Te despertará, antes que suene la alarma, un zumbido sutil, aterciopelado, silbando en el fondo del oído. Pretenderás que no escuchaste nada y le rogarás que hoy no, que por favor, que el día por venir es largo y hay muchos compromisos asumidos como para darle espacio. Querrás creer que ha sido la escena del sueño, si estabas justo viajando en auto. Te acomodarás en la cama, estirarás las piernas, sentirás la suavidad de las sábanas en contacto con los pies. Intentarás volver a dormir, apoyarás la cabeza en la almohada, bostezarás, cerrarás los ojos, sentirás, ahora, mezclándose al siseo, el golpeteo acelerado del corazón. Le echarás la culpa a los fideos con crema que comiste a las apuradas el día anterior, a la malasangre que te hiciste con el llamado del preceptor porque tu hijo se había rateado del colegio, al café que tomaste antes de entrar al gimnasio para estar un poco más pilas. Subestimarás las emociones, cada tanto la migraña se adueña de tus días inhabilitándote para la vida. Desearás que no te esté pasando ahora, justo esta mañana que se está anticipando en llegar, y se empecina en despertarte antes de que se desperece siquiera el despertador.
Te sentarás en la cama, todavía estará oscuro, el frío de la habitación acallará tus oídos por un instante. Tantearás los trapos tibios, y entre tu ropa y las mantas encontrarás la bata de polar. Te costará calzar un brazo en la manga, el segundo será más fácil. Es sólo la sensación, la sugestión, pensarás, pero enseguida notarás que el piso está un poco inclinado, y que estás sentada, otra vez, en la colchoneta flotante.
Chasquearás la lengua, suspirarás, cerrarás los ojos, harás movimientos circulares con la cabeza. Enderezarás la espalda, te concentrarás en las vértebras cervicales, inhalarás, llenarás el cuerpo de aire. Imaginarás que estás al pie de una montaña, el oxígeno más puro y frío llenará tu caja torácica, entrará a tus pulmones, purificando tus alveolos. Exhalarás. Repetirás la operación dos, tres veces. Visualizarás la nada, el blanco, el vacío. No querrás, te opondrás con todo lo mejor que hay en vos a darle lugar a ese malestar que intenta ser más fuerte que tu voluntad.
Abrirás los ojos, notarás que todavía es noche cerrada. Sentirás el aire abombado y espeso en tu habitación, bucearás con los pies al ras del piso de madera, darás con las pantuflas. Las calzarás. Apoyarás las manos a los costados de la cadera. Te levantarás, el suelo pretenderá moverse, caminarás hacia el baño, irás apoyando un hombro, en cada paso, contra la pared. Abrirás la puerta, encenderás la luz que te apuñalará con sus doscientos watts y se clavará en el centro mismo de tu cabeza. Sacarás la toalla de mano de su gancho, taparás el foco. En la penumbra te adivinarás al espejo, los ojos entornados, los párpados un poco hinchados, la piel pálida. Abrirás el grifo, formarás un cuenco con las manos, lo llenarás de agua, hundirás la cara. El frío te aliviará. Estoy mejor, pensarás, ya pasa, querrás convencerte. Te alegrarás de que tu hijo no esté en casa. No te gusta que te vea en ese estado.
Te secarás, abrirás el botiquín, sacarás el dentífrico, cargarás con pasta el cepillo, te cepillarás los dientes. Al inclinarte a escupir y enjuagarte la boca el piso del baño volverá al vaivén. Sentirás náuseas, harás una arcada, vomitarás. Cerrarás los ojos. Te incorporarás. Volverán las náuseas, harás arcadas pero nada más saldrá de tu cuerpo. Abrirás otra vez el grifo, echarás un chorro de lavandina y dejarás el agua correr. Te apoyarás con ambas manos en la pileta, tendrás los ojos todavía hinchados, achinados, llenos de lágrimas. Sentirás los golpes del corazón galopando en el pecho, te transpirarán las manos. Te volverás a cepillar los dientes. Te enjuagarás llenando el vaso con agua, escupirás sin inclinarte demasiado.
Te sentarás en el inodoro, la cantidad de pis te aliviará. No estoy deshidratada, pensarás. A oscuras y despacio irás a la cocina, encenderás la hornalla, pondrás agua en la pava, te prepararás un té, le pondrás bastante jugo de limón y dos cucharadas de azúcar. La cabeza empezará a latir, sentirás la presión en el cráneo, y un martillazo se clavará, arrítmico, justo arriba del ojo izquierdo. Sentirás el perfume del limón, tomarás una cucharada de té bien caliente, te quemarás los labios haciendo que el dolor se traslade al menos por unos segundos. Mirarás la hora en el microondas, todavía serán menos de las cinco. Pondrás la taza en una bandeja, volverás a la habitación, dejarás la infusión en la mesa de luz, abrirás el cajón y sacarás del blíster un comprimido colorado. Lo tomarás con un buen trago. La puntada en el fondo del ojo a esta altura se habrá acentuado y expandido por toda tu cabeza. Tendrás los hombros rígidos, los párpados pesados, te sacarás la bata y las pantuflas, te meterás otra vez en la cama, te entregarás al baile sinuoso y vertiginoso del colchón. Rogarás que el tramo aún pendiente de la noche te permita recuperarte y descansar. No quisieras tener que volver a postergar la audiencia por el divorcio.
Luciana Balanesi