Las alas de los ángeles son de adorno

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Acá donde usted me ve, soy un ángel —dice don Ángel, el sodero, mientras descarga de la camioneta sus sifones. —Me llamo Ángel porque soy uno de la legión de los ángeles de Dios. Nos dicen «ángel», no tenemos otro nombre.

—Los arcángeles tienen nombre, —suele explicar don Ángel; Gabriel, Miguel, Uriel. Nosotros, no. Ni alas, ni espada flamígera. Todo eso es para los jefes. Igual, las alas de los arcángeles son puro adorno; todos los ángeles podemos andar por el aire.

A los vecinos de Puelén, un poblado de trescientas almas en el oeste de La Pampa, cuyo nombre significa «llanura del este» en la lengua mapuche, la pretensión de este hombre que apareció un día de la nada y se quedó para siempre, no les va ni les viene. Don Ángel es trabajador, amable y comedido. ¿Qué es un ángel, se preguntan, sino un trabajador de otra comarca, obediente de su patrón y cumplidor de sus deberes?

—Si el Señor no me hubiera enviado en misión a este dichoso pueblo de Puelén —suele confiarle a alguna clienta, mientras baja los sifones— estaría yo despatarrado tranquilamente en el paraíso, como un pachá, espantando a los querubines que andan revoloteando por ahí.

Según relata don Ángel, Dios lo habría enviado a Puelén con cierto cometido notificatorio. No es raro, explica, que los ángeles bajen al mundo para anunciar a los mortales noticias tales como «estás embarazada y a qué no sabés de quién» o «se te está quemando el budín de pan»; o bien a transmitir alguna directiva del Creador, del tipo de «sería prudente ir poblando Sierra de la Ventana». En esta ocasión el enviado debía manifestarle a un tal Francisco Soto, vecino afincado en las afueras del pueblo, que Dios Todopoderoso vería con buenos ojos una drástica disminución en su consumo de ginebra. El receptor del mensaje divino resultó ser un jornalero nacido en la zona, hombre muy trabajador, de palabra infrecuente, más respetado por su honradez y laboriosidad que querido por su temperamento áspero, al que el exceso de alcohol adicionaba un grado considerable de agresividad. Soto vivía solo, en una modesta casilla; trabajaba de sol a sol en distintos campos cercanos a Puelén y no se le conocían familia ni amigos.

Lo cierto es que cuando el luminoso emisario celestial se apersonó ante el bebedor inmoderado y lo impuso de la voluntad divina con toda la pompa del caso, Soto, ofuscado por tanta exigencia, lo molió a rebencazos concienzudamente. A lonjazo limpio primero, hasta sacarlo del rancho; y después a talerazo tupido, sin parar sino al verlo inconsciente y sumergido en una zanja. Tanto le pegó, que la tunda le dejó a don Ángel una renguera permanente, que disimula bastante cargando los sifones con el brazo opuesto a la pierna lisiada.

Cuando el ángel recobró el conocimiento anduvo doliente y desorientado por las afueras del poblado, rondando el caserío, hasta que alguien se apiadó y le alcanzó unos pantalones y un par de alpargatas como para que no pasara vergüenza con la túnica vaporosa que traía, cochambrosa ahora de barro y sangre. Después, algún buen samaritano le dio cobijo en un cobertizo. De a poco el recién venido se fue animando a relatar su peripecia y a aquellas almas sencillas les costó muy poco creerle, debido principalmente a un indicio incontrastable de su condición ajena a lo humano: los días iban pasando sin que el forastero aceptara alimento ni bebida alguna, conservando sin embargo su robustez y lozanía.

Los vecinos de Puelén fueron aceptando al angélico forastero más temprano que tarde y asumiendo sin objeción su condición divina. Y se acostumbraron, también, a que al ángel no se le podían pedir milagros. Era capaz de alguna cosita, sí, pero de índole menor, como acertar un cascotazo a una comadreja depredadora de gallineros; pero de resucitar a alguien o curar al menos un resfrío, ni hablar. «Es que nosotros somos como carteros, mucho más que eso no sabemos hacer», se disculpaba Ángel ante el vano pedido de socorro de algún puelense en problemas. Los que saben un poco de primeros auxilios, explicaba, son los ángeles de la guarda. Pero los soldados rasos, como él, apenas recibían algunas nociones de geografía, tanto como para no bajar en Estocolmo si les tocaba aparecerse en Cochabamba; nada demasiado preciso, en todo caso. «Llegás preguntando», confiaba.

Decidido a ganarse la vida como un mortal, Ángel anduvo por Médanos levantando ajo y también recolectó manzana en Río Negro. En Puelén calculaban que al ángel tenía que haberle ido muy bien debido a que, al no padecer cansancio como los mortales, podía cosechar sin parar de sol a sol; además no comía ni bebía, lo que le permitía embolsarse hasta el último peso ganado. Como haya sido, lo cierto es que regresó al pueblo conduciendo una camioneta, vieja pero andadora; se instaló en una casita en las afueras y dio principio a su emprendimiento de reparto de soda a domicilio. Muchos vecinos comenzaron a comprarle, en parte porque ofrecía los sifones a un precio insólitamente bajo pero más que nada porque el ángel le caía bien a todo el mundo.

La presencia del ser venido del cielo fue haciéndose parte de la rutina puelense. Al alba se lo veía pasar en la chata hacia 25 de Mayo, de donde regresaba cargado el vehículo de cajones de soda para iniciar el reparto. Ángel se hacía tiempo para echarse un parrafito en cada parada, incluso allí donde no le compraban sus sifones. Terminado su recorrido se daba una vuelta por la despensa de Puelén que hacía las veces de despacho de bebidas; y aunque el ángel no tomaba –ni alcohol, ni agua, ni nada; jamás se lo vio comer ni beber– se hacía servir una ginebrita que terminaba ofreciendo a alguno. «Tómela usted, que yo hoy ando sin ganas».

Allí hizo las paces con Francisco Soto, que un día se le acercó a pedirle perdón, con las pocas y justas palabras salidas de su corazón noble; y allí mismo, también, a los pocos días Ángel le ofreció trabajo a Soto. Planeaba extender el reparto más allá de los límites del pueblo y le era preciso, dijo, algo de ayuda. Al parco jornalero le tomó un instante cerrar el trato con un «Está bien».

Los siguientes dos años vieron a Ángel y Soto, apenas despuntado el alba, rumbear hacia 25 de Mayo, de donde regresaban con el sol ya alto, cargado el vehículo para el reparto. El ángel seguía haciéndose tiempo para echarse un parrafito en cada parada; Soto, cuando estaba conversador, decía «Vino la soda».

Hasta que un día, Puelén fue sacudido por lo impensable.

Se apagaba en paz una tardecita de primavera, cuando Francisco Soto estacionó la camioneta de don Ángel frente a la despensa, entró y pidió una ginebra.

–No sabía que manejaba –le dijo uno.

–Aprendí.

–¿Y don Ángel se la presta?

–Don Ángel no está más.

Hubo un corto silencio, pesado como si el aire fuera mercurio. Francisco Soto miraba la copita, ya vacía, sin mover un solo músculo de su rostro cobrizo.

Hasta que alguien reaccionó.

–¿Cómo que no está más? ¿Adónde está don Ángel?

El interrogado miró por sobre el hombro, sin fijar la vista en ninguno de los pares de ojos desorbitados que lo escrutaban con creciente alarma.

–Lo vino a buscar otro ángel y se lo llevó. Al cielo.

Entonces Soto desgranó su relato sin levantar la mirada y sin que una sola de sus palabras denotara emoción alguna, pese al tenor de la historia que dejó caer allí como una bomba. Al caer la tarde de ayer, contó, estaban preparando los cajones vacíos para salir a la mañana rumbo a 25 de Mayo, como siempre, cuando vieron al ángel parado junto a la caja de la camioneta. «Este era distinto a don Ángel», dijo Soto; «era muy alto, más de dos metros, y este sí tenía alas. Unas alas enormes, más grandes que él, tan blancas que te encandilaban. Una cara más de mujer que de hombre, pelo muy largo, un rubio casi rojo. Y también tenía la espada de fuego, esa que siempre contaba don Ángel. La traía en la cintura, pero prendida, eh, y no le agarraba fuego la pilcha. Se estaba haciendo de noche y a esta bestia le brillaba todo el cuerpo. Le salía luz hasta de las patas».

–¿Sería un arcángel?, arriesgó uno.

–No sé, pero no me dio miedo. Y a don Ángel tampoco. El otro lo saludó, ave, Ángel, le dijo. Y Ángel le contestó, ave, Uriel, así lo llamó.

–Ave Uriel… ¿le habrá dicho ave por las alas?

–No, ave es como decir «buenas», es un saludo, pero entre ángeles. Bueno, el grandote le dijo a don Ángel que venía a buscarlo, que así lo ordenaba el patrón y que tenía que volver ya mismo. «No puedo, Uriel, me da vergüenza», le dijo don Ángel. Y le contó lo que le había pasado conmigo y que no había podido cumplir con el encargo del patrón. «No hice una bien. Este chupa más que antes», le dijo al otro ángel señalándome a mí. El de las alas le dijo a Don Ángel que con vergüenza o sin vergüenza tenía que volver, que el patrón estaba empezando a impacientarse. «Será infinitamente bueno, infinitamente justo y todo eso… pero no lo hagas bajar, Ángel. Vos sabés cómo se pone. Dale. Se terminó. Vamos, que te está esperando».

–¿Y así nomás se fueron?

–No. Ángel le pidió un momento al de las alas, «para dejarle las cosas en orden acá al amigo», le dijo, y me hizo un papel.

–¿Un papel?

–Sí, un papel, donde deja explicado por qué se tiene que volver al cielo y que me regala la casa, la camioneta, el reparto y unos pesos que tiene ahorrados. Lo firmó él, lo hizo firmar de testigo al otro ángel, me dijo «Nunca te vas a olvidar de mí, Francisco Soto» y desaparecieron los dos como en una luz.

–Así que se fue y te dejó todo a vos.

–Sí señor. Bueno, tengo que irme. Mañana empiezo temprano el reparto.

A la madrugada la policía irrumpió en la casa de don Ángel y detuvo a Soto. Encontraron el papel, manuscrito, rubricado por dos firmas, «Ángel» y «Uriel», tan trabajosamente trazadas como penosa era la redacción. Posteriores pericias determinaron que los rasgos de la escritura no coincidían con los de las libretas de anotaciones contables del desaparecido y sí con la torpe caligrafía del detenido. Este, al mostrársele el documento, dijo que la letra había cambiado, que cuando el ángel lo había redactado era distinta.

Se buscó sin éxito a don Ángel, o a lo que de él quedara; pero igual a Soto lo juzgaron y condenaron por la apropiación fraudulenta de los bienes del desaparecido, endilgándole el haber escrito la carta para atribuirla a la presunta víctima. Tanto la autoridad policial como los jueces daban por seguro que Soto había asesinado a su empleador, deshaciéndose del cuerpo vaya a saberse cómo. Pero no había cuerpo, no había muerto y no había, entonces, homicidio que reprochar.

Francisco Soto pasa sus días en una celda del Penal de Santa Rosa. En seis años nadie lo ha visitado y tampoco hizo amigos entre la población de la cárcel. Las pocas veces que se acerca a los demás reclusos, repite como para sí mismo unas pocas palabras cuyo sentido a todos escapa. «Quién te va a creer, Francisco. ¡Cómo te la hizo, el ángel! Te está haciendo pagar los rebencazos. Debe andar muerto de risa porque al final consiguió que no tomés ginebra».

Jorge Freijo
Jorge Freijo
Nació en 1950 en Mar del Plata. Es diseñador gráfico, libretista y redactor publicitario. Bajo el seudónimo de Valerio Zulueta, ha publicado cuentos y crónicas en diversos periódicos y revistas.

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