Fisher desembarcó en Mar del Plata como un conquistador. Saltó del micro y marcó, solemne, el piso con el tacón de su zapato. Miró las arcadas, el acero, las uniones imperfectas sin pintura. Como conquistador, habría dejado atrás a sus hombres, bendecido el mar y besado la arena hasta ensuciar sus cabellos. Solo entonces se hubiera erguido con la frente en alto, con los labios partidos por la sal del largo viaje. Pero lo que dejaba atrás no era un viejo continente y sí una pensión en San Telmo, y su tropa no eran más que los viajeros ocasionales de un colectivo de larga distancia.
¿A cuántas semanas de la temporada estamos?, preguntó en un bar.
El acento en su voz era tan extraño como su pasado remoto en Sao Paolo. ¿Qué otras cosas había abandonado? En cada uno de sus viajes perdía algo: una madre postrada, un idioma, un hijo querido y otro no tanto. Dejaba atrás libros –unos pocos–, un baúl con fotos, una carencia de ritmo que se disimulaba muy bien en Argentina, un país donde los hombres no saben bailar si no dominan.
¿De cuál de todas tus cosas te desprendiste con más facilidad? Clara le preguntó una noche. Nunca lo supo. Y nunca se lo preguntó. De su patria, Fisher hablaba con una cierta nostalgia oculta tras un agrio rencor. De su idioma no quedaban rastros más que cuando se sentaba a leer el Folha de Sao Paulo entre un mar de diarios locales.
De su antigua forma de vida mantenía gestos que él mismo ignoraba, las mismas quejas por los condimentos de mala calidad y una eterna necesidad de corregir a Cacho cuando el viejo guardavida le gritaba “Qué hacés, paulista” y Fisher con una paciencia infinita lo corregía: paulistano.
Llegó a ser mozo como podría haber sido croupier, taxista o panadero.
Recién llegado a la rambla de Mar del Plata miró el mar, las mesas y sintió una inspiración divina: apeló a su sonrisa, a su carisma, a un cuerpo que no sabía quedarse quieto y prometió en cada restaurante comprarse chaleco, camisa y pantalón de vestir con el adelanto del primer sueldo.
Lo primero que hizo con su primer sueldo fue ir al casino.
Al otro día llegó al restaurante con el uniforme de mozo. Ligeramente más grande que su cuerpo. Uno o dos talles más. O tres. O cuatro. Verlo era pararse frente al conquistador de menor rango que de un día para otro debe usar la ropa del capitán muerto por los lugareños.
¿Quién le mira los dientes al caballo regalado? Le dijo Fisher a Quique cuando Quique le señaló, sutil, agresivo, que el chaleco era demasiado grande, que tenía que doblar las mangas de la camisa para adentro.
Lo más raro de esta ciudad es el lugar donde vivo, le dijo Fisher a Esteban una tarde.
Su medio hermano Gabriel le había dejado su departamento. Se había ido sin llevarse nada y él se quedó con su ropa y su cama. El problema fue que Gabriel era gordo. Muy gordo. Y a Fisher no dejó nunca de parecerle rara la sensación de ponerse cualquiera de sus remeras o pantalones.
Fisher era el único empleado del restaurante que bebía gaseosa a la hora de almorzar. Los patrones preparaban jarras de limonada y las dejaban para que todos las tomaran. Solo Delia, la cocinera –y solo cuando se fastidiaba– iba a la heladera del mostrador y sacaba una gaseosa enfrente de Quique y Ana. No le decían nada y ella no lo hacía muy seguido. Era un juego que sabían jugar.
Un día el lavacopas, Esteban, se tomó dos gaseosas. Al final de la tarde Fisher le avisó que los patrones se las iban a descontar del sueldo.
Después de esa tarde, y cada vez que podían, Nahuel iba al depósito con Esteban, abrían una gaseosa tibia y la vaciaban en dos o tres tragos. Era refrescante solo por el placer de lo prohibido.
Es raro ocupar el lugar del otro –le dijo Fisher a Esteban una mañana–. A veces parezco estar en un cuerpo que no me pertenece. Ocupo un espacio ajeno. Soy la muerte, soy el invasor. Soy la sombra, la tarde, la marabunta, el desierto.
Fisher tomaba gaseosas azucaradas, para subir de peso, para rellenar mejor la ropa de su hermano.
¿Qué lugares ocupan los hermanos en la ausencia del otro? Le preguntó Fisher a Quique una tarde en que casi no se hablaba.
El hermano de Fisher había conocido el amor Mar del Plata. Había conocido algún que otro secreto del amor, no muchos, pero Gabriel le había escrito una carta a Fisher sobre la sensación de angustia en la punta de los dedos que desaparece tocando el cuerpo que se ama.
Clara, también era vecina del edificio, y Fisher la saludó en el pasillo dos, tres veces.
Al principio compartieron la melancolía, después algunas cenas. Y siempre la soledad.
–Gabriel se fue sin decirme nada –le dijo Clara.
–Cuando le comenté que venía a la ciudad, pareció contento. Hasta me mandó en un sobre la copia de las llaves de su departamento.
Por si llegás y justo no estoy, había escrito Gabriel en el papel que envolvía las llaves.
Nahuel se asoma a la cocina. Le dice a Fisher que se apure. Tiene hambre, y deben alternar. Uno de los dos mozos está obligado a cuidar la plaza mientras el otro come.
–Clara inventó un juego –le dice Fisher a Esteban–. Cuando nos despertamos hay que recordar dónde quedó todo. Clara dice, por ejemplo, que mi zapato derecho está en la puerta del baño y el izquierdo está dado vuelta a los pies de la cama, con los cordones atados. Y siempre gana. No sé cómo lo hace, pero siempre gana. A veces me pregunto si se fija dónde cae la ropa para más tarde hacer el inventario y ganar el juego. Si yo digo que su remera está en un rincón, sobre su sandalia izquierda, ella contesta que mis medias deben estar enredadas en el cubrecama. Si yo digo que una de sus vinchas también debe ser un ovillo entre el cubrecama y las sábanas, ella dice que no, que está debajo de la almohada.
Fisher termina la gaseosa, lleva el plato sucio a la pileta.
La cosa es que mi hermano Gabriel me avisó que hoy vuelve, le dice a Esteban.
¿Y Clara lo sabe?
Clara lo sabe.
¿Cómo podría no saberlo?
Nahuel reemplaza a Fisher en la cocina. Se sienta a esperar su comida: milanesa y papas. Una minuta, una comanda que no demora.
Agregame un huevo frito, le pide Nahuel a Delia.
Los primeros clientes ya apuran. Esteban llena las ollas con agua. Cacho se acomoda en su silla. Quique y Ana buscan dos extremos opuestos del restaurante. Y Fisher camina como si bailara. No es buen bailarín, pero aun así llama la atención. Cierra los ojos y baila. A veces avanza. Salta de una baldosa a otra. La pista de baile se construye bajo sus pies. También el tablero de ajedrez.
Cuando Fisher abre los ojos está en la arena. Frente al mar.
El mar es oscuro, revuelto.
En sus ojos el mar es azul, trasparente, sincero.
Por eso los cierra.
Sebastián Chilano