Tango del viudo

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“Ella me ha pedido un sacrificio”, pensó Gutiérrez muchas veces, mientras preparaba sus valijas, durante toda la tarde; después hizo fuego en el patio y ahí quemó todo lo que fue descartando en su revisión, papeles viejos y viejas cartas, manuscritos que lo avergonzaban al ser releídos, poemas, artículos. Al fin los cajones de los muebles fueron quedando vacíos, con una capa de tierra en el fondo, semiabiertos, y en el piso de las habitaciones aparecieron señales de aquel desmantelamiento, como si la casa hubiera estado abandonada mucho tiempo, a partir de un gran desorden. Gutiérrez cumplió con todos los requisitos ni triste ni alegre: cumplió con ellos simplemente, con un aire de preocupación que en realidad casi no se relacionaba con todo aquello y bajo cuyo peso él caminaba de una habitación a otra llevando camisas y libros, potes de crema de afeitar y peines, sábanas y reproducciones de Modigliani, de Picasso y de Klee enmarcadas según el nuevo estilo, con mucho blanco entre los bordes del cuadro y las varillas del marco, los vidrios cagados por las moscas. A veces se detenía con alguno de aquellos objetos y lo observaba cuidadosamente como si en él existiera algo que él hubiera olvidado por mucho tiempo y su contacto se lo recordara.

La hoguera se encendió en el crepúsculo; el cielo estaba quieto y opaco, estirado y liso sobre los árboles sin fronda, aunque a veces uno de sus rincones emitía un rápido destello, tan nítido ante la contemplación de Gutiérrez que él se atrevió a pensar que durante aquellos leves resplandores la tierra se detenía y su atención giraba sobre sí misma, regresando de donde estuviera para aplicarse enteramente a contemplarlos. “Visión de poeta”, se dijo con una delectación atrevida. El fuego iluminaba su rostro desde abajo hacia arriba, de modo que llenaba de sombras los agujeros de sus ojos; la frente y la cima de la cabeza se diluían ante aquella poderosa iluminación que resaltaba el resto del cráneo.

Los primeros papeles que nutrieron el fuego fueron las cartas no personales, los recibos de librerías, las facturas, los papeles que contenían manuscritos incompletos, las revistas y diarios que no contenían nada de lo que él consideraba histórico. Después vinieron los poemas que ya no le interesaban: había escrito mucho, y los arrojaba uno por uno al fuego. Las llamas, veloces y oleaginosas, de un brillante matiz anaranjado, absorbían sin pérdida de tiempo aquellas hojas de papel restándoles significación, convirtiéndolas como bajo el inexorable obrar de un mecanismo destructor, en simples y frágiles cosas que no admitían diferenciación. Gutiérrez no estaba preocupado por eso. No es que hubiera dispuesto abandonar la literatura; al contrario. Quería, en lo que a su ejercicio personal se refería, deslindar sus impurezas, terminar con aquellos borradores que ahora no servían para nada, olvidar la técnica. Les echaba una mirada rápida y los iba dejando caer entre las llamas; con uno vaciló, se detuvo. Leyó y lo arrojó al fuego.

¿Has olvidado de llorar cuando

de pie en la dársena quieto en la niebla

viste ceder la nave ante el horizonte del mar?

Las jarcias no verán nunca este puerto

no habrá otro instante para tu tristeza.

Después llegó la noche. Las primeras estrellas aparecieron de súbito y fue necesario que él alzara la cabeza para advertir que ya no era de tarde. Hacía un poco más de frío y lo notó al separarse del fuego que ya no era más que un montoncito de negra ceniza con algunas chispas rojas que él veía como si se tratara de una ciudad iluminada en el fondo de un valle. En el dormitorio se echó un saco sobre los hombros y se detuvo de pronto mirando la cama que estaba con el colchón doblado en dos dejando ver la mitad del elástico. “La mayor parte de nuestra vida en común ha transcurrido ahí”, pensó. “No habrá otro instante para nosotros.” Como en un sueño oyó risas de polvo, voces de ceniza creciendo en el aire; proyectos, revelaciones, leves antagonismos. “Es muy distinto lo que pretendíamos uno y el otro; casi me atrevería a afirmar que era yo el engañado, no su marido. El desprecio que sentía por él era mucho más poderoso como vínculo que la calentura que pudo haberse agarrado conmigo.” Proyectos, revelaciones. Gutiérrez se acercó un poco más a la cama irguiendo y haciendo girar un poco la cabeza hacia un costado como si tratara de oír algo, como si todo lo que había sido permaneciera todavía ahí y él pudiera ir deslindando sucesivamente todos los momentos, aquel tiempo dividido en movimientos, en palabras, en exclamaciones, en actos sexuales. Ahí debía estar la mayor parte de lo que habían sido. “No ha quedado nada, no hemos dejado señal de nada vivo.” El polvo de aquellas voces enrarecía el aire, lo saturaba con una consistencia de cosa vieja, pútrida. Afuera, la no-che se enfriaba gradualmente, como un cadáver. También Gutiérrez sentía frío: se acomodó con distracción el saco sobre los hombros y tuvo una especie de temblor liso y llano. “¿Es que no puede haber de mi parte un interés extrapersonal respecto de mi pasado, de lo que yo he sido? Nunca hubo amor. ¿Amor? Vamos, Gutiérrez.”

Fue al restaurante de siempre, se sentó en la mesa de siempre, lo atendió el mozo de siempre. Era un hombre bajo, delgado, morocho, serio. Tenía el doble de la edad de Gutiérrez. Nunca habían hablado más de lo necesario, uno para pedir la comida, el otro para informar acerca de la variedad de los platos. Hoy no se modificaron sus relaciones. Comió con aquella abstraída minuciosidad con que siempre lo hacía, encorvado sobre el plato, bebiendo un trago de vino de vez en cuando. Una vez alzó la copa, la llevó a los labios y en la mitad de un sorbo quedó como congelado, seco; abrió los ojos y miró fijamente el vacío. “Recién ahora estoy comenzando a experimentar la sensación de que he sido traicionado”, pensó. No pudo volver a pensar en él, ni en ella; pensaba en ellos, el marido y la mujer como fundidos en uno solo, solidarios en un mismo orden de vida, aliados incesantes para la preservación de ese orden; toda transgresión era un medio para fortificarlo, para infundirle nueva vida y hacerlo resaltar por el contraste. “Ella necesitaba de mí para volver a lo suyo, la piedra en me-dio del charco que se pisa agradecidamente para llegar a la otra orilla.” Fumó dos cigarrillos después de comer antes de retirarse del restaurante.

Afuera lo aguardaba la noche. “Le escribiré una larga carta. Les haré ver que soy menos imbécil de lo que ellos se han pensado.”

“¿Te ha escrito ese hombre?”

“Sí. Me ha escrito. Nos ha escrito a los dos. No le entiendo.”

El marido toma la carta con ese gesto que Gutiérrez adivina característico en los de su clase, una seriedad intelectual y un desprecio previo, mezclados con un verdadero afán de ser equitativos, y lo ve leer: “El mal, el pecado, están en esa seguridad y en ese orden que ustedes necesitan. Dentro de cinco años usted entregará a su mujer a otro amante para desagotarla de malos pensamientos”. Ve dar un respingo al marido y a ella alzar la cabeza en un gesto de indignación.

Se dejó conducir por la imaginación, pasivo, estúpido, como quien se deja llenar una y otra vez la copa y no piensa que puedan intentar emborra-charlo de mala fe. Estaba ebrio de imaginarse que sentaría un precedente. “Estúpido, estúpido. La oportunidad estaba en tu acto, no en la idea que después hayas podido formarte de él; esa carta será como purgarte después de haber comido demasiado; el pecado de tu gula persistirá y no hay manera de darlo vuelta.” La idea de la carta estaba desechada. Arriba, en el cielo, las estrellas parecían trocitos de hielo incrustados en alquitrán helado; los árboles, sin fronda, eran complicados esqueletos cernidos sobre su desvalida cabeza.

Volvió a su casa. Al encender la luz vio las valijas. “Todavía no me iré.” Un solo pensamiento, una sola iluminación había cambiado todo el pano-rama, con el mismo poder con que una luz que se enciende modifica totalmente una habitación a oscuras. Ahora podía ver los objetos con toda claridad, con una exactitud matemática. Incluso pensó por un momento que él lo había sabido todo desde un principio. Se desabotonó el cuello de la camisa y se aflojó el nudo de la corbata. En algún cajón todavía quedaba una botella. Miró su reloj: eran las once. “Estoy solo”, pensó. Bebió un largo trago de ginebra como quien se arroja a un precipicio, como el niño que se decide por fin a mirar la imagen de Drácula en la pantalla. Fue hasta la cama, desdobló el colchón y se sentó sobre él, apoyándose sobre los barrotes del respaldo. Le pareció despertar de un sueño, y después quedar dormido, y después despertar nuevamente. En cada uno de aquellos entresueños, el marido y la mujer reaparecían en imágenes difumadas que los presentaban en gestos de ambigua seriedad o escandalizada indignación. A las doce (mucho tiempo después recordaba aquella noche y no podía saber si eran las doce, o la una, o las dos) había terminado la botella; sus grandes ojos agudos, sombríos, ahora eran blancos y vidriosos, delgados, como si sólo fueran una pátina barnizada y detrás de la superficie hubiera un hueco. “Grandísimos hijos de puta”, pensó, y mientras lo pensaba se levantó, saltando de la cama. Quedó milagrosamente de pie y se balanceaba hacia atrás y hacia adelante. “Grandísima puta.” Caminó unos pasos y estiró un brazo apoyándose en la pared, como un personaje de tragedia que sostiene físicamente el peso de su sufrimiento. “Vamos –se dijo– confesate de que toda la cuestión es porque ella no va a estar más en esa cama.” Movió la cabeza.

–No –dijo, mirando al vacío, con un gesto de obstinación entre consternado y dulce.

Apoyado contra la pared, cerró los ojos. A duras penas se friccionó la frente con la palma de la mano. La sintió tibia y pegajosa, como si hubiera estado manoseando mermelada y no hubiera podido evitar que un ligero re-sabio de su consistencia quedara adherido a ella. “¿Se te puede pedir un poco de objetividad? Bueno. ¿Tenés el saco puesto? ¿La corbata? Bueno. ¿Estás dispuesto a simplificar todo el asunto? Ya veremos.”

Dejó todas las luces encendidas, pero tuvo especial cuidado al cerrar la puerta de calle. Se irguió tanto como pudo. “Nada de hacer macanas; es mejor que vuelvas a tu casa, estás a tiempo todavía.”

Pero no regresó. Al otro día, a las seis de la tarde, limpio, afeitado, sereno, mirando la lluvia a través de la ventanilla del ómnibus en el que se iba a Buenos Aires, casi sonreía tratando de recordar, con una vaga satisfacción por todo lo que había ocurrido, aunque no podía establecer coherentemente el orden de los acontecimientos. De vez en cuando el paisaje le ofrecía un rancho gris, un árbol húmedo, un alambre estirado y brillante, una gruesa gota rompiéndose contra el cristal y él, más adelante, asociaría el recuerdo de aquel rancho con el recuerdo de un rostro pintarrajeado con un diente de menos, aquel árbol con extrañas sensaciones estomacales, con jadeos y vómitos, aquella gruesa gota acerada y transparente con un acto sexual oscuro y asqueante que él había realizado con odio y sin convicción, como si de pie frente a la cama hubiera estado contemplándose jadear sobre ella, aquel alambre de pronto esplendoroso con un charco de agua en una calle de las afueras. Y algunas cosas más con otras cosas: la nuca de un pasajero en el asiento delantero, rapada y espesa, con el gusto espeso y terroso del agua de aquel charco, y sus propias manos limpias y blancas sobre su falda, saltando a cada salto del ómnibus y temblando a cada temblor, con una risa ordinaria de mujer y una voz de hombre diciendo: “Dejalo; mañana lo va a encontrar algún alma buena; es un fifí”. Y eso era todo, o casi todo.

No se había demostrado nada, no había logrado probarse ninguna cosa. Estaba tal vez mucho más confuso que antes; “descendí, por una noche, hasta donde nunca me creí capaz de descender. ¿Y qué? ¿Lo saben ellos?” La lluvia se hizo más intensa. En el asiento de al lado, un hombre leía con mucha seriedad su diario. Gutiérrez lo miró vagamente. Hacia el horizonte, una niebla azul envolvía la plácida, la triste llanura. “Es posible que con esto no me haya probado nada, pensó; sin embargo, sé perfectamente y sin engañarme, que en lo que se refiere a ellos, he conquistado mi independencia aunque ellos no lo sepan nunca.”

Después leyó un rato, y después quedó dormido.

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