con el mango de la escoba y me hice un corte en el pie. Fui hasta el baño a buscar una curita, saltando en una sola pata. Llorando porque me ardía, me enojé conmigo misma. Sentada en el inodoro alcancé a escuchar que mi marido mascullaba:
—Manco de mierda.
Y empezó a putear porque se quemó al sacar la tartera del horno.
Gabriela Urrutibehety