El líder del proletariado

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La trama de los sucesos que siguieron en Rusia a la Revolución de Octubre de 1917 ha llegado hasta nuestros días algo deshilachada por el vaivén político del siglo transcurrido. Pero a nadie escapa que la epopeya leninista se nutrió de hombres y de circunstancias inhallables más allá de los límites del alma eslava, plena de desmesura y profundidad.

Ahora que el Octubre Rojo se va cubriendo con el verdín de lo pretérito, muchos de sus personajes se nos presentan envueltos en un aura tragicómica; y de entre ellos ninguno con ribetes tan propiamente rusos como Mikhail Yakovlev, el verdadero sucesor de Lenin al frente de la convulsionada tierra de los soviets.

Mikhail Alexandrovich Yakovlev (1880-1971), ucraniano de Kiev, era a la fecha de la muerte del Fundador su mano derecha, su voz y su voluntad. Nada parecía entonces interponerse entre el todavía joven bolchevique y el poder supremo; y a decir verdad, a nadie entre los integrantes del entorno de Lenin se le pasaba por la cabeza discutir la sucesión. El propio Vladimir Ilich había hablado claro en sus últimos días entre los mortales: Mikhail Yakovlev sería el Secretario General del Partido Comunista, Jefe de Estado y retendría también el cargo de Primer Ministro. Es decir, todo el poder iría a sus manos.

El aciago día del tránsito de Lenin al olimpo sin dios, fue Yakovlev el último en entibiar su mano yerta y el primero en derramar sinceras y abundantes lágrimas frente al gran cadáver. Personalmente dio la noticia a Krupkaia, la endurecida viuda; y se ocupó también de radiar a todos los confines de Rusia la infausta nueva. Rodeado de los demás jerarcas hacía y deshacía al comando del gigante huérfano, que amanecía anoticián¬dose, alelado, de la desaparición del jefe revolucionario.

Fenecido el período de llanto y luto por la muerte del líder venerado, los grandes de la cúpula comunista se reunieron en secreto y consagraron a Yakovlev, tal lo decidido, como nuevo timonel de la Gran Nave Roja. El 2 de abril de 1924 cerca de la medianoche los proletarios del mundo tenían un nuevo conductor, aunque aún no lo sabían; es que en esos tiempos las comunicaciones eran un tanto dificultosas y la información fluía lenta desde el Kremlin, dosificada por la ineficacia del ya agobiante aparato burocrático del Soviet.

Entonces sucedió lo inesperado.

Minutos antes de comenzar la primera reunión del Comité Central que encabezaría Mikhail Yakovlev, éste, que conversaba con los demás, se excusó y entró al baño. Tras aguardarlo durante más de media hora, los miembros del órgano supremo del Partido comisionaron al camarada Kamenev para que urgiera respetuosamente al nuevo líder.

—Camarada Mikhail Alexandrovich, os aguardamos para comenzar; dáos prisa.

—Es que… verá usted, camarada Lev Borisovich: creo que se ha trabado la cerradura de la puerta. No puedo salir de aquí. Pida usted ayuda, por favor.

Kamenev llamó prestamente a los otros, y entre todos intentaron destrabar el herraje remiso. Allí trajinaban Zinoviev, Trotsky, Stalin, Beria, Kirov y los demás en procura de liberar de su encierro al jefe.

Una hora más tarde el inconveniente ya era un asunto de Estado. Fracasados todos los intentos había sido convocado el camarada mayordomo del Kremlin para que a su vez trajese al camarada cerrajero. Pero el honesto comunista se excusó tajantemente.

—Lo lamento, camaradas; pero la carpintería y las cerraduras del Palacio dependen en exclusividad del Congreso de los Soviets; únicamente ese organismo puede dar la orden de destrabarla.

Se convocó urgentemente al Congreso, sólo para concluir, luego de horas de deliberaciones, que en realidad aquella cerradura dependía taxativamente del Consejo de Comisarios del Pueblo. Éste fue puesto en alerta máxima y constituido al instante su presidente.

—Cómo no, camaradas, cómo no; en unos momentos reuniré a los camaradas Comisarios y se ordenará la apertura de esa inoportuna cerradura. Necesito, para ello, clarísimo está, la firma del Secretario General del Partido.

—Es que el Secretario General, camarada, es quien está encerrado en ese excusado…

—Lo lamento. Ya lo dijo el Gran Hombre que Hoy No Está: eludir los mecanismos del Partido es traicionar la causa proletaria. No serán ustedes…

—¡Oh, no, no, de ninguna manera! Bien, camarada, vaya usted en paz; nosotros estudiaremos la mejor forma de liberar a Mikhail Alexandrovich sin traicionar por ello la incorruptible causa comunista.

Se sucedieron entonces las reuniones y los conciliábulos. Los mejores juristas del mundo rojo fueron convocados para hallar una solución que pusiera fin al encierro de Yakovlev. Y nada. Sin su propia firma, no había cerrajero autorizado para abrir la puerta sin injuriar los afanes de Lenin.

—Pasémosle al camarada el decreto a firmar por debajo de la puerta— propuso León Trotsky, que era hombre práctico; mas fue inútil, porque Yakovlev no había llevado su pluma al retrete.

Luego de ensayar todas las posibilidades legales y no sin noches enteras de cabildeos, aquellos atribulados jerarcas se vieron en la obligación de tomar de una vez por todas una decisión y comunicársela al líder, que a esa altura de los acontecimientos se alimentaba de delgadas láminas de hojaldre que le eran allegadas por debajo de la puerta empacada.

—Camarada Yakovlev —comenzó Stalin tras golpear respetuosamente la puerta; —las cosas están mal. Muy mal. Todavía no encontramos, en la sabia y prudente normativa con que nos bendijo el camarada Lenin, resquicio alguno que nos autorice a sacarlo de allí. El Comité Central en pleno, y hablo en su nombre, ha debido tomar la decisión de que uno de nosotros asuma provisionalmente el poder hasta tanto usted, camarada, pueda abandonar el baño. Por supuesto, gobernaremos en su nombre y seguiremos al pie de la letra sus directivas, tal como lo ordenara Vladimir Ilich en su legado.

—Sea. Los asuntos del Soviet y los intereses del proletariado del mundo no pueden esperar —oyeron decir a Yakovlev. Se hizo un respetuoso silencio y los camaradas se desconcentraron, cabizbajos, perdiéndose por los pasillos del Kremlin.

Sin demasiada oposición, salvo la de Trotzky, el georgiano Stalin se hizo de inmediato del poder provisorio. Gobernó durante treinta años a la Unión Soviética pero, aunque fuera del grupo dirigente nadie lo supiera, las decisiones se tomaban frente a la puerta del baño donde Yakovlev envejecía.

—Camarada Mikhail Alexandrovich, aquí estamos todos —saludaba Stalin en nombre de los demás, que disponían sus sillas en círculo frente a la puerta del retrete. —¿Cómo ha amanecido usted?

—Me he bañado y cepillado mis dientes, y ahora cortaba mis uñas, como siempre; ¿hay novedades del trámite que me sacará de aquí adentro? —inquiría, por lo general, Yakovlev.

—Verá, camarada, hemos progresado bastante: se ha reunido el Soviet Supremo, que decidió convocar al Comité Central para que a su vez oficie al Congreso del Partido, que se encargará en los próximos meses de consensuar con los soviets regionales una directiva para el próximo Plenario, que tendrá lugar en 1931; vamos bien…

—Veo que sí… soy optimista…

—¿Qué tal su hojaldre de anoche, camarada Secretario General?

—Superior, camarada Stalin; exquisito, como todo hojaldre proveniente de manos proletarias…

—Bien, camarada Secretario General; a lo nuestro.

A través de la puerta del baño, Yakovlev discutía con sus hombres los graves asuntos del estado soviético, desde la colectivización del agro hasta la marcha del reclutamiento.

Tal estado de cosas se mantuvo a lo largo de los años, aunque sufrió algunos cambios. Kamenev, Zinoviev, Kirov, Trotzky y unos cuantos más cayeron bajo las sistemáticas purgas de Stalin; algunos fueron ejecutados y otros debieron huir. Su ubicación frente a la puerta que lucía el cartel de «Caballeros» fue ocupada luego por Khruschev, Malenkov, Beria, Kaganovich, Molotov; pero Stalin, fiel al testamento político de Lenin, continuó gobernando, siempre,  basado ciegamente en el pensamiento y palabra de Yakovlev. Entre los que asistían diariamente con unción a recibir las indicaciones del líder emparedado, ya eran mayoría quienes no lo conocían personalmente; pero el heredero del Fundador Rojo seguía decidiendo desde el retrete.

Cada vez inquiría menos por la antes ansiada solución administrativa para su encierro, que en 1951 ya había consumido la mayor parte de su existencia. Sin embargo, su afán administrador no decrecía y todos se maravillaban ante ese espíritu reformador e imaginativo que, desde su paisaje de sanitarios, disponía tanto sobre los trigales de Ucrania como acerca del duro pasar de la guerra.

Mañana tras mañana aquellos helados jerarcas, capaces de enviar a la muerte a cualquiera sin dudarlo un instante, llegaban ante la puerta negra portando cada uno la mejor lámina de hojaldre que hubiera sido dable conseguir, para agradar al jefe y destacar de entre los otros. Hoy Malenkov traía, esperanzado, una rubia hoja de masa fina de almendras proveniente del Báltico; pero Khruschev, sabiéndose ganador por anticipado, introducía por el intersticio bajo la puerta el delgado manjar hojaldrado traído secretamente del Turkestán, que Mikhail Alexandrovich alabaría sin reparos. Así iban formándose bandos y camarillas; la aparición de algún hojaldre insuperable provocaba envidia y temor en los menos favorecidos y, tarde o temprano, algo sucedía.

—Los hojaldres del camarada Beria me están sabiendo, desde hace algún tiempo, húmedos y poco gustosos —se escuchaba un día, por fin, allende la puerta del retrete. ¡Había que ver entonces la expresión del aludido, su palidez premonitoria que anunciaba el final! Abatido, despojado de todo su poder sobre vida y muerte, el derrotado buscaba sin suerte solidaridad y comprensión entre aquellos mismos que, horas después y sin intervención alguna del jefe supremo, le harían pagar cara su desgracia.

Mañana ya no estaría allí, ni en ninguna otra parte.

Después de la muerte de Stalin, sus sucesores Nikita Khruschev y Leonid Brehznev consultaban también diariamente a Mikhail Yakovlev instalándose cotidianamente frente a la negra puerta del baño. Algunas de sus decisiones podían parecer ahora un tanto inadecuadas, teniendo en cuenta que debía decidir sobre sputniks y misiles sin haber visto jamás un aeroplano. Su elocuencia seguía siendo grande y elevadas sus ideas, aunque solía echar mano con demasiada frecuencia a ejemplos y parábolas en los que abundaban el papel higiénico, el grifo de agua caliente y las toallas de mano.

El 21 de marzo de 1971 el recluso no recibió su hojaldre cuando le fue pasado. En junio, había cesado todo contacto exterior con Mikhail Alexandrovich Yakovlev, Secretario General del Partido, Jefe de Estado y Primer Ministro de la Unión Soviética. El hombre que lidió con Hitler, Roosevelt, Kennedy y Mao, el titán que sobrevivió a Stalin y a Pío XII, el visionario que envió a Yuri Gagarin al espacio y que dominó a media Europa, nunca volvió a cantar en la ducha.

Por sobre la pequeña placa de bronce con la palabra «Caballeros» escrita en caracteres cirílicos fue colocada, el primero de mayo de 1972, una estrella roja esmaltada sobre un fondo de oro macizo, bajo la que se lee «Ocupado por toda la Eternidad». Ocho guardias del Ejército Rojo con uniforme de gran gala custodiaron desde entonces el retrete devenido mausoleo, siempre ornado con monumentales coronas fúnebres dispuestas por el Politburó.

Aún hoy, cuando el gigante soviético ya es historia, los pueblos que formaron parte del imperio del Este desconocen por completo la existencia de Mikhail Alexandrovich Yakovlev. Algunos pocos privilegiados que sobrevivieron a setenta años de intrigas y purgas han intentado contar la verdad; pero se los ha acusado de chochear o, lo que en la actualidad es mucho peor, de ser comunistas. Habiendo pasado la paquidérmica burocracia rusa indemne a través de todos los cataclismos, nadie ha conseguido tampoco finalizar el trámite que permitiría al cerrajero del Kremlin hacer su trabajo en la cerradura del baño. Allí seguirán, pues, la estrella roja, las coronas monumentales y los guardias de un ejército que ya no existe, custodiando la memoria del líder más poderoso de la historia.

Nadie reemplazará al sucesor de Lenin en el sitio que ocupa en lo más profundo del alma eslava, aún sin que ésta haya podido anoticiarse nunca de ello.

Jorge Freijo
Jorge Freijo
Nació en 1950 en Mar del Plata. Es diseñador gráfico, libretista y redactor publicitario. Bajo el seudónimo de Valerio Zulueta, ha publicado cuentos y crónicas en diversos periódicos y revistas.

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